Redes sociales: el vómito fotográfico, la eyaculación de clics

martes, 18 de julio de 2017 · 12:55
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La escritora argentina Leila Guerriero, que goza de muy buena aceptación entre los lectores por sus crónicas, escribe desde enero de 2014 su columna en la última página del periódico El País. En su artículo del reciente 12 de julio, “Las redes sociales: parvulario”, cuenta que tres alumnas de periodismo le preguntaron al final de una clase si podían tomarse una foto con ella. En respuesta, dice, “ni sé por qué, para probar qué cosa, les dije: ‘Sí, pero les pido que no la suban a Facebook o a Instagram’. Las chicas se miraron desconcertadas y dijeron: ‘Ah, entonces no’”. La escritora se pregunta: “¿Por qué alguien renuncia a tomarse una foto que aparentemente le importa sólo por no poder mostrarla a, digamos, una decena de personas a las que, de todos modos, la foto no va a importarles un bledo?” Añade que ella ni se imagina “pidiéndole una foto a Eddie Vedder, el cantante de Pearl Jam, y renunciando a hacerla sólo porque el bueno de Eddie me sugiriera no subirla a la web”. Conclusión: “El único motivo por el que la gente hoy hace fotos parece ser el de regurgitarlas con urgencia en el buche glotón de las redes sociales. Una vez regurgitado allí, el vómito fotográfico dura lo que una breve eyaculación de clics y después se olvida para siempre. Pero eso no importa, porque la imagen… ya cumplió su cometido: ser una pieza más del egotrip planetario”. No asombra que una escritora que nació en 1967 (un año después que yo) rechace con tanta furia ese medio de comunicación en que se han constituido las redes sociales. Los escritores de literatura –incluida la no ficción– están entre los artistas más conservadores respecto de su lenguaje, mientras que el ámbito oral se desgasta y renueva con mayor velocidad y ofrece oportunidades para que generaciones posteriores de autores lo vayan incorporando. Ante la previsible invocación a James Joyce y a las vanguardias poéticas hay que recordar que indagaron en cualidades del lenguaje escrito que se habían explorado poco en sus tradiciones literarias pero que estaban presentes mucho antes e interactuaban con otros sistemas de signos en el ámbito cotidiano o en otras artes. En el caso de Joyce, la tentativa de amalgamar varias lenguas destaca que tienen materia común, es decir, constituye una radical autoafirmación de la escritura que la habilita para desplegarse como conciencia propia de un mundo que ya entraba en los violentos cambios que configurarían el siglo XX tardío, con el cual lidiamos ahora. Sin embargo, otros lenguajes se incorporan continuamente a la recreación verbal especializada de la literatura. En El libro de los pasajes Walter Benjamin describe cómo el hierro, el vidrio y el acero cambiaron el concepto mismo de habitar, de andar por la ciudad y del sujeto político. La invención de la fotografía y del cine, la evolución de la arquitectura a partir de los materiales y procedimientos industrializados han tenido una resonancia casi inmediata en las novelas, los poemas y los relatos, y otra mucho más lenta en el periodismo, aún más conservador que la literatura por motivos comerciales. Las primeras reacciones de la generación de los 60 y anteriores ante el entusiasmo general con las redes sociales fueron de rechazo y escepticismo. Los anteriores medios habían llegado a ser funcionales y daban lugar a la creatividad, a veces en grados excelsos. En el mejor de los casos, las redes sociales comenzarían a crear su propio lenguaje desde cero, y en el peor, pervertirían los lenguajes ya existentes con su falta de objetivos y definiciones programáticas. ¿Cómo iba a desplegarse cualquier lenguaje, fuera escrito o gráfico, en tan mínimo espacio, diseñado para la fugacidad? Como si el objetivo primordial de los usuarios, la masa de potenciales clientes que constituye la mercancía de esas redes de naturaleza monopólica, fuera alcanzar niveles de expresión y tensión racional extraordinarios. Con el tiempo, la capacidad de esas redes para fagocitar contenidos