1 de julio: Más allá de Andrés

viernes, 3 de julio de 2020 · 12:26
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- 24 de abril, 2005. El millón y medio que defiende a Andrés Manuel López Obrador del desafuero lo hace desde una exigencia superior: que México alcance a incluirlos. A partir de entonces, el anhelo democrático, que incluye la certeza del fraude electoral, rebasa con mucho los límites de una casilla electoral, y se dispone a prestarle su prestigio a la creencia de que, si se vota sin repartir entre partidos, el previsible chanchullo resultará inocultable. Y triunfa, a pesar del INE. Más allá de Andrés, lo que indica el sorpresivo 1 de julio de 2018 es el miedo a que una exclusión más acabe arrojando a la mayoría de la población al mar. La victoria asienta mejor ese estado de ánimo –que, por puro optimismo, los miembros de Morena llaman “movimiento”– que va más allá de la lucha contra la exclusión –recuérdese que ése era el contenido simbólico del desafuero– y se extiende hacia el tema de la legitimidad o la ausencia de ella. Hay riqueza ilegítima que gobierna el país –la que proviene de los contratos arreglados, las condonaciones de impuestos a las corporaciones, la falsificación de facturas, pero también de los “recomendados”, aquellos que no tienen más talento que extraer la autoestima de su código postal; el éxito medido en que te expidan más amparos que órdenes de aprehensión– y la de un crimen organizado que lo único que lo separa de la anterior es que a su “target” se lo toman con mayor literalidad. En estos dos años se van sumando ilegitimidades geológicas que enlistamos sin ánimo de jerarquizarlas: la del color de piel, que los medios, la publicidad y el mercado laboral no reflejan sino que deslumbran con L’Oreal (México como el mayor consumidor mundial de tinte rubio); el ninguneo a las universidades públicas porque no respetan el credo de que los millonarios fueron puestos por Dios en la Tierra para que administraran las afores; el uso de las jerarquías laborales de los hombres para tener sexo; la mujer golpeada, violada, desaparecida o muerta como la parte menos importante de la ecuación patriarcal; el racismo como estructura de poder unívoca que divide las oportunidades laborales y estéticas (todavía no hay alguien a quien, por ser rubio, le hayan negado un crédito o el asilo político); la propensión de los periodistas a publicar la suspicacia porque no supieron averiguar si era verdad; los historiadores que, por 5 millones, te comparan con Mariano Otero; la libertad de expresión que incluye el derecho a la aprobación unánime (ahora es la prensa la que dice: “Ya sé que no aplauden”); y todo lo que se fue dejando en el camino entre el nacionalismo revolucionario, la retórica de “la transición” que hizo posible que derecha e izquierda se elogiaran mutuamente por su valentía “contra el poder” y, al final, el desdén del peñanietismo por el “paisito”.  El Estado se desprivatiza. Ya no sirve como conserje de OHL o del Chapo Guzmán; y el cambio, en muchos casos simbólico y a veces presupuestal, delimita un modelo que descoloca a quienes creyeron que “Por el bien de todos, primero los pobres” era un simple lema publicitario; es decir, que el lopezobradorismo no lo decía en serio. De pronto, el gobierno adelgaza sus gastos –supuesto ideal neoliberal– y los reorienta, como puede, hacia los excluidos de, por lo menos, dos generaciones de mexicanos –en un Estado de bienestar que es, por ahora, de supervivencia–, y esa variación de las coordenadas en lo prioritario, provoca que no pocos privilegiados sientan que les quitan “derechos” inaplazables, ni siquiera por la pandemia: el derecho a que, por malos manejos, los rescatara el Estado como signo de confianza para la inversión; el derecho a la beca vitalicia, el fideicomiso inexpugnable, la aviaduría como reconocimiento al esfuerzo por conseguirla; el derecho a la factura falsa, “porque de todos modos se lo van a robar”; el descongelamiento de cuentas por lavado de dinero como silbatazo a la recta final del sexenio y momento de donar a las campañas de su partido. Del lado de los excluidos que buscan integrarse al país que los desdeña deben existir historias que validan a los que, sin ser nada, ahora son aprendices, a la menor incertidumbre de saberse con precios de garantía para sus cosechas, a las madres solas –un tercio de los hogares– a contar con más centavos, a tener cuentas bancarias. Se les otorgan derechos constitucionales y eso, en sí mismo, es reconocer que son parte de un país que nos baste. No tenemos esas historias en los medios porque se sentirían publicistas sin recibir nada a cambio. Sólo los tontos apoyan sin tajada. La nueva e inusual suspicacia periodística es hija de la austeridad republicana, pero ha fallado a la hora de contar a una mayoría que extiende al país