Ciudadanos y clientes

domingo, 1 de abril de 2018 · 09:16
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuenta Adrian Chen en The New Yorker que, en 2006, un encuestador que recorría Nepal fue secuestrado por la guerrilla del Partido Comunista Unificado. Al preguntarles cuánto dinero querían como rescate, el encuestador se sorprendió con la petición: el pago sería una encuesta de mercado para saber quiénes y en qué áreas se apoyaba a la guerrilla y en cuáles a la monarquía. Los resultados de ese estudio de mercado orientaron la resolución de la guerrilla para aceptar unas pláticas de paz y colaborar a construir un régimen democrático. Esta semana, la revelación de que una prueba de personalidad en Facebook alimentó la campaña de Donald Trump, para llegar a la Presidencia de Estados Unidos, me ha dejado pensando en la idea de que los ciudadanos son clientes y que la política es un mercado que satisface deseos. El caso de Facebook, en complicidad con Cambridge Analytica, es sintomático no sólo por lo obvio, que es la utilización de datos privados para moldear campañas –“Construyan el muro” fue uno de los lemas que resultaron del análisis “de perfiles psicográficos”–, sino por la idea de ciudadanía detrás de ella. La historia de esta confusión entre política y mercado comienza cuando Occidente pierde la idea que diferenciaba entre lo privado –la casa– y lo público –la ciudad– en las repúblicas griega y romana. Mezclar ambas termina por confundir las funciones del Estado y las de los ciudadanos. La “potestad”, que era la decisión paterna de los romanos de decidir si un hijo era suyo o no –mediante el sentar al bebé en la rodilla y saber si era genuino– se transmitió al Estado como la facultad de decidir quién vivía y quién moría. Nos cuenta Albert Hirschman en Las pasiones y los intereses (1977) que la combinación entre ambas esferas y, por tanto, entre ciudadanos y consumidores tenía como propósito moderar las pasiones reduciéndolas a intereses mediante una fórmula: todo individuo buscaría aumentar su propio bienestar. Además de unificar a los seres humanos, esta idea del siglo XVII le daba a las pasiones, vistas como nocivas y caóticas, cierta predictibilidad. El “amor a la ganancia” fue escogido de entre otros porque parecía perseguir un fin inocuo. ¿Qué mal podrían hacer los hombres atenidos sólo a ganar dinero? Hoy cuesta entender la ingenuidad de Bacon o de Hume sobre el comercio que “fomenta la cordialidad y la dulzura”, pero hay que entender que, en ese arranque del capitalismo, el amor a la ganancia se enfrentaba a un vicio peor que la avaricia: el amor al placer. Hume lo resuelve así: enfrentemos la pasión por la ganancia consigo misma, es decir, con otros que, al tratar de satisfacer la suya, modulen la de los demás. Es interesante que la idea de oponer las avaricias para neutralizarlas fuera el argumento de Hamilton para la división de poderes, entre presidente, Congreso y jueces, en el origen de Estados Unidos. Cuando el término “interés” surge como, digamos, una pasión que hay que fomentar, no sólo quiere decir ventaja económica, sino que es más amplio: abarcaba la reflexión y el cálculo sobre las formas de conseguirla y, mucho más significativo, incluía la gloria y el honor. Se le añadió, además, otro “interés”, el de la nación, que era una combinación entre la oposición a países vecinos y el consenso entre opositores internos. Lo que hoy entendemos es una mínima parte, la ventaja económica, la acumulación, la abundancia, lo “nuevo”, “lo que me define”. Este interés reducido disminuyó aún más a los hombres; para el siglo XIX ya explicaba todas nuestras conductas privadas y públicas, y hacía de todos consumidores. Esta idea de sujeto fue tranquilizadora porque implicaba que ningún ser humano actuaría en momento alguno contra su propio interés. Era un sujeto cuyas acciones eran previsibles, medibles, calculables. Spinoza lo escribió en negativo: “Si un pueblo se convirtiera en desinteresado, sería imposible gobernarlo”. La violencia del dinero parecía uniformar a los hombres y hacerlos tenaces en sus esfuerzos. Ese deseo era “perpetuo y universal”, como escribió Hume. Era insaciable y, por lo mismo, constante, “un lazo más estrecho que el honor, la familia y la