Alternativas culturales (Primera parte)

lunes, 29 de julio de 2013 · 11:14
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante su intervención realizada en abril último en la Mesa de Cultura con miras a la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, el secretario de Educación, Emilio Chuayfett Chemor, enunció varias ideas que han comenzado a volver a animar el debate sobre la cultura en México. En sus consideraciones, que abrevan en los postulados de Justo Sierra, José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet, fustigó a quienes el primero consideró como mandarines culturales que “paralizaban la vida y oponían protocolarios diques retóricos”. Torres Bodet lo expresaba con toda contundencia: hay que ir al pueblo, volver al pueblo, interpretar al pueblo y servir al pueblo. En efecto, la cultura es del pueblo y para el pueblo. Las artes y las letras le pertenecen al pueblo, ya que finalmente es el pueblo el que las crea. La cultura, a diferencia de la educación, no se “da”, y, menos, se “ordena”. En una frase que ha hecho fortuna, “la cultura es a la enseñanza lo que la vida política es al conocimiento de la historia” (Gaëtan Picon). Las ideas de Torres Bodet ponen en relieve el debate que intenta dilucidar el vínculo entre cultura y pueblo, la igualdad de las culturas, las condiciones de la creación, y la función de la creación y de la innovación que controvierte constantemente el status quo ante encarnado por el Estado. El antagonismo natural entre la libertad cultural y el orden social ha sido secular. El orden social debe ser entendido como un activo, en tanto que cualquier limitación a la libertad cultural, ahora bajo la tutela constitucional, es contraria a su esencia. Toda evolución de la libertad cultural entraña una evolución paralela de la sociedad. Toda restricción a la libertad cultural tiende a debilitar a la sociedad y, paradójicamente, deviene en un catalizador del movimiento que pretende neutralizar (Mesnard). Toda nueva institución o agencia cultural plantea una serie de cuestionamientos, específicamente en lo que atañe a la elección de sus alternativas, a la independencia tanto de la creación como de sus actividades. Torres Bodet, una de las figuras preclaras del siglo XX mexicano, se adelantó a su tiempo: privilegió la democratización cultural como una de sus prioridades y la consideró la raison d’être de todas las instituciones del sector. En nuestra época, el artículo 4° párrafo 9° constitucional postula el acceso a la cultura, lo que no tiene otro significado que reafirmar el principio republicano de cultura para todos. El proceso de democratización cultural, también bajo la tutela constitucional, implica la apertura para el acceso a nuestras instituciones, a los sitios y a las expresiones culturales, mientras que la democracia cultural conlleva el reconocimiento y la promoción de nuestra diversidad cultural. Debe hacerse mención de que en este contexto la educación artística se constituye como uno de los vectores de la democracia cultural. Para resaltar lo obvio: un sistema democrático sin “demos” no solamente es una contradicción en sus términos; es puramente “cratos”, Es decir poder. La fórmula de Torres Bodet rechazaba la definición autoritaria de cultura por la cúspide burocrática; es la democracia cultural la que legitima la acción pública, y la eficacia en la democratización de la cultura la que justifica el gasto de dinero público. La cultura no es producto de un gobierno, cuya función debe limitarse a favorecer su creación. Producto e instrumento de la evolución, la cultura se aviene mal con el apparátchik; en el ámbito jurídico existe una total inadecuación con el imperium de la ley. El reclamo de Torres Bodet era claro: evitar una autoridad cultural pública centralista, que determinara lo que debe ser lo culturalmente sustentable, y evitar la emergencia de una élite burocrática de agentes poderosos y potencialmente arbitrarios. La centralización es un impedimento real al acceso de los mexicanos a la cultura. Toda burocracia de la cultura resulta proclive a crear una superestructura que deriva en una funcionalización de este sector, que diluye las responsabilidades de cada agente, que tiende a justificar su propio funcionamiento y que pervierte la vitalidad del sector cultural. El dirigismo cultural de Estado ha sido históricamente un gran fracaso que de manera inexorable se redujo al academismo y e indujo a una letargia cultural que resultan letales para la creación e innovación. Es precisamente el apparátchik que tiende a imponer sus criterios