Alfonso Reyes, plurinominal
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La historia de la Cartilla Moral que Alfonso Reyes escribió en 1944 a petición del secretario de Educación Jaime Torres Bodet estuvo presente esta semana en el nuevo debate de una propuesta de 2006 del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador. La Cartilla fue reeditada para su distribución escolar en 1992 pero el sindicato de maestros se opuso. Su origen me resulta iluminador para contribuir al debate.
En el año en que Reyes la escribe, la autoridad había roto con la “educación socialista” de Lázaro Cárdenas y quería habilitar la llamada “escuela del amor”. Una, la cardenista, estuvo pensada para el reparto agrario y las comunidades; y la otra era una emanación de la Unidad Nacional. La “educación socialista” fue tomada por los maestros en, al menos, dos sentidos: como la enseñanza en las comunidades de sus derechos sociales y, en el más marxista, del conocimiento científico, materialista y dialéctico. Pero los gobernadores aliados al monopolio de las tierras la desprestigiaron diciendo que era anti-clerical y contra la “religión popular”, es decir el guadalupanismo. Lo que se intentaba era una educación en manos del Estado que fuera racionalista y unida a las exigencias de la vida en el campo, para industrializarlo. Pero, como a menudo nos pasa, se confundió la socialización –que la educación no fuera sólo dentro del aula– con el socialismo como doctrina. Es un poco como el término “moral” que hoy se confunde con “religioso”.
Lo que realmente ocurrió con la “educación socialista” es que terminó siendo todas esas cosas: educación para cultivar la tierra, organización política encabezada por los maestros rurales contra la pobreza y el oscurantismo de los curas rurales, y cooperativismo, es decir, cambios en el régimen de producción. La idea de usar la educación pública como arma de inclusión no sólo vino de Cárdenas, sino de la situación de los maestros en las comunidades. David Raby, el historiador de ese periodo, cita lo dicho en 1934 por el profesor Juan Terán Tovar, del Departamento Educación Agrícola y Normales Rurales, antes incluso de que se dé la reforma constitucional y que se le ponga el nombre de “socialista”:
“En el campo, la Escuela Socialista tendrá que ser, con muy poca diferencia, lo que es ahora. No creo que pueda surgir maestro alguno que pretenda quitar de nuestras Escuelas Rurales la tendencia a organizar sociedades dentro y fuera del plantel; no pienso que maestro alguno pretenda acabar con los anexos que hay en la mayoría de nuestras escuelitas, y mucho menos con sus talleres y con sus campañas comunales. No, la Escuela Socialista tendrá que reconocer que todo esto es socialismo puro, y lo que es más, socialismo práctico, que no podíamos llamar con ese nombre, porque hasta hace poco, políticos, clerecía y ricos, excomulgaban a los hablan de esas ideas.”
Con Ávila Camacho, que se declaraba “creyente” sin especificar, la educación va de lo racional a lo nacional. Torres Bodet es su tercer secretario de Educación y plantea la idea de una cruzada contra el analfabetismo que, como muchos de los proyectos educativos mexicanos, no se acompañó del necesario presupuesto. La idea era la “escuela del amor”: una forma de crear sujetos que se sintieran más patriotas que trabajadores, y más iguales en sus deseos de obtener un empleo, ahora en una fábrica, que críticos del sistema. El propio presidente la define en 1942: “Un país sólo perdura en relación a su unidad. Y la unidad es sólo posible mediante la educación vinculada al amor a la familia, las tradiciones, la Patria y el Continente”. En la nueva reforma constitucional se elimina lo “socialista” y también lo “laico” pues se dice “contra todo fanatismo”, y se agrega lo “democrático como forma de vida” para curarse en salud de las dictaduras unipersonales, aunque no las de un partido. En los hechos, la “escuela del amor” dividió a la escuela pública –patriótica– de la privada, que ya podía ser, permiso mediante, religiosa. De los tres secretarios de Educación de Ávila Camacho, uno de izquierda, un militar y un escritor, éste último resultó el más eficaz: diseñó la comisión para elaborar los libros de texto gratuito, dotó de un sindicato único a los profesores y editó una colección de clásicos para que los alfabetizados de nuevo cuño pudieran ponerse al corriente con Occidente. Fue Torres Bodet quien conservó el carácter “socialista” y de organizador político para el maestro de las normales rurales, separándolo del de primaria que sólo era demócrata y propulsor de la Unidad Nacional.
