La vida tranquila

domingo, 21 de enero de 2018 · 09:24
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los seres más políticos que han existido, los romanos, hacían una diferencia entre las vidas que valían la pena ser vividas y las que eran simple producto de la necesidad. Primero calificaron tres actividades posibles para todo ser humano: laborar, que es sólo la forma de mantenernos vivos, nutriendo el cuerpo; trabajar, que es llenar el mundo con objetos que no nos da la naturaleza; y la acción, que es lo que sucede entre los individuos, y cuya condición es la pluralidad, centro de cualquier comunidad y decisión. No consideraban buena la vida determinada por la necesidad –la de los esclavos– porque sus movimientos y acciones estaban sujetos a la voluntad de otros. Así que, siguiendo a Aristóteles, los romanos buscaban una vida buena en tres actividades que tenían que ver con lo bello y que no eran ni necesarias ni útiles: la de los placeres de los sentidos y de los cuerpos, la de la reflexión sobre lo que nos rodea y cuya forma no se altera por nuestras acciones y el debatir proyectos para engrandecer a su ciudad. El criterio usado para sostener que estas actividades eran superiores era la libertad. ¿Por qué? Los romanos, como antes los griegos, habían visto en lo no sujeto a la necesidad o la utilidad lo verdaderamente distinto de los seres humanos: su vida lineal hacia la muerte en medio de un cosmos que es circular, que se repite. Sin poder ser inmortales, como sus dioses, podían aspirar a la eternidad de sus acciones. Con el tiempo, la vida contemplativa, que no es la de la reflexión sino de la quietud ante el cosmos, se pensó como superior a la acción –de ahí la arrogancia de los poetas, los monjes, los matemáticos–, pero hay que recordar que, para los romanos, la palabra “morir” era, literalmente, “dejar de estar entre los otros”. De alguna manera, si nos contrastamos hoy con esta idea de la vida, hemos perdido muchas de sus dimensiones. La vida que llevamos es muy parecida a la de los esclavos, sujeta a la necesidad y a la utilidad. Todo nos habla de la inevitabilidad: es necesario servir a lo lucrativo, es obligatorio calcular los costos en función del beneficio, es esencial ser pragmático. Si contrastamos la forma en que nos vemos como sociedad, nuestras acciones palidecen ante lo que se requería en la ciudad romana para pensar en la buena vida: el poder de los ciudadanos no era sólo el de ser electores –cuya soberanía se posee sólo cuando se entrega al representante– sino el de persuadir y ser persuadidos por la palabra. Lo que definía la vida pública inapreciable era la capacidad de darles sentido como comunidad, no por medio de la obediencia a las órdenes, sino del debate de la reflexión. Por eso, la segunda vida de los seres humanos era la pública, porque, en privado, en cada casa, no se vivía en libertad. La superioridad de la vida de los ciudadanos sobre la de los hijos, mujeres y esclavos en la casa residía en que el poder en la ciudad podía ser contestado, criticado, resistido y cambiado. Dentro de la casa existía la economía. En la política se discutían otras cosas, las no utilitarias, las que tenían que ver con la eternidad, esa proyección en el tiempo cíclico de la acción lineal de los mortales. El término “economía política” hubiera sido incomprensible para un ciudadano griego o romano, porque la palabra pública no hablaba de asuntos domésticos, como la manutención de una familia o la reproducción de la especie. Nada les hubiera dicho a esos ciudadanos la idea de “proteger” una sociedad de creyentes, como en la Edad Media, o de propietarios, como en los contractualistas, o de productores, como en los marxistas. Esos ciudadanos originales sabían que un gobernante que hablara de esa protección podría diluir la libertad de los otros con la fuerza de la utilidad y lo necesario; esa libertad de los iguales que, dentro de las casas, no lo eran. Ser ciudadanos libres no quería decir gobernar ni ser gobernados. Para nosotros resulta ya extraño que la ciudadanía no se refiera a la expresión pública de intereses privados. Estamos tan habituados a ser tratados como “población” –un índice estadístico de bienestar– que la idea de iguales que debaten para actuar sobre el futuro colectivo nos parece una actividad ociosa, es decir, no útil ni necesaria. Con ello, en efecto, no se gana nada para los hogares. En cambio, con la idea de dejar la propia libertad se gana, por ejemplo, seguridad. A los clásicos les resultaría prepolítica nuestra disposición a ser vigilados, registrados, encuestados a cambio de sobrevivir; de obedecer a costa de nuestras propias convicciones. La buena vida del ciudadano de la polis era valiente porque dejaba a un lado la de la casa y se arriesgaba a dejar la vida de la supervivencia y del trabajo. Lo privado de por sí estaba “privado” de la otra vida, la del debate y la acción públicas. Lo político ganaba en ese sentido trascendente. Pero lo que nos ha sucedido como cultura es la despolitización de lo político. La esfera que antes ocupó la familia ahora es de la sociedad. El conformismo es resultado de reducir todo a los principios de la economía y considerar la libertad sólo como un cálculo entre los costos y los beneficios de nuestras acciones. Esa normalización de los habitantes de una sociedad ya no requiere de una esfera política como la de los romanos. La población se comporta, no actúa. Así se dice: “cómo se comporta el voto”, “cómo se comporta la economía”. Somos, a diferencia de quienes inventaron la política ciudadana, una uniformidad estadística; la “mano invisible” del trending topic, los que se comportan. Para éstos no hay arte de gobernar –de debatir, imaginar y actuar–, sino administración o “gobernanza”, como se dice ahora. La supervivencia y la manutención ya son la única vida admisible. A lo que aspiran nuestras sociedades es a la vida tranquila, es decir, la del conformismo para sobrevivir un poco más. La vida tranquila es la que antes era la de los esclavos. Creo que ese es el regusto a nostalgia que me deja tratar de imaginar qué fue la política cuando surgieron los ciudadanos. Lo que oímos de “la política” en esta semana es lo contrario de lo inicial: el dinero desviado por autoridades hacia un partido político, la creación de empresas fantasma para lavar dinero en campañas electorales, el sometimiento de todos los candidatos al conformismo de una población a la que se supone interesada sólo en su supervivencia. Por eso carecemos de porvenir. Por eso nuestras elecciones, no como ciudadanos –que no somos–, sino como simples electores se reducen a qué tipo de “presente mejorado” queremos: si menos corrupto, si más estable en la degradación de la vida común, si más bien portado de acuerdo con los principios del costo-beneficio. Una vez lo contrario de la certidumbre, ahora la política está despojada de su sentido original de aventura colectiva y riesgo. La vida tranquila ha sometido al resto de las vidas que alguna vez los seres humanos creímos “buenas” porque nos colocaban justo entre los animales y los dioses. La vida tranquila es útil, es necesaria, es justificable y carece de dignidad. En su forma radical fue la de los sonderkomandos de los campos nazis de concentración. Encargados de supervisar el exterminio de sus iguales, se distinguían de ellos porque podían negociar en el mercado negro con el oro de los dientes de las víctimas, con sus retazos de ropa, con sus cabellos. Pero, sobre todo, porque se les permitía sobrevivir, aunque sólo fuera un día más. Sobrevivían esa vida, la de los campos de exterminio y fueron llamados por Primo Levi los “obreros del desastre”. Esa es la vida tranquila, en uno de sus extremos, a la que nos quieren sometidos.. Esta columna se publicó el 14 de enero de 2018 en la edición 2150 de la revista Proceso.

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