más allá de la cubierta de un yate. Si acaso los opinólogos reflejan abrumadoramente a un sector de la sociedad mexicana que sigue creyendo que la elección de 2018 fue eso y no, sobre todo, el resultado de un estado de ánimo democrático de tres décadas que resistió los fraudes en comicios y expectativas, y una disposición a ya no vivir excluidos. Una democracia que no es unas reglas y un instituto formales sino una herramienta de transformación. La ola de votos de hace dos años no fue producto de la mercadotecnia o la compra de credenciales de elector. Es fruto de una exigencia superior de rescatar para el país a los que, a diferencia de las élites, no les da risa o “penita ajena” la palabra “patria” o “pueblo” o “Macuspana”. Por eso, a Peña Nieto, seis años antes, lo votan 19 millones, y a López Obrador, 30. Dos años después de aquel 1 de julio, las posturas ante él son cuatro: una que plantea ir más allá, a lo irrealizado. Desde la cárcel para los expresidentes hasta una reforma fiscal que le cobre más a los más adinerados. Caben ahí los ideales de los que se compone la historia: reconocimiento a los talentos y no al influyentismo; la confirmación de la existencia de una estructura de poder pigmentocrática, patriarcal, y de unas cuantas familias; el final de la economía de la corrupción; la pacificación de las calles y casas; la incorporación al consumo, crédito y ahorro a millones de pobres. Es justiciera. A la segunda postura le llamaré “positivista” y es la que se concentra en las cifras y que domina a nuestros académicos positivistas. Sintiéndose cobijados por la “neutralidad de los números”, evalúan, comparan, cuantifican como si eso les diera una idea de avance, retroceso o estancamiento. Son los que se molestan con “los otros datos” o “la ciencia neoliberal” porque creen que al índice de crecimiento lo habita el Espíritu Absoluto. O que los científicos y artistas pagan su alquiler en un lugar fuera de la Historia.  A los que encontramos en el tercer desconcierto es a aquellos que idealizan un pasado para refugiarse en él. Da lo mismo si creen que vivieron en un insólito país donde no había: compras chuecas; obras públicas a cambio de casas; aviones presidenciales que llevan 70 mil pesos en gel para el cabello; antidemocracia; gobernadores ladrones y asesinos; boletines presidenciales como única explicación del gobierno; un cuarto de millón de asesinados; un secretario de Seguridad al servicio del Chapo Guzmán; una Cruzada contra el Hambre depositada en paraísos fiscales; o que crean que este gobierno es igual a los anteriores. Al pasado idealizado se le acompaña de un presente inventado en cuyo territorio evanescente se pueda tener cierta relevancia: se dice que la 4T es comunista para poder hablar de “libertad”; se dice que es “dictatorial” para poder seguir hablando de esa “lucha por la democracia” de la extinta retórica de “La Transición”; se dice que es “caprichosa” para hacer saber que los economistas del MIT, a pesar de los resultados, sí tenían un plan; se dice que “no ve más allá de Macuspana” para no ver los provechosos acuerdos por el manejo epidemiológico de la pandemia con China y EU, y el puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Su mirada es presidencialista: no pierden un solo detalle del hombre que concentra todos sus odios de clase, raza y género. No pueden ver más allá de Andrés. Un mestizo del sureste mexicano, de las selvas pantanosas, de la gratuita UNAM, no puede ser más que un improvisado y, por tener legitimidad, ahora es “arrogante”, pendenciero. En el desconcierto no hay espacio en su cabeza para pensar que mexicanos y ciudadanos son también los pobres. No pueden creerlo: los engañó un “Mesías” populista, son “clientelas”, deben estar arrepentidos. No es posible que hayan votado en conciencia los que eran los léperos de mis abuelos, los nacos para mis papás, los “gatos” que contratamos ahora para que nos sirvan. Sólo la “gente como nosotros” es ciudadana, sociedad civil, democrática. Y, así, se van quedando dormidos, abrazados al edredón que Amazon nunca les entregó.  La última postura es tomar el acontecimiento como algo exterior y concentrarse en la propia existencia como ajena a los demás. Eran los “idiotas” de la antigua polis griega: los que creen que lo público no les afecta o que está lleno de la inteligible política. Tienen una superioridad sobre los que apoyan u odian a la 4T porque, sin saber casi nada, pueden hacer un tuit. Para ellos todo es igual: el poder es ambición, los políticos son corruptos y mentirosos, la historia no gira ni da vuelcos, ni les pasa por encima. Y porque, como cantaba Julio Jaramillo, “la vida es la escuela del dolor/ donde se aprende también a soportar/ las penas de una cruel desilusión”.  Así estamos, a dos años. 

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