Mentiras

domingo, 3 de junio de 2018 · 09:08
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una mentira es un mensaje con la intención de engañar. Esta semana, la mentira estuvo en el centro de las campañas por la Presidencia de México: la candidata al Senado Nestora Salgado fue acusada por el PRI de secuestro cuando se sabe que fue encarcelada injustamente por organizar a las autodefensas de Guerrero; las importaciones de alimentos fueron más o menos que las exportaciones, según los datos que se manipulen; la inversión extranjera directa en el Defe, bailó sobre la elasticidad de qué cifras se usan. Un candidato, el del PAN-PRD, Ricardo Anaya, exhibió dos portadas de la revista que usted tiene en sus manos para contrapesar la que esa semana empezaba a circular y que lo involucra en el lavado de dinero. Las portadas que exhibió Anaya tenían mutilada una parte donde se criticaba a su Frente electoral. Cuando fue cuestionado sobre esta intención de engañar, lo desestimó así: –Simplemente estaba haciendo énfasis en que mejor hablaran de las portadas que los aludían a ellos. Luego, quizás preocupado por la reacción en la red de opiniones, Twitter, declaró: “Esa no era mi intención. Yo pedí las fotografías y fue así como me las pusieron”. Parte de la degradación del lenguaje público que padecemos tiene que ver con la idea de que la verdad no existe, sino sólo las opiniones. Si todo es mentira, el lenguaje pierde su capacidad de brindar confianza entre los seres humanos, se acepta que los demás son medios para lograr nuestros fines y, entonces, se le prohíbe a los otros para que tomen decisiones libres. En la cultura neo-liberal –de donde proviene el personaje que Anaya ha creado– la mentira no es moralmente condenable, no está mal si se obtiene un beneficio de ella, y engañar se percibe como una astucia para ganar posiciones. La idea de que, en una campaña electoral, todos mienten, no implica que la verdad haya desaparecido. Al menos yo no lo creo. Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino y Kant creyeron en que no existía forma de hacer que una mentira fuera aceptable. La separaron de los mensajes donde el que escucha no debe esperar la verdad: cuando se nos elogia; nos muestran gratitud por un regalo o una comida; en el lenguaje formal en el que te dicen “mi estimado”; en una negociación donde se dice “mi última oferta son 10 pesos”; en una generalización en medio de una charla, como “aquí siempre está nublado”; en la propaganda; en un chiste; en la predicción del clima; en un juego de apuestas; en las falsas excusas; en una obra de teatro,; y durante un truco de magia. Como el que escucha no espera la verdad, la mentira no engaña, pero no deja de ser mentira. Incluyo un caso más a esta lista: cuando todos saben que eres mentiroso y ya nadie toma en cuenta como verdad lo que dices. La historia de cómo las mentiras empezaron a no serlo, inicia cuando los católicos, que eran obligados a presentarse a las misas de la Iglesia anglicana –el Acta de Uniformidad de 1559 en la Inglaterra isabelina–, inventan la “reserva mental”. De acuerdo a ella, los católicos interrogados sobre su fe, debían decir cosas como “adoro a Dios como tú” y callar el resto de la verdad. Lejos quedaban santos católicos como San Firmo de Tagaste o Ántimo de Nicomedia que prefirieron la muerte a manos de los soldados romanos a mentir sobre el paradero de los cristianos perseguidos. En su La ley de la Guerra y la Paz, Hugo Grotius, que era protestante, formuló la puerta de entrada a las mentiras “justificadas”. Según él, existía un “derecho a saber” la verdad y personas como los soldados romanos –cuando los apóstoles mienten diciendo que no conocen a Jesús– no lo tienen. Ese “derecho a la verdad” es ahora invocado en operaciones militares que se les ocultan a los ciudadanos, en la “reserva” de información por décadas, en el secreto bancario. Pero en el año en que Grotius escribe su tratado, 1625, la preocupación es sobre cómo conservar la moralidad en tiempos de guerra, y si engañar y mentir pueden dejar de ser malos. Quien tiene “derecho” es decidido por quien miente y no lo tienen, de entrada, los enemigos. Tampoco los niños ni los locos, pues, al carecer de juicio, no se les puede dañar. De ahí, Grotius se dispara en excepciones: si la mentira le beneficia a quien la escucha y no se le produce sufrimientos, no cuenta como mentira; como “cuando se toma dinero de alguien para hacerle un regalo, no es robo”. Con el tiempo, las excepciones de Grotius se hicieron un caso célebre, la