favoreció que los usuarios pudieran fabricarse perfiles tan personales como fueran capaces de manejar, tomando en cuenta que la multitud de presencia virtuales es ideal para el exhibicionismo sin consecuencias físicas: todo puede reducirse a un asunto de imagen si se manipulan los sencillos códigos internos, formados por fragmentos de los lenguajes orgánicos que se desarrollan fuera de las redes pero sin compromiso vinculante con éstos. Lejos de exigir el conocimiento a fondo de los diversos lenguajes que ahí se comparten, cada usuario lee el medio conforme sus capacidades, preferencias y curiosidades, pero sobre todo produce sus propios contenidos con base en esa lectura, comprometida acaso con la fugacidad, la variedad y la mutabilidad; con nada más. Este carácter fragmentario, que evoca continuamente a los lenguajes orgánicos sin comprometerse a ser coherente con ellos, le da al intercambio una atractiva velocidad y una ilusoria variedad. El centro de esa vorágine centrípeta es el individuo, que necesariamente se ubica en el centro y va incorporando contenidos ya digeribles para su identidad de usuario –esa que conocen a la perfección los motores de búsqueda y que proyectan en el historial– mientras eyecta esquirlas, astillas, escamas y lascas que no van con su “perfil” y quizá sean lo más interesante para un estudio antropológico. En este sentido, un rechazo como el de la cronista argentina, que en otras colaboraciones ha dejado claro que no tiene cuentas en las redes, interesa porque forma parte de un medio en pleno proceso de migración digital y el formato mismo de su columna, por la extensión y el lenguaje, es idóneo para su consumo en ese ámbito de comunicación, que sigue siendo nuevo y aún gesta sus mejores producciones. Fotogramas del transparente ego Valores como la veracidad, la objetividad y la objetividad de las afirmaciones nunca se significaron en internet con la solidez que tuvieron en otros medios y otras épocas: las redes surgieron cuando los discursos ideológicos y su contradicción con el sustrato social ya nos habían mostrado las peores caras del relativismo ético, de la necesidad de la subjetividad, el escepticismo y la sospecha para la relativa estabilidad psicológica y la esperanza política. El valor último de la clase media contemporánea, consciente de su ubicación social, pero con grandes dificultades para asumir sus causas e intereses, parece ser la afirmación del individuo y el entorno de su elección, aunque la familia sigue fungiendo como un centro gravitatorio de intensidad variable. Eso puede explicar la corriente de narcisismo, retroalimentada con el voyeurismo, que es uno de los motores pendulares de las redes. La adquisición de imágenes que atesorar para la recreación íntima nunca fue el objetivo mayoritario de la fotografía. Si bien durante siglos se realizaron ensayos con el comportamiento de la luz en la cámara oscura y con diversos materiales fotosensibles (hay testimonios desde el siglo VII), el origen de la fotografía moderna fueron los experimentos científicos-artísticos de fijación de la imagen, con propósitos testimoniales y documentales, un uso que conservan incluso los viejos álbumes familiares cuando salen del circuito de exhibición hogareño. La mayoría de esos álbumes consisten en retratos y le otorgan relevancia a ciertos lugares, que con el paso de los años acentúan las diferencias entre ese registro presuntamente objetivo y el complejo de imágenes que se han mezclado con la imagen-acontecimiento amalgamados desde entonces en la memoria. Los recuerdos son mucho más ricos emocionalmente que cualquier imagen, fija o móvil, pero ésta tiene otra clase de fascinación: apuntala la identidad de quien se enfrenta a la pobreza o está en sus umbrales, pero se obliga a saltar hacia estados sociales superiores. Una ínfima pero real parte de este objetivo se cumple cuando otra persona mira la foto donde se corrobora nuestra existencia y algunas de las cualidades que nos pueden ubicar, siquiera por momentos, en los modelos de vida aspiracionales que modelan los medios. Para los jóvenes subir una foto