Vida y muerte de un ejecutivo de Slim (Segunda parte)

viernes, 16 de octubre de 2015 · 15:12
La de Adrián Hernández es una historia de éxito vertiginoso y fugaz, seguido de una estrepitosa caída a un pozo sin fondo. El pequeño albañil de Delicias, Chihuahua, que superó la miseria y se convirtió en quien llevó a la empresa telefónica de Carlos Slim a ser la más importante de Colombia, halló la muerte –presuntamente derivada de sus excesos con el alcohol y las drogas, combinados con una muy mala salud– en la indigencia. El pasado 5 de junio encontraron su cadáver en su departamento bogotano. Ahí se cerró la historia del hombre que lo tuvo todo y lo perdió todo. A continuación la segunda parte del reportaje. Vuelta a las andadas A finales de 2012 encontró alivio en unos parches alemanes que se adhieren a los brazos y que ayudan a atenuar los síntomas del párkinson. Esa medicina, y una rutina de ejercicios que le recomendó una neuróloga y que él siguió con disciplina, lo animaron a superar el sedentarismo. Incluso a principios de 2013 viajó a Mazatlán para internarse en Oceánica, centro para tratar adicciones. Pero la efímera desintoxicación sólo le sirvió para regresar a Colombia con un nuevo ímpetu que lo llevó a reencontrarse con la frenética vida de los centros nocturnos bogotanos. Todo en su vida estaba de cabeza. Como quedó impedido para incursionar cuatro años en el sector de las telecomunicaciones como parte de su acuerdo de liquidación con América Móvil, se había metido en negocios desconocidos que no rendían los dividendos que esperaba. Sobre todo porque delegó su manejo en personas que aprovecharon su desorden. La empresa de arrendamiento de autos de lujo y camionetas blindadas se convirtió en un barril sin fondo por el que se esfumó una parte importante de su fortuna. El resto se le fue en mantener el estatus familiar, en pequeños malos negocios, en sus amantes y en parrandas descomunales. De acuerdo con una conocida de Martha Imelda –quien pidió el anonimato–, ésta le aseguró que Adrián era un hombre en tal descontrol, que llegó a meter mujeres al departamento de Altos de Montearroyo y a consumir droga delante de sus hijos menores, Ethan y Adriana, quienes entonces tenían 12 y 11 años, respectivamente. El 5 de marzo de 2013, cuando cumplió 52 años, Adrián se perdió durante tres días con una amiga con la que celebró la fecha en restaurantes, bares, discotecas y un hotel cinco estrellas del norte de Bogotá. Él contaba que regresó a casa con dificultades para respirar y exhalando un vaho de podredumbre. Su esposa y Allen le pidieron que se marchara. En una maletita empacó tres mudas de ropa. Pidió un taxi y se fue. Le dejó a Martha Imelda los últimos saldos de las cuentas bancarias y los dividendos de una inversión. La venta del departamento de Altos de Montearroyo no era opción para evitar la quiebra, pues estaba hipotecado. En los últimos meses, el expresidente de Comcel había subvencionado su vida de vértigo empeñando las joyas de Martha Imelda, sus relojes suizos y artículos electrónicos que extraía de su casa. Eran los restos de la opulencia, que también desaparecían con rapidez. Un consultor empresarial –que pidió omitir su nombre– se encontró con Adrián cuando este se había instalado en una pensión precaria en el centro de Bogotá. “No tenía un peso en la bolsa y estaba muy deteriorado, mal, muy gordo, tembloroso. Hablaba con dificultad, olía a alcohol y se le notaba un guayabo tenaz (resaca terrible). Yo le invité el desayuno, un café, y le di un dinero. La pensión donde vivía era inmunda. Me dio mucha tristeza verlo así”, asegura. A lo largo de 2013 Adrián había de reeditar muchas veces las noches de su niñez en que se iba a dormir con hambre. A finales de ese año pesaba 30 kilos menos que cuando salió de casa. En una ocasión que se quedó sin dinero y no consiguió un préstamo para pagar un hotel, llegó a dormir en una banca del Parque Nacional, en las inmediaciones del centro de la ciudad. Pero apenas conseguía algún préstamo, lo dilapidaba en las guaridas de diversión nocturna que frecuentaba cuando era presidente de Comcel. Una de esas noches atrabancadas conoció a Yuli, una treintañera grande y llamativa de la suroccidental Tuluá. A ella, que pasaba cortas temporadas en Bogotá y regresaba a su ciudad, le llamaron la atención la personalidad mundana de Adrián y su historia de sueños fallidos. Lo ayudó a