Así llegamos, no sin trabajos, al encargo para Alfonso Reyes. Su Cartilla Moral debería acompañar a las otras dos, la Nacional de Alfabetización y la Bilingüe para comunidades indígenas. Del Ateneo de la Juventud, Reyes es el único que se aferra a la idea del lector como mejor ciudadano y a la fuerza integradora de la cultura, sobre todo, la Humanista: de Platón a Goethe. Los otros –Caso apoya una reelección de Porfirio Díaz, y Martín Luis Guzmán y Vasconcelos serán maderistas– creen en salvaciones políticas y su sentido de misión. Reyes es ideal para este momento del país en que se trata de eludir las diferencias sociales que sobreviven al régimen de la Revolución: hijo del traidor a Madero, Reyes no parece reconocer en el movimiento armado más que una oportunidad para replantear las humanidades. Su retrato de la muerte de Bernardo Reyes en víspera de la Decena Trágica lo es, también, de la Patria que él concibe:
Febrero de Caín y de metralla:
humean los cadáveres en pila.
Los estribos y riendas olvidabas
y, Cristo militar, te nos morías.
La Patria de Reyes es una tragedia pero no así su idea de los hombres diferenciados de los animales por la aspiración de hacer el bien. Eso es lo que escribe en la Cartilla Moral que se le encarga:
“El bien no puede confundirse con nuestro interés particular en este o en otro momento de la vida. No debe confundirse con nuestro provecho, nuestro gusto o nuestro deseo (...) En los individuos y en los pueblos, el no perder de vista la moral significa el dar a todas las cosas su verdadero valor (…) La patria es el campo natural donde ejercitamos todos nuestros actos morales en bien de la sociedad y de la especie (…) Cuando en el seno de un país libre, los enemigos de la libertad atacan esa libertad valiéndose de las mismas leyes que les permiten expresar leyes aviesas, el espíritu de la libertad exige que se les castigue.”
¿Qué sentido tendría hoy reescribir la Cartilla de Alfonso Reyes en un mundo que cuenta con Declaración de Derechos Humanos? Creo que todo. No lo plantearía como una “constitución” –como dijo López Obrador– sino, otra vez, como un instrumento para la educación como esa utopía inclusiva del cardenismo, no como la represión obediente del camachismo. En el régimen neoliberal existe un nuevo sujeto que siente como una responsabilidad personal su propio bienestar y, por no lograrlo, siente culpa y depresión. Sin las relaciones de dependencia con otros, el sujeto es dejado a sus propias herramientas para calcular sus beneficios o pérdidas en cada decisión individual. No existe más la comunidad como el lugar para cooperar y exigirle al Estado o a las empresas su papel en el nuevo dominio. Se nos ha despojado, casi sin que lo notemos, del mundo exterior como un lugar para contestar y hacer política. La política es de los políticos y es sucia como todo lo demás que sucede en público, y no es un espectáculo. Por consiguiente, el sujeto neoliberal es responsable de su seguridad –lo que se opone a su soberanía colectiva–, de su felicidad y de su orgullo. Lo que hoy tenemos es a una persona que no resiste a la sumisión, que se siente vulnerable ante los demás y que es incapaz de una iniciativa de transformación comunitaria. Se le exige que se adapte y que sea “resiliente”, es decir, que aguante un presente que siempre le exigirá que lo enfrente solo y usando a los demás como herramientas. Hemos extraviado el sentido colectivo. Nos han tratado de convencer de que los problemas están en nuestra forma de aceptar el mundo y no en el mundo mismo. El neoliberalismo apela, no sólo a lo más animal en nosotros –los apetitos–, sino a que miremos hacia atrás; todo lo que se mira hacia atrás resulta “necesario”. Si educáramos para mirar hacia adelante aparecería de nuevo la política y su sentido de lo humano. No sé si esa era la intención de volver a traer la Cartilla de Alfonso Reyes. Todo lo que puedo decir ahora es que una idea de educación moral en las escuelas parece parte de una idea de regeneración del sentido colectivo. Pero, sin duda, Julio Cortázar se equivocó cuando se refirió a Alfonso Reyes así:
Erasmo mexicano,
hermano viejo,
Alfonso Reyes,
muerto de veras,
oh, señor de las letras,
en tu tan muerto tiempo.
Esta columna se publicó el 25 de febrero de 2018 en la edición 2156 de la revista Proceso.