llamada “situación-del-nazi-en-la-puerta”, donde no está mal mentir para salvar a un judío escondido o para no ayudar a los nazis en su pretensión de exterminarlos. Lo que dirían desde Aristóteles hasta Kant es que no importan las consecuencias de las mentiras –algo que, por otra parte, no es predecible– ni cuáles justificaciones se esgriman, siguen siendo una desviación de la verdad. La justificación no hace de una mentira una verdad. Por lo tanto, el “derecho” de Grotius no es otra cosa que dejar de nombrar como mentira y llamarle de otra forma. Un ejemplo claro de esto es si pierdo cien pesos en un casino. Yo considero que mi hijo no tiene “derecho” a saberlo, aunque mi mujer sí. Cuando llego a la casa, digo: “Le di cien pesos a un limosnero”. Siguiendo a Grotius, estaría yo diciendo una verdad a mi hijo –que no tiene “derecho a saber”– y una mentira a mi mujer, al mismo tiempo. El asunto de fondo es que la verdad no tiene nada que ver con la justicia. Aristóteles, en la ética para Nicómaco, dice que “alguien honesto es quien es verdadero en lo que dice y cómo vive; no lo es porque sea muy justo, sino porque simplemente esa es su persona”. Desde el inicio, la verdad es un asunto, no de derecho, sino de moral. Santo Tomás de Aquino lo asimila al lenguaje: si Dios nos lo dio para decir lo que pensamos, decir otra cosa es pervertirlo en su naturaleza. En el comentario de Aquino a Aristóteles hay una definición de la que el candidato Anaya no puede escapar: “Mentir es decir como verdadero lo que uno sabe falso”. No es un asunto formal, como quiere el candidato: su equipo –él no es responsable de ellos– tapó parte de una portada para “enfatizar” las denuncias contra sus contrincantes presidenciables. Kant nos previene contra esa manipulación: los criterios morales no pueden ser parte de la definición del propio acto de designar lo malo de lo bueno, porque, entonces, carecen de sentido. Deben ser externos y materiales, independientes de los resultados o de si los otros tienen “derecho a saber”. O, en los términos de Anaya, no es mentira porque yo quería enfatizar otra cosa. San Agustín hizo una clasificación de ocho tipos de mentiras: mentir en la enseñanza de la doctrina religiosa; la que no beneficia ni perjudica a nadie; la que perjudica a alguien y beneficia a otro; la que tiene como simple propósito el engañar; la que tiene como único propósito complacer; mentiras para aprovecharse monetariamente de otro; mentir para salvar a alguien de la muerte y el sufrimiento; o para salvar a otro del uso no voluntario de su cuerpo. Para él, sólo hay tres posibles efectos de mentir: dañar, complacer y ayudar. Los dos últimos son mentiras en una charla jocosa y en una acción oficiosa. Pero los que buscan dañar deben ser erradicados. El problema de creer que las mentiras dejan de serlo si son útiles, es que medir sus consecuencias puede tardar tiempo y su juicio puede resultar ambiguo. Por eso, lo bueno y lo malo, desde Aristóteles educando a Nicómaco, no tienen que ver con lo que es justo, sino con lo que uno es. Un político que le miente al público, aunque no lastime a alguien, sigue diciendo una mentira. La idea de que vivimos en un mundo sin verdades, sino sólo de opiniones, degrada el papel del lenguaje en la construcción de la confianza. Si se puede decir lo que sea, ateniendo sólo a si está o no justificado decirlo, las palabras pierden su capacidad de transmitir verdades, emociones, y sentido. En un lenguaje sin verdad ni mentira, sino hecho sólo de efectos que se quieren causar en los demás, las palabras y las cosas se hacen difusas y ambiguas ahí donde se buscaba antes agudizar el pensamiento. La mentira, sin duda, es un vehículo del impostor y la hipocresía de considerar que todos mienten y que todo es cuestión de opiniones. Sólo así, una verdad como la de las cuentas inexplicables de Anaya puede ser llamada, como lo hizo un miembro de ese Frente, “facciosa”. Que la Tierra gira en torno al Sol puede ser llamada por un fanático de la versión ptolomeica, “facciosa”, pero la suya es una simple opinión y, la otra, una verdad. La opinión se descalifica o se ridiculiza. La verdad tiene que ser desmentida, disputada, con evidencias. Eso fue lo que Anaya no hizo con sus inexplicables cuentas bancarias. Quizás, para él, nosotros no tenemos el “derecho a saber” y se nos puede engañar tapando la parte insoportable de una portada. Esta columna se publicó el 27 de mayo de 2018 en la edición 2169 de la revista Proceso.

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