buscar un cuarto barato donde pasó algunos días. Cuando Adrián cumplió 53 años su vida estaba impregnada por un tufo de catástrofe. Ese día lo pasó bebiendo con otra amiga que le había dado albergue en un pequeño departamento del barrio 7 de agosto, donde proliferan los talleres mecánicos y el comercio de autopartes robadas. Era el miércoles 5 de marzo de 2014 y esa semana se cumplía un año de haber salido de su casa. A finales de abril contactó al director del portal tecnológico Evaluamos.com, Orlando Rojas Pérez, mediante un mensaje de texto. Quería números telefónicos de directores de empresas de telecomunicaciones, para ver si alguno de ellos le daba empleo. Ya habían pasado los cuatro años de restricción que le impuso Comcel en su liquidación para laborar en ese sector. Orlando le propuso ir a desayunar al día siguiente para darle los teléfonos y entrevistarlo. “Pero usted invita –le dijo Adrián– porque yo no tengo dinero”. El 3 de mayo de 2014 Orlando publicó en Evaluamos.com una entrevista con Adrián en la que contó pormenores de su salida de Comcel y dijo que estaba preparado para volver al sector de las telecomunicaciones. Era un mensaje inequívoco para que sus antiguos competidores le abrieran las puertas. A mediados de mayo, la amiga del departamento del barrio 7 de agosto le comunicó que debía marcharse porque recibiría una visita. El sábado 31 de mayo estaba en un parque con sus pertenencias en cajas de cartón. La cabeza le dolía tras una noche azarosa. Mientras comía un sándwich, decidió que se iba a suicidar. En ese momento recibió una llamada de una exejecutiva de Comcel. Ella le pagó tres días de hospedaje en un hotel del norte de la ciudad y le dio dinero para comer. En un supermercado, compró una botella de Jack Daniel’s y un paquete de hojas de afeitar. Luego ingresó a una Iglesia. Adrián contó después a sus amigos que ya en el hotel, cuando se iba a sentar bajo la ducha con una hoja de afeitar para cortarse la arteria radial de la muñeca izquierda recibió una llamada. Era un conocido de parrandas que lo invitó a una fiesta sabatina de hombres solos en la que habría prostitutas. “Como buen sibarita, no me quería perder esa fiesta”, aseguró. En la reunión se reencontró con Yuli y la pasó bebiendo y charlando con ella. Para él fue motivante saber que, aún con sobrepeso y con las limitaciones que le provocaba el párkinson, podía llamar la atención de una mujer hermosa y 20 años menor que él. Lo vieron salir de la fiesta con ella del brazo, pero antes, el anfitrión de la velada le dio el número telefónico de un empresario que lo quería ayudar. [gallery type="rectangular" ids="418374"] Fue una noche que el chihuahuense interpretó como premonitoria. Varias veces contó a sus amigos que el reencuentro con Yuli y la expectativa de una ayuda inesperada lo hicieron desistir del suicidio. Yuli regresó el domingo a Tuluá con la promesa de seguir en contacto. Al día siguiente, Adrián acudió a una cita en un café del centro comercial Unicentro con el empresario interesado en solidarizarse con él. Don Alberto, como pidió el empresario que se le identificara en esta historia, había conocido a Adrián cuando éste accedió a recibirlo unos minutos en su época de presidente de Comcel. Y nunca olvidó esa deferencia. –¿Qué necesita? –preguntó don Alberto a Adrián. –Comer y vivir en algún sitio –respondió–. Mañana tengo que dejar el hotel que me pagó una amiga. Don Alberto caminó hacia un cajero automático y retiró 1 millón de pesos colombianos, unos 500 dólares en esa fecha. –Tenga esto mientras y en unos días mando por usted al hotel para llevarlo a otro lugar –le dijo. El sábado 7 de junio de 2014, Camilo Beltrán, un joven empleado de confianza del empresario, pasó por Adrián al hotel del norte de la ciudad, pagó la cuenta pendiente y lo condujo a Quinta Hidalga, una casa de huéspedes de dos pisos con pequeños “aparta-estudios” (estudios con recámara y cocineta) amueblados que se rentan por temporadas. El exejecutivo se acomodó en una habitación cuya mensualidad, de unos 600 dólares, fue pagada por su providencial protector. Durante varios meses don Alberto se hizo cargo de la renta y los gastos de alimentación de Adrián. El contrato en la casa de huéspedes, ubicada en un barrio de clase media llamado Morato, quedó a nombre de Camilo, quien hizo una estrecha amistad con el exejecutivo mexicano. Camilo se encargaba de los