culturales lo que desemboca irremediablemente en una estancación cultural. En este relanzamiento del debate, Letras Libres, en su edición 173 correspondiente a mayo, publicó una entrevista con el erudito francés Marc Fumaroli (L’État culturel), miembro del Collège de France y uno de los grandes estudiosos de las letras francesas de los siglos XVII y XVIII, y un ensayo de Antonio Ortuño (Fonca: Mecenas rico de pueblo pobre). En efecto, el gran equívoco sería considerar que en los hechos la misión del gobierno fuese la de un mecenazgo de Estado, cuya labor se reduciría a ser un simple distribuidor de subvenciones entre los artistas y edificar un Estado-providencia cultural en donde el arte sobreviviría gracias al respaldo de los poderes públicos y a la cultura se le petrificaría como una religión, acompasada con un catequismo correlativo de privilegios. Una de las funciones primarias del Estado es convertirse en un facilitador al crear nuevos vínculos sociales en el ámbito de la cultura. A las ideas anteriores habría que agregar la publicación de una miríada de excelentes ensayos de Gabriel Zaid en la recopilación Dinero para la cultura (2013) que han contribuido a enriquecer este debate, impostergable en nuestra época. Del Estado estético al Estado de cultura   Corresponde a Marc Fumaroli, junto con Michel Schneider (La Comédie de la Culture) y Alain Finkielkraut (La défaite de la pensée) controvertir, a partir del movimiento del 68, los diferentes proyectos culturales franceses iniciados con André Malraux (acción cultural), Jacques Duhamel (desarrollo cultural) y Jack Lang (vitalismo cultural), quienes fueron ministros franceses del sector (Philippe Urfalino). Acotado al ámbito francés, el mismo Fumaroli admite que, a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, cultura se escribió con k de kultur, lo que desliza una crítica a este movimiento por su carácter pangermánico y hegemónico. Esto obliga necesariamente a desplazar el análisis a Europa central. En efecto, el sintagma “Estado de cultura” tiene su origen en el “Estado estético” postulado inicialmente por Friedrich Schiller en la vigésima séptima carta de su obra Briefe über die ästhetische Erziehung des Menschen (Cartas sobre la educación estética del ser humano), publicada en junio de 1795, y distinto obviamente en su concepción del L’État Culturel de Fumaroli. En esta obra epistolar, Schiller propone un Estado estético en el que la voluntad individual se someta a la voluntad general y en donde la belleza se constituya en el elemento común de la sociedad. El arte, afirmaba Schiller, resulta necesario para la cohesión de las sociedades. El sintagma Kulturstaat (Estado de cultura) aparece por primera ocasión en la obra de Johann Gottliebe Fichte Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters (Los caracteres de la Edad contemporánea), que compendia sus lecciones impartidas en Berlín (1804-1805) y se inserta en la corriente del pensamiento idealista alemán (José Gaos). Fichte sostenía que la finalidad de la especie humana es la cultura y que es el Estado el que debe asegurarla, con lo que se concluye que el Estado tiene una clara vocación y una misión culturales. Desarrollado por el pensamiento alemán durante el siglo XIX, en la actualidad el debate sobre el Kulturstaat ha sido continuado, entre otros muchos, por Peter Häberle, profesor emérito de la Universidad de Bayreuth, Alemania, jurista de gran influencia en el pensamiento constitucional, no solamente mexicano sino hispanoamericano. Ahora, en México, la reforma del artículo 4° párrafo 9° constitucional incorpora este sintagma que determina la postura del Estado frente a la creación y a la innovación, y es a partir del texto constitucional que éste se encuentra obligado a desarrollar su acción pública cultural. La “cultura mainstream”   A Torres Bodet el mundo del internet le fue extraño, medio éste que ha resultado ser diaspórico por excelencia, tanto en su producción y en sus alcances como en sus posibilidades de construir. El internet no sólo es capaz de crear una conciencia diaspórica, sino una comunidad virtual en donde se desvanece cualquier política pública de cultura. En este medio la función del tropo “comunidad” adquiere diferentes significados (Anabelle Sreberny). Aun en este contexto, los planteamientos sociales de Torres Bodet continúan vigentes, pero bajo una perspectiva distinta: la forma en la que acceden las clases populares mexicanas a la cultura. La cultura mainstream es polisémica y multiforme. Su primera referencia obligada en nuestra región es