País huachicolero

domingo, 21 de mayo de 2017 · 09:11
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Se le atribuye a Charles Chaplin la frase: “Vista de cerca, la vida es una tragedia. Pero, de lejos, parece una comedia”. Se refería, supongo, a la forma en que creaba las tramas de sus películas, por ejemplo, Tiempos modernos: un obrero pierde la razón, es encarcelado sin saber que participa en una protesta comunista, sale de la cárcel involuntariamente y reinicia su camino al lado de una huérfana. Creo que la frase debería ser al revés porque todas nuestras pequeñas tormentas, pasajeros disgustos y dichas, parecen nada ante la muerte y sus disoluciones. Lo cercano me parece más cómico en la perspectiva de lo lejano porque la muerte vuelve a toda tentativa algo risible. Pero vuelvo a la frase de Chaplin por la idea de que una vida puede ser “vista”. ¿Quién la mira y desde dónde? Hay, a la mano, dos formas: la película completa, que puede partirse, acercarse, detallarse, y la que se hace desde las alturas, captando sólo la generalidad, el resultado a golpe de vista. La primera es una trama, una narración. La segunda, un vislumbre, casi una intuición. Cuando evaluamos una vida como trama, tendemos siempre a poner el énfasis en alguno de los protagonistas de una novela policiaca: el detective, el criminal o la víctima. Es decir, el que desentraña, a partir de vestigios oscuros, una verdad; el que ha actuado en la oscuridad de los engaños para cubrir su delito; y el que sufre las consecuencias de ambos y que, dependiendo del ingenio de quien cuenta, puede colaborar con el detective o el criminal o, quizás, manipular a ambos. Traigo a colación estas ideas que me surgen de Chaplin por una forma de contar las tragedias nacionales en los medios de la cultura de masas –televisión y grandes periódicos-portales– y en las redes de comentarios, motor de la cultura anti-cultura de masas: tomar un detalle de la vida de una víctima para convertirla en criminal. Me refiero, por ejemplo, a las mujeres asesinadas que son culpadas de sus propios homicidios “porque” bebían, eran infieles o estaban de fiesta. Pero también al caso de los miles de ejecutados por el ejército y la policía en estos años “porque” eran delincuentes. El caso más reciente es el de los “huachicoleros” –cuya raíz náhuatl significa “secar”–, los que extraen ilegalmente combustibles de los ductos de gasolina. Si uno pone el énfasis en el detective, contará la historia desde el punto de vista de la autoridad que los “descubrió”. Si coloca el acento en el criminal, dirá algo sobre la organización de la extracción, pero también sobre lo que orilló a pueblos enteros a encontrar sustento en ello. Las víctimas están a disposición del narrador: el presidente considera al ejército como agredido; otros creemos que son todos los que no tienen la responsabilidad del Estado de guardar la prudencia –y las armas– en un enfrentamiento. El detalle para juzgar esas vidas es esencial: si los “huachicoleros” estaban organizados o, ya en la histeria, esclavizados por un cártel, merecían morir. Si, mirada de lejos, la vida del “huachicolero” es de un campesino sin tierra que se defiende robando de una estafa mayor –la reforma energética–, entonces es resultado de la desesperación. El detalle a enfatizar define si el desenlace violento de una existencia es o no justo. La narración completa atenúa las faltas y, con su lejanía, extrae nuestra empatía. ¿Qué vemos para evaluar una vida? Quizás la respuesta nos la da Tolstói en Guerra y paz. De cerca, la vida de Andréi no es cómica: pierde a su esposa en el parto, es herido en la guerra y, cuando cree encontrar al amor de su vida, Natasha, ésta lo engaña con Anatol, un cazafortunas. Entonces, Andréi se dedica a tratar de vengarse de los dos que, a su parecer, lo han engañado. La fortuna lo lleva a convalecer de sus heridas de bala en la cama de junto a la de su adversario, el fraudulento Anatol. Es ahí que puede, haciendo