pagos, de estar pendiente de sus necesidades y de acompañarlo en su soledad. “Don Adrián era un hombre muy triste. Le dolía haber perdido a su familia y le dolía su situación”, recuerda. Dentro de sus carencias, Adrián encontró estabilidad en Quinta Hidalga. Tenía techo, comida y nunca le faltaba su Jack Daniel’s. Por las mañanas salía a tocar puertas en las empresas vinculadas con el sector de las telecomunicaciones y a gestionar la venta de unas acciones que habían subsistido a la debacle financiera. José, un taxista de su confianza, era quien lo transportaba. El subsidio de don Alberto lo completaba con los préstamos que a veces obtenía. Un publicista amigo que jamás hizo negocios con Comcel le facilitó 5 millones de pesos colombianos (2 mil 500 dólares). Después del mediodía, almorzaba lo que él mismo preparaba en la cocineta. Por las tardes bebía whisky, escuchaba música romántica y chateaba por WhatsApp y por su cuenta de Facebook con sus viejas amistades, su familia y sus examantes. Entre sus remanentes de exmillonario tenía una computadora Apple MacBook portátil en la que conservaba su música y los archivos de sus ocho años en Comcel. Frente a ese equipo, que posteriormente reemplazó por otro de última generación, pasaba horas consultando portales de noticias. La rutina sedentaria y su gusto por las galletas integrales Tosh, que comía a toda hora, lo hicieron subir otra vez de peso. El volumen monumental de su barriga delataba los 115 kilos que llevaba a cuestas. La obesidad, el párkinson y una vieja adicción al cigarrillo lo convirtieron en un enfermo hundido en el sopor. Pero aunque contaba con ese servicio, era un paciente indisciplinado y renuente a acatar los tratamientos. Y era, sobre todo, un hombre que había encontrado en sus apetitos mundanos una forma irrenunciable de vivir. Esa particularidad se convirtió en un punto de encuentro con Yuli. Ella comenzó a visitarlo cada vez que viajaba a Bogotá y Adrián esperaba con emoción juvenil esos encuentros, que se prolongaban días. Al poco tiempo, la vivaz curvilínea estaba viviendo con él. Flor María Ruiz Moreno, la empleada de servicio de la casa de huéspedes, dice que algunos días Yuli bebía alcohol desde la mañana, y que cuando Adrián salía a reuniones para atender sus asuntos, al regresar la encontraba perdida de borracha. Eran una pareja vinculada por sus debilidades y desventuras. La relación era, para ambos, como un vendaval en el escozor de la carne viva. En sus borracheras él la trataba de “puta” y ella de “viejo putero (putañero)”. [gallery type="rectangular" ids="418373"] Regreso a México Martha Imelda no encontró salidas en Colombia. Y mientras Adrián se sumía con Yuli en la borrasca de la seducción, ella optó por regresar a México con sus hijos. En la ciudad de Chihuahua quedaba una casa propia. La partida definitiva de sus hijos a México hizo sentir a Adrián un aletazo de pavor. No sólo lo enfrentó al desafío ineludible de construir una vida para sí mismo en Colombia, sino a la certeza de la soledad. Yuli actuó en esos momentos como un sedante. Ese mismo octubre de 2014 el exejecutivo concretó la venta de un paquete accionario que se hallaba enredado en un litigio. Por esa operación recibió 613 millones de pesos colombianos, unos 305 mil dólares. Lo primero que hizo fue pagar todas las deudas que había contraído con sus amigos y conocidos. Empezó por reembolsarle a don Alberto la subvención de los últimos meses. A finales de noviembre viajó a Miami a explorar un negocio para distribuir una marca de muebles modulares en Colombia. Le comentó a Camilo que en 2015 echaría a andar ese proyecto, pondría una fábrica de auténticas tortillas mexicanas e invertiría en un taller de confección de fajas. Al regresar a Colombia se mudó con Yuli a un “aparta-estudio” más grande, de dos niveles, en el primer piso de Quinta Hidalga. Además adquirió un iPhone 6 y una camioneta Volkswagen Crossfox nueva, que puso a nombre de Yuli. Evitaba tener propiedades y cuentas bancarias a su nombre pues sus deudas comerciales y fiscales lo hacían sujeto de embargo. El dinero que había recibido en octubre lo manejaba en efectivo, en cheques de caja a su nombre y a través de una cuenta de ahorros de Yuli. A mediados de diciembre viajó con ella a México. En Delicias se la presentó a su hermana mayor, Yolanda, a quien consideraba su segunda madre. Ni su propia familia sabe si fue por