Mirar a los ojos

domingo, 16 de julio de 2017 · 06:22
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuenta Jorge Semprún que, a su llegada como prisionero al campo de concentración nazi de Buchenwald, notó que sus custodios jamás parecían mirarlo. Dirigían, sí, sus pupilas a partes de su cuerpo semidesnudo, un poco por encima de su cabeza rapada, a veces a las uñas mugrientas de sus manos, pero jamás a los ojos. Para los vigilantes todo en él era reutilizable –la grasa, los huesos, dientes, el cabello, la piel– salvo su mirada. No había espejos en Buchewald, así que Semprún se tocaba la cara por las noches para sentirse. Un domingo de abril de 1945 casi la mitad de los 55 mil detenidos en el campo se aventuran por la colina de Ettersberg, armados, harapientos y locos de salir, “en un impulso que se había vuelto reflejo”. Aullando, los encuentran las vanguardias motorizadas de los Aliados. Semprún recuerda el momento de ese cruce en La escritura o la vida: Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. Mi pelo cortado a rape no puede ser el motivo. Mucha gente, los campesinos, los jóvenes reclutas, lo llevan a cero. ¿Mi atuendo entonces? Llevo unos harapos estrafalarios pero calzo botas rusas, de cuero flexible. Llevo una metralleta alemana cruzada al pecho, signo de autoridad en los tiempos que corren. Y la autoridad ahora no asusta, más bien tranquiliza. ¿Mi delgadez? Deben haber visto cosas peores. Otros campos, otros cadáveres vivientes. Pero es espanto lo que veo en sus ojos. No queda más que mi mirada, eso concluyo. Mis ojos son un espejo. Debo tener una mirada de loco, de desolación. Es el horror de mi mirada la que revela la suya, horrorizada. Mirar a los ojos a otro es mucho más que un espejo. Cuando dos se miran a los ojos, en el fondo de la pupila, que es una abertura a la luz, se crea un tercero. Esa creación refractaria es el inicio de la empatía. Sentirse afectado por el otro es proyectar en él sentimientos propios, es un salir del circuito cerrado al que llamamos Yo. En la misma colina con un bosque de hayas donde se levantó el campo de concentración nazi de Buchenwald, Goethe conversaba, en septiembre de 1827 con Johann Eckermann sobre su teoría del “sinfronismo”, una empatía que el escritor creía “naturaleza anímica como si tú mismo fueses todo, en particular o en conjunto”. En la misma colina donde los nazis se negaron a mirarle los ojos a sus víctimas, el pensamiento alemán de un siglo anterior había llegado a una idea que superaba en alcances a la “simpatía” inglesa, una mera “atracción”. La empatía no era natural sino cultural –el término apela, en un inicio, a la relación de un espectador con la obra de arte, en específico, con un texto literario– e implicaba una suerte de “adivinación”: asir lo individual de una forma inmediata cuando se transforma uno mismo simultáneamente en el otro. Pero se sigue hablando de la mirada, ahora en la capacidad que tiene de “sentir juntos”. Es el psicoanálisis el que comienza a pensar esa facultad de empatizar como una forma de “lo vivido”, es decir, un sentimiento mío experimentado en el otro. En 1907, Theodor Lipps, admirado por Freud, da un rango de verosimilitud a ese sentimiento: no es una simple “asociación” con el otro, o la añeja compasión cristiana, sino la forma “originaria” en la que creamos la naturaleza de la identificación. En Las palabras y las cosas, Michel Foucault definirá su poder: “provoca los acercamientos más distantes”. Y, en efecto, ahora que los médicos estudian las neuronas “espejo” lo que dicen es más o menos lo mismo: mirar el sufrimiento ajeno o la alegría de otros –leerla o verla en una pantalla– nos hace vivir ese “como si fuera yo mismo”. La empatía se ha convertido en una sensación que abarca desde lo inmediato hasta las historias del pasado. Pero volvamos a la colina de Ettersberg con Jorge Semprún preguntándose qué es lo que lleva a los soldados aliados a mirarlo con pavor al momento de rescatarlo. La idea de la empatía, tan vieja como los griegos clásicos o Goethe y Herder, había sido retomada por los pensadores del alemán como Husserl. Pero cuenta el propio Semprún que, después de que el anciano maestro Husserl había sido expulsado de la universidad alemana por ser judío, Martín Heidegger, su alumno, quitó su nombre de la dedicatoria de Ser y Tiempo. Sabemos que Heidegger fue recompensado con una rectoría en Friburgo por hacer el saludo nazi y que años más tarde, tras la guerra mundial, el poeta Paul Celán lo visitó en su refugio de la Selva Negra alemana. Lo que quería Celán era una explicación, no teórica, sino desde el corazón –empática– del filósofo a toda la aberración racial del nazismo: la madre del poeta había muerto en una cámara de gas en un campo de concentración, su padre también y él mismo había sido prisionero. Heidegger le habló del pozo de agua, de los árboles, pero jamás tocó el tema. Se habla, desde entonces, del “silencio de Heidegger” pero es acaso el tema de la empatía el que sigue girando en el centro de ese pozo. Es justo en Ser y Tiempo que el filósofo desacredita la noción de empatía: “La relación de ser para con otros es la proyección “a otro” del propio ser para consigo mismo. El otro es un “doblete del sí-mismo”. El pensamiento cerrado en un Yo autorreferencial, en el que los otros sólo son “dobletes” es acaso una de las causas más profundas de la crueldad. En todo caso, la posibilita. Al quitar de la dedicatoria de su libro a su maestro judío, Heidegger hizo mucho más que un acto de oportunismo con el poder nazi: hizo un cierre sobre sí mismo y validó de esa manera la idea del cierre de “la raza alemana”. Celán, finalmente, un mes después de su último encuentro con Heidegger, en abril de 1970, se tira a las aguas del Sena y se ahoga. “Es imposible escribir poesía después de Auschwitz”, dirá el filósofo Theodore Adorno. Es un cierre, una soledad, un mundo en el que todo es “doblete” de uno mismo. Es el silencio del filósofo y el suicidio del poeta que escribió así sobre el encuentro con su amigo distante, el filósofo refugiado en su casa de la Selva Negra, en cuya entrada había una libreta de visitas: en la cabaña allí, en el libro ¿el nombre de quién estaba anotado antes del mío? En algún momento de su libro sobre su regreso como “aparecido” del campo de concentración, Jorge Semprún escribe sobre esa aflicción y opresión por haber “aparecido”: “De ahí mi angustia de no resultar creíble, porque no se está muerto, porque se ha sobrevivido. ¿Por qué yo viva, vivo, en lugar de un hermano, de una hermana, tal vez de una familia entera?” No entiendo cómo los mexicanos no sentimos esa misma angustia después de tanto, después de tantos. En su más reciente libro, El ardor, Roberto Calasso nos da un atisbo de cuán antiguo es el mirar para salir de uno mismo. Relata un cuento de la India en la que un rey le pregunta a un sacerdote a dónde se va uno después de la muerte. La respuesta sigue siendo clara, miles de años después: –Al lugar donde ya no se tiene miedo: al ojo derecho. Hay que mirar. Y hay que sentir. Esta columna se publicó en la edición 2123 de la revista Proceso del 9 de julio de 2017.

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