un esfuerzo y aprovechando que su rival está herido, matarlo. En cambio, Tolstói elige un desenlace que no satisface nuestros deseos de venganza: en el dolor, Andréi toma de la mano a Anatol y se la estruja. Es un signo doble: hay rivalidad en sus vidas, pero hay afinidad en el dolor. Al menos eso es lo que leo en Tolstói. Lo digo porque, al igual que los sucesos de la vida nacional –esa sensación de que existimos juntos porque leemos lo mismo como propio–, el texto jamás decide la forma en que puede ser leído. El sentido es, al final, una de las experiencias del último lector. Gracias a ello, no existe tal cosa como una “mala lectura”. A Ricardo Piglia le obsesionaba una idea que tiene que ver con la forma en que nos relacionamos con el descifrar tanto los textos como los enigmas sociales. Es el riesgo de perder el sentido. Lo usaba en su doble significado: no seguir una trama narrativa y perderse en ella o, de plano, extraviar la cordura. Ese miedo está en El Quijote y, por ejemplo, en Madame Bovary: demasiadas lecturas sobre caballería o novelas rosas provocarán, en una de ésas, que saltemos a la realidad pensando que podemos juzgarla como una narración. La posibilidad siempre existe, dice Piglia: “El que va a la vida pública con los modos de descifrar los signos y los indicios, es una forma de lector, y su lectura jamás será una práctica neutral, ni para su razón ni para la de los demás”. Lo dice porque la distancia entre el acontecimiento y su lectura siempre pone en tensión la narración con el aprendizaje por experiencia. Cita, entonces, a John Berger, el autor de Modos de ver y amigo epistolar del subcomandante Marcos: “Cuanto más ha aprendido uno por la práctica, más crédulo es”. Según Berger, la vida no hace arisca a la burra, al contrario, la hizo sociable. La experiencia nos hace dóciles. Es la lectura la que contiene un germen de sospecha que no nos abandona. Leemos, textos o sucesos pensando en que los personajes, sus reacciones o situaciones pueden no ser verosímiles. La calamidad sufrida en carne viva puede borrar la posibilidad de narrarla, de hablarla, de escribir y leerla. Perder el lenguaje es la peor tragedia: la inmovilidad, el entumecimiento de nuestras ficciones, las que nos ayudan a entender y a seguir viviendo. Como escribe Terry Eagleton: “No es cierto que el lenguaje pueda reparar nuestra condición por el solo hecho de nombrarla, pero sí lo es que, sin hacerlo, no haya reparación posible”. Entonces nombremos la tragedia y enfrentemos sus rasgos más abominables. Pero, ¿desde dónde la miramos? Recordemos el origen del género trágico: los griegos reiteraron el enfrentamiento entre la ley y la justicia. Por ejemplo, Antígona queriendo enterrar a Polinices, su hermano, quien, para el rey Creonte, es un traidor a la ciudad. Los medios de masas dirían en México: Polinices se merece quedar insepulto, al garete de los cuervos y las ratas, por haber pedido la intervención de otra ciudad, Argos, en su lucha por restablecer su trono. Bien por Creonte, el representante de la ley. Y esa Antígona pertenece al mismo cártel, o es “agente cubana” o, por ilegal, que se le condene a que la entierren viva. Habrá quienes nos pongamos del lado de Antígona, es decir, una víctima. Y nos tacharán de utilizar su dolor para promover la ilegalidad. Pero hay recordar que, en las tragedias griegas o shakespeareanas, el sentido último de la trama es invisible para quienes creen saber descifrar el destino: al reconocer que ha matado a su padre y hecho a su madre su amante, Edipo se saca los ojos; al descubrir que un bosque sí puede moverse, Macbeth muere, perplejo, ante la impensable profecía. Como diría el propio Shakespeare en El rey Lear, casi siguiendo la frase de Chaplin: “Lo peor retorna a la risa”. No lo digo por experiencia, sino sólo por una lectura. Esta columna se publicó en la edición 2115 de la revista Proceso del 14 de mayo de 2017.

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