Gustología

domingo, 4 de febrero de 2018 · 09:15
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La crítica moderna en México nació, como en Europa, contra el absolutismo. Al interés del Estado por “informarle” a los súbditos sobre las decisiones que había tomado, le sigue lo que El Pensador Mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, llamó “el Grito de todas las Furias del abismo”, es decir, las opiniones. Nuestra primera etapa de opinión pública –seccionada por Elías José Palti, entre Lizardi y José María Luis Mora– es, sobre todo, política. Los críticos se erigen ante el Estado en representación de una sociedad transparente opuesta a la oscuridad de los funcionarios. En un inicio, la crítica imita a los abogados en una corte: exhiben pruebas para que el público lector juzgue. En el cotejo se dará con la verdad. Pero esa sociedad moral que exige moralidad al Estado se quiebra con la lucha entre federalistas y centralistas y, más tarde, entre liberales y conservadores, republicanos y monárquicos. El disenso es la sociedad que se debate entre normas sociales incomprensibles, juicios contradictorios, ideas de buena vida incompatibles. La crítica encarnó entonces la preocupación por la moral pública –qué es y no aceptable de hacer y decir– y el gusto –qué está bien y no consumir– y terminó por hablar en nombre de toda una cultura. Hoy esto ya no existe. Absorbida por la “industria cultural” la crítica es, como señaló Terry Eagleton, “un tipo de relaciones públicas no remuneradas”. Él vive en Oxford y no se entera que en México ese tipo de “crítica” es muy bien pagada. En un inicio, la crítica era una forma de poner atención sobre cómo nos pensábamos como país, qué tipo de cultura se debía enfatizar, y cómo nuestra educación sentimental y todo lo que creíamos de nosotros mismos como sujetos, nos sujetaba. Hoy es parte de una industria masiva que retoma los deseos, afectos, y formas de querer ser y los convierte en acontecimientos y estadísticas para devolvérnoslos como una producción en serie, en “temporadas”, que nos desconectan a unos de otros al dispersarnos en la homogeneidad. El crítico, como intelectual –distanciado de los simples hechos y, a la vez, comprometido con la síntesis de pensamientos complejos– le dio paso al “gustólogo” que reduce lo que antes fue un tema de deliberación pública al “me gusta o no me gusta”. El gusto fue considerado un sentido bajo precisamente porque, cuando probamos con la lengua, no existen mediaciones morales, y el saber proviene del sabor. El gusto goza sin poder dar cuenta de su razón. La opinión como gusto vive justo entre la ignorancia y el conocimiento, y no es muy útil porque “quien no advierte lo que le falta no aspira a aquello que no cree necesitar”, como diría Sócrates. El gusto es pre-racional y no existe en nada ni nadie objetivamente, sino que es una percepción de quien lo saborea. Lo que deberíamos apreciar, preferir, se desligó, no sólo de la opinión deliberativa, sino también de la experiencia. Se dice lo que me gusta y disgusta basado tan sólo en esa intuición dudosa: como en el circo romano, pulgar arriba o pulgar abajo. Todo se vale en nombre de la auto-realización, aunque no exista ninguna razón que la sustente. La auto-expresión como gratificación inmediata. Lo que el gusto le hace a lo público es que le permite a algunos mirar con desprecio a los otros. Es un sentido extraño porque está ligado a la necesidad. Comer es vital, pero su exceso es glotonería. Es un problema de medida. Y esa medida es señal de superioridad. El problema es que, sin tener en cuenta ningún tipo de experiencia, el gusto como opinión no tiene como referente lo que permite que un chef o un diseñador tenga autoridad cultural: ha comparado. Su gusto proviene del contraste entre varios y, sólo entonces, formula un juicio. Pero hoy no es así. El gusto no es una opinión, es sólo la aspiración al estándar de lo “propio” (que es, cualquiera que sea la opinión, masivo). Esta idea de opinión pública propone que todo sea subjetivo, efímero y no convincente por mucho tiempo. Es la tiranía de la seducción que se inventó para que las clases medias de la Europa de finales del siglo XVII supieran qué consumir del tumulto de mercancías que llegaban de todo el mundo colonizable hasta sus puertos. Con los siglos llegamos a lo que sucede hoy en casi cualquier esfera de juicio: es la imagen la que importa, no el sujeto. Por decirlo de algún modo, lo hecho cedió ante la marca. El otro problema de haber dejado la opinión al gusto es que hemos creado campos de identificación en los que ya no operan los hechos, sino las convenciones. Como dice Pierre Bourdieu en El sentido social del gusto, cuando se trata de ser “sincero” en la esfera pública, lo que hallamos es una verdadera confusión entre la disposición como consumidores y la posición política. Primero, se trata de que nada suene realmente a una opinión fuerte, documentada, decidida, sino a cierto desinterés. “Están conscientes de que sólo pueden hacer lo que hacen haciendo como si no lo hicieran”. Se “comenta”, se “deja ahí la imagen”, “se tiene la impresión”, pero en verdad nada tiene que ver ni con la evidencia, sino con el parecer. De esa manera, la opinión pasa por la papila gustativa. Después, vienen las simultáneas adaptaciones del gustólogo al medio, y al público de ese medio, y la adaptación de los lectores, espectadores, desenrolladores en la Internet –“scroll” es el rollo pantalla abajo– al medio y al gustólogo. De acuerdo o en desacuerdo fueron, alguna vez, resultados del argumento, la retórica, la persuasión. Ahora, se trata de encontrarte un gusto. Basados en tus búsquedas anteriores de alguna mercancía, el buscador te sugiere productos “seleccionados para ti porque elegiste antes X o Y”. Desde una marca de audífonos hasta la propaganda de un candidato, el “estilo” equivale al gusto, a tus debilidades, deseos –lo “parecido”–, tu grado escolar. Pareciera como si, en el mundo de lo nuevo –el cambio de temporada– habría que resguardar algún tipo de identidad que sólo puede basarse en anteriores compras de ropa, cortes de cabello, música, deportes, comida, lecturas, series de tele. El individualismo de masas: ser único entre millones. ¿Qué soy? Algo que se vincula a lo que compré el mes pasado. Después de todo, la depresión es tratar de resistirse a la repetición: aspirar a algo, hacer el esfuerzo por conseguirlo y, siempre, acabar insatisfecho. Pero si ya no somos lo que comemos, sino que comemos lo que nos gustaría ser, ya es el pasado cuando la opinión existía para ser disputada y debatida. Hoy es una ofensa porque el gusto es una parte de nuestra autonomía melancólica. Querer argumentar una opinión tomada como gusto es perder el tiempo: lo que está muy salado o muy dulce no puede llegar a un acuerdo, o a una “opinión general”, como querían los ensayistas que fundaron nuestra crítica. Sólo apunto un posible desenlace a esta nueva forma de juicio público. Durante muchos años nuevos, Donald Trump, todavía limitado a su papel de desarrollador inmobiliario, enviaba a sus conocidos una tarjeta de felicitación que era un dossier con chapa de oro en los bordes. Cuando lo abrías contenía la foto de un palacio llamado Mar-a-Lago, una villa en Florida de 118 habitaciones y 80 mil metros cuadrados. Decía como pie de foto: “Los azulejos fueron traídos desde la España del siglo XV”. Cuando se le preguntó si no creía que enviar eso como tarjeta de felicitación era un poco de mal gusto, él contestó: –Sólo a los que impresiono pueden seguir siendo mis amigos. Esta columna se publicó el 28 de enero de 2018 en la edición 2152 de la revista Proceso.

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