prudencia, vergüenza o cobardía, pero Adrián fue incapaz de entregar personalmente a sus hijos unos regalos que les compró, entre ellos un cachorro husky siberiano para la pequeña Adriana. Esa tarea la delegó en su sobrina Íngrid Navarro Hernández. De vuelta en Colombia, Adrián y Yuli pasaron unos días en Bogotá y de nuevo hicieron maletas. Viajaron a Tuluá en la Crossfox para pasar Navidad y Año Nuevo con la familia de ella. Pero el itinerario del último mes comenzó a hacer estragos en Adrián. En medio de las celebraciones del Año Nuevo 2015, Yuli debió internarlo de urgencia en la Clínica San Francisco de Tuluá. Tenía insuficiencia respiratoria severa y un edema. El 8 de enero fue informado por su hermana Yolanda de la muerte de su padre, don Abel. Horas después le dio un paro respiratorio que lo mantuvo 18 días en la Clínica Rey David, de Cali. Lo dieron de alta a mediados de febrero y a finales de ese mes los dos regresaron a Bogotá, ella por carretera manejando el automóvil, y él en avión. Tomó un vuelo que haría una escala en la ciudad de Ibagué. Aunque le dijo a Yuli que debía pasar un par de días en Ibagué para ver asuntos relacionados con su negocio de muebles, lo que en verdad tenía planeado era encontrarse con Ángela, un viejo amor de su época de presidente de Comcel. El encuentro fue emocionante, cuenta ella, y quedaron de seguir en contacto. De nuevo en Bogotá, Adrián y Yuli tenían días buenos, malos y regulares. Él la acusaba de perder el control cuando bebía y a ella le resultaba irritante que él pasara horas, en especial durante sus frecuentes noches de insomnio, chateando por Facebook y WhatsApp con otras mujeres. Adrián negaba las acusaciones y aseguraba que lo que en realidad hacía mientras lograba conciliar el sueño era escribir su biografía en su nueva Apple MacBook Air portátil de 11 pulgadas. El otro equipo lo usaba para respaldar sus archivos. Y era verdad que había comenzado a escribir su autobiografía. De la historia, en la que contaba pormenores de su niñez, su vida adulta, su paso por las empresas de Slim y su declive, supieron Yuli, Ángela, Camilo y su exguardaespaldas Óscar Rico, con quien se reunía frecuentemente. El 2 de marzo recibió desde México una noticia fatal: su hermana Yolanda había muerto. Lloró y bebió whisky varios días, hasta una mañana que se levantó y dijo: “Es hora de ponerse a trabajar”. Yuli, sin embargo, comentó a sus familiares que observaba a Adrián cada vez más irritable y agresivo. Después de un pleito, ella se fue a Tuluá. En su casa dijo que él la golpeó. Eran finales de marzo y, ante la perspectiva de pasar solo la Semana Santa, Adrián invitó a Ángela a Bogotá. Ella viajó desde Ibagué y pasaron varios días juntos en Quinta Hidalga, donde Adrián le pidió a su antigua enamorada darse una nueva oportunidad como pareja. “Yo le dije que sí, que lo intentáramos, porque me aseguró que ya había terminado con Yuli”, indica Ángela. Mientras Yuli estaba en Tuluá y Ángela en Ibagué, Adrián se descomponía. Sus taxistas de cabecera, José y Luis Carlos, se encargaban de llevarle compañía, hasta tres prostitutas a la vez. El propietario de Quinta Hidalga, Bernardo Rozo, le llamó la atención. Le dijo que el lugar no era un hotel de paso. Cuando estaba solo, invitaba a comer a su “aparta-estudio” a Flor, la empleada doméstica, a los taxistas José y Luis Carlos o a Bernardo. También a albañiles de construcciones cercanas que lo remitían a su niñez en Delicias. Flor lo asistía en su enfermedad. Ella le ponía los zapatos y lo ayudaba a vestirse. También le cambiaba en el banco cheques de altos montos y le hacía mandados en la tienda del barrio. Por las noches lo ayudaba a acostarse y le ponía la mascarilla de oxígeno. Yuli regresó a Quinta Hidalga a principios de mayo, pero una semana después volvió a marcharse a Tuluá, esta vez con la Crossfox, que legalmente era de su propiedad, y con 5 millones de pesos (unos 2 mil 150 dólares) en efectivo. Adrián, que estaba en la ciudad de Villavicencio, se enteró de que José, el taxista, le había ayudado a sacar el vehículo de un garaje cercano, a cambio de dinero. Se decía dolido por la “traición” de los dos. En su enojo, Adrián subió a las redes sociales videos en los que aparecía Yuli desnuda y manteniendo relaciones sexuales con él. Días después le pidió a Ángela, con quien intercambiaba mensajes de voz y texto todos los días, irse a vivir