amistad”. Es la única de las pasiones cuyo exceso será convertido en una virtud. Pero el consumidor no resultó jamás ni tan racional ni tan calculable. De hecho, en él actúan el capricho, la envidia, los ánimos de distinguirse, el gusto como señal de superioridad, el espíritu de grupo –todo esto que conocemos como publicidad y mercadotecnia– y, por supuesto, sus acciones pueden conducir a situaciones no buscadas y acaso indeseables. Un consumidor que calcula es ya parte del mito liberal. Lo que existe hoy es muy distinto. Tenemos un capitalismo que crea productos que encarnan deseos de emular y de diferenciarse de los demás. Sus productos crean divisiones visibles entre clases sociales, grupos, geografías, tribus urbanas, razas, sexos, que llegan hasta la decisión individual. Hay mercancías de moda, de nicho, piratas, “similares”, de lujo, más potentes. La mercadotecnia hace encuestas y pruebas de “foco” basadas, no en la idea del “interés” universal y racional, sino de las ansias de pertenecer y distanciarnos. La mercancía es al gusto del consumidor, que ya no es el “hombre” de los liberales, sino el ego de los neoliberales. La mercancía se psicologizó y funciona como administrador de nuestras angustias, aspiraciones, miedos y deseos. La mercancía ya no se compra, sino que se desecha. La mercancía no es “nueva” por sus innovaciones racionales, sino por su envoltura, diseño, tamaño. La mercancía ya no nos representa, sino que nos adivina. Todo eso tiene que ver con los datos de las encuestas, y Facebook –quién lo duda después de esta semana– es la gran maquinaria de sondeo de preferencias y desagrados. Pero “like” y “unlike” no pueden ser políticos. No constituyen una orientación social del espíritu colectivo. El consumo de las últimas tres décadas es la forma de socialización del neoliberalismo; quienes comparten el gusto por la misma serie de Netflix son más cercanos que los vecinos geográficos, aunque no sepas ni sus nombres reales. Pero es una socialización casi opuesta a la política: es voluntaria, individual, monológica. Votar y constituirse en ciudadano no es ser un “seguidor”. El economista John Kenneth Galbraith sintetizó el presente así: “Privadamente ricos, públicamente pobres”. Lo que sucedió cuando esa diferenciación buscada por los consumidores impactó al Estado fue que éste asumió la privatización como un castigo porque sus servicios son, necesariamente, uniformes. El ejemplo de lo que sucedió es la historia de las albercas en Alemania. Una vez orgullo público y creadoras de atletas olímpicos, comenzaron a ser cerradas porque los mayores contribuyentes podían ahora cotizar albercas privadas con sauna, restaurantes, playas artificiales, juegos acuáticos, y masajes. Como el Estado no puede, por su naturaleza colectiva, emprender esas diferenciaciones de gustos, tomó una decisión: los pobres se quedaron sin albercas públicas. Este no es el único efecto de confundir la esfera pública con la privada. Lo es pensar que los ciudadanos somos clientes y que, por lo tanto, contratamos a estos u otros funcionarios. Lo que se pierde en esa idea es la representación política: la participación de los ciudadanos en la esfera pública, su vigilancia de las decisiones y los programas de gobierno, sus decisiones, no con base en los gustos, como cuando se compra ropa o música, sino en la información sobre las propuestas colectivas sobre el porvenir de la ciudad y la nación que está pasando la puerta de nuestras casas. Es bastante obvio que si se utilizan los parámetros del mercado diferenciado para evaluar lo público, se acaba por decir “todos los partidos son iguales” o que “no me siento representado”, como se dice de los uniformes escolares o de las películas. Lo que se pierde de vista con la mercadotecnia es que somos comunidades de destino, es decir, que la política requiere un compromiso colectivo persistente, con lazos fuertes y basados en el deber, y que exigen sacrificar nuestras preferencias individuales. Lo que los candidatos jamás encontrarán en Facebook es la voluntad general que, como sabía Rousseau, no es la simple suma de los intereses. Esta columna se publicó el 25 de marzo de 2018 en la edición 2160 de la revista Proceso.

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