de sí mismos con alguien ajeno a su pandilla es una forma de orgullo o halago, una forma de incorporarlo a su entorno cercano, y aunque se perciba como un flash, queda registrado en el sitio personal como uno de los rasgos distintivos del usuario y a la vez como un signo que lo vincula con el entorno elegido. Cuando existe la intención de ridiculizar, de señalar o cuestionar, la imagen del otro se minimiza, se ridiculiza, se interviene agresivamente con textos o técnicas de collage electrónico. En el aspecto práctico, ¿dónde iban a conservar aquellas tres alumnas de Guerriero esa fotografía? Imprimir y archivar en un libro no es una actividad que se plantee en los hogares actuales. El sitio personal en las redes tiene un rincón destinado específicamente a acumular cronológica y temáticamente el material que representa la vivencia –o la constituye, según los más conservadores– con las ventajas de que se puede acceder desde cualquier dispositivo terminal y las imágenes no pierden calidad ni se manchan de café. La principal desventaja está implícita en el medio: ese almacenamiento requiere el consumo de energía. Ah, y no siempre se pueden ocultar los desnudos de las miradas extrañas, tal como sucede en casa. En cuanto a las vituperadas selfies, sin duda desvirtúan el “conócete a ti mismo”, pero ya lo arrastraron por el fango todas las doctrinas new age, también presentes en la red y hasta en el ideario del activismo más radical. Los pomposos reyes y nobles que encargaron retratos a los pintores no tenían motivos diferentes del adolescente que para enfatizar su propia importancia se toma una selfie y la coloca en el espejo mural, donde el juego de reflejos lo afirma y lo confirma, para los otros hasta la náusea, pero para sí mismo resulta fascinante. Recuérdese aquel aparato que en el filme Tan lejos, tan cerca, de Wim Wenders, arrebata del mundo a quien mira en él sus propios sueños. Un artefacto que hacía lo mismo de un modo más simple y misterioso era “El espejo oval”, de Chéjov. Rieles hacia el horizonte finito El estado actual de las redes se parece mucho al de otros medios: entre la vorágine de basuras y proyectos truncos, se ve surcar viejos usuarios que se adaptan, artistas que rompen y recrean sus lenguajes, gente que descubre temas, nombres y referencias. Sin embargo, tenemos que darle la mayor importancia al peligro económico, político y cultural que entraña toda práctica social controlada por monopolios, y los que controlan las redes ya se enraizaron en la mayor parte del mundo. Han viciado la relación entre su pretendido marco legal y la práctica empresarial, que incluye mil y una formas de capturar a las instituciones. Históricamente, las anteriores innovaciones tecnológicas e industriales se han desarrollado frente a una perspectiva casi infinita de posibilidades de explotación de la naturaleza y producción de los insumos necesarios. Las redes sociales se despliegan conforme crece la conciencia de que la civilización basada en el consumo de energéticos está en crisis; el arte de ficción, esa proyección fantasiosa pero no complaciente, proyecta con insistencia las imágenes probables de su colapso. La producción de computadoras y dispositivos electrónicos compatibles forma parte de nuestra cultura en el actual estadio civilizatorio y está asociada con la explotación de masas malpagadas de obreros. Es factor de miseria, desplazamiento de comunidades, guerras por recursos minerales y energéticos, despilfarro de agua y contaminación ambiental. Es necesario que los productos sean más durables, que sus beneficios económicos contribuyan a reparar las heridas que causan y se repartan con menos desigualdad. Y si los usuarios han de potenciarse también allí como sujetos políticos, cualquier comunidad debe crear sus propias plataformas independientes, con formas transfronterizas y democratizadas de conectarse a las internacionales. Pero al parecer su éxito comercial es el mayor obstáculo para que esta esta industria multifacética sea viable a largo plazo. ________ carista@proceso.com.mx

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