la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, en la que, por iniciativa de Canadá, se excluyeron del ámbito del acuerdo las industrias culturales, con arreglo en la fórmula conocida como excepción cultural. Esta fórmula, sobre todo en el ámbito audiovisual y en la industria del libro, es la que, según se anticipa, hará valer la Unión Europea en las negociaciones del tratado de libre comercio con los Estados Unidos que la rechazan por considerarla restrictiva del libre comercio. La cultura mainstream o de mercado (Martel) es dominante, formateada y uniforme, dirigida a un público de masas que se compone de una sociedad homogénea altamente consumidora de productos culturales, especialmente de los elaborados por los Estados Unidos. Lo relevante de nuestra época es que la cultura de mercado se encuentra reforzada por las posibilidades de segmentación y de interactividad infinitas que ofrecen las nuevas tecnologías. Esta novedosa evolución de la cultura mainstream asegura su hegemonía en el futuro inmediato; es parte del soft power estadunidense (Joseph Nye) fundamentado en la atracción y no en la coerción a través de la propagación de sus valores. A este soft power, aunado al hard power, se le ha denominado en la política estadunidense como smart power: combinación de fuerza y persuasión. En la competencia universal, no solamente los gobiernos, sino también los consorcios, específicamente en el ámbito audiovisual, están en la búsqueda afanosa del control del soft power. El debate en nuestra época se centra en los productos culturales, pero también en los servicios. Existe un desplazamiento real de una cultura de productos a una cultura de servicios. El debate ahora es en torno a los contenidos y los formatos culturales que tienden a hacerse universales. En la cultura la competencia aguerrida es por la conquista del mercado a través del audiovisual: el cine, la música y el libro; lo es de intercambio de contenidos a través del internet. La cultura mainstream revela una competencia por el control de las imágenes (Martel), y –habría que agregar– de los sueños y de las fantasías por parte de los países dominantes sobre los países emergentes, en especial los que acusan una penuria en la producción de bienes y servicios culturales. Ahora junto a Hollywood alternan Bollywood en India, Nollywood en Nigeria y Al Jazeera en Medio Oriente, entre otros muchos. Esto ha hecho variar la noción misma de industrias culturales y de empresas culturales, todo un oxímoron por el de industrias de contenido o creativas, consecuencia de la imbricación de la cultura, los medios y el internet. En México, como en Europa, se manifiesta una reticencia significativa por el modelo estadunidense, lo que no ocurre en gran parte del mundo. En Seúl, Taipei y en el mismo Hong Kong hay una clara preocupación por la hegemonía china y japonesa; en Tokio y en Mumbai por la expansión china, y así sucesivamente. En nuestro entorno se ha simplificado mucho la imposición del modelo estadunidense, que, de serlo, presupondría una acción unilateral y de un solo sentido. Más que de una imposición, se trata de una expansión y dominancia del mercado. La reivindicación cultural de la americanidad sencillamente no existe. Sus industrias creativas o de contenido emplean indistintamente productos estadunidenses o locales que se formatean conforme a las necesidades del mercado; describen simultáneamente procesos de homogeneización y de heterogeneización cuya viabilidad proviene de su composición social de inmigración, de culturas, de religiones y de lenguas, y con grandes tensiones sociales internas pero que ha sido capaz de predicar un diálogo cultural. Por ello no es de sorprender que las capitales exógenas de la cultura latina sean Los Ángeles o Miami. El diagnóstico de la sociedad mexicana no es promisorio. Por una parte las clases populares mexicanas, culturalmente estandarizadas, están sujetas a un proceso de uniformidad cultural sin precedentes y expuestas irremisiblemente a los productos de las industrias creativas, fundamentalmente estadunidenses, en grave perjuicio de la genuina creatividad mexicana y, por la otra, a la defensa de un paraíso cultural que tiene como vértice la grandeza precolombina y colonial, de la que somos depositarios, siempre en constante acoso. No se requiere de una gran imaginación para visualizar que esta sórdida y soterrada batalla de fuerzas asimétricas le es totalmente adversa a la cultura mexicana.   *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon Assas.

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