con él. “Necesito un motivo por el cual vivir”, le dijo. Acordaron que Ángela dejaría su empleo el 18 de julio y que ese día Adrián iría por ella a Ibagué para traerla a Bogotá. [gallery type="rectangular" ids="418377"] Muerte súbita Su autobiografía iba tan adelantada que a lo largo de mayo dio entrevistas a los principales medios colombianos, desde la revista Semana hasta Blu Radio y Caracol Televisión. En ellas hizo referencia a su ascenso y caída como ejecutivo de Slim, a su vida de excesos y a su voluntad de salir adelante. El 4 de junio acudió a una cita médica de rutina y a una consulta odontológica en la que le extrajeron una muela. Después del mediodía habló con Camilo, quien quedó de ir a almorzar tacos con él al día siguiente. Por la tarde, salió con Luis Carlos al supermercado y regresó alrededor de las siete de la noche. Le comentó a Flor que ya se iba a acostar porque se sentía cansado. Y a Luis Carlos le pidió pasar el viernes a las ocho de la mañana por él, pues tenía otra cita médica. El viernes 5 de junio Luis Carlos se presentó a la hora convenida en Quinta Hidalga. Golpeó la puerta, pero Adrián no abrió. –Está dormido –le comentó a Flor–. Tóquele más fuerte. Como no hubo respuesta, Flor, que tenía llaves de todos los departamentos, abrió la puerta. Cuando vio a Adrián recostado en su cama con el rostro blanquecino y sin su mascarilla de oxígeno, supo que estaba muerto. Enseguida llamó al número de emergencias 123. Eran alrededor de las ocho y media de la mañana. Unos 15 minutos después se presentaron al lugar dos patrulleros de la Policía Nacional. Los agentes constataron que Adrián no tenía signos vitales y notificaron el hecho a la Fiscalía General de la Nación, que a su vez informó al consulado de México en Bogotá. Cuando Bernardo se hizo presente en la casa de huéspedes, después del mediodía, ya estaban allí los médicos forenses Sandra Carolina Silva Puerto y Daniel Peña Ramírez, y la agente del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía, Oliva Gaspar Tobar. La agente del CTI inspeccionó el departamento y los médicos forenses practicaron un examen físico al cuerpo. Flor y Bernardo les proporcionaron los documentos de Adrián y su historia clínica, que él guardaba en una carpeta. Los forenses encontraron antecedentes de párkinson, hipotiroidismo, apnea del sueño, hipertensión arterial no controlada, dislipidemia (concentración de lípidos en la sangre) y obesidad mórbida. De acuerdo con el informe, fechado el 5 de junio de 2015 y suscrito por el coordinador médico del grupo, Daniel Peña Ramírez, “no se evidencian en la escena signos de violencia” ni “signos de trauma y/o violencia” en el cuerpo. La muerte de Adrián, señala el documento de tres páginas, fue “natural, ocasionada por sus múltiples comorbilidades (coexistencia de varias enfermedades) y su alto riesgo cardiovascular”. Los médicos forenses estimaron que la muerte de Adrián se produjo entre las 11 de la noche del jueves y las dos de la mañana del viernes, y que fue producto de un paro cardiorrespiratorio. “No fue envenenado”, comentó la doctora Silva Puerto. Camilo regresó a la casa de huéspedes cuando Bernardo le avisó que si él no recibía el cadáver de su amigo, éste sería llevado al Instituto de Medicina Legal. A la una de la tarde la noticia ya era conocida en toda Colombia. La radio, la televisión y los portales informativos le habían dado gran despliegue a la súbita muerte del expresidente de Comcel “en una pensión triste y oscura”. Mientras los peritos terminaban sus labores, Camilo permaneció en el departamento junto con Flor y Bernardo. Al hacer un recorrido por el lugar, se dio cuenta de que faltaban las dos computadoras Apple MacBook de Adrián. Flor está segura de dos cosas: que esos equipos estaban allí el día previo al hallazgo del cadáver, y que ya habían desaparecido cuando ella ingresó al apartamento por primera vez el viernes 5 de junio. A las 16:10 horas una carroza fúnebre se estacionó frente a Quinta Hidalga. Yuli estaba afuera pues Camilo y Bernardo le impidieron la entrada. Su hijo Allen llegó de México esa noche y al día siguiente se presentó en la Quinta Hidalga. Entró por primera vez al sencillo departamento donde la muerte había sorprendido a su papá. Recuperó lo que pudo: dinero en efectivo, electrodomésticos, dos televisores, el iPhone 6 y baratijas, como un cochinito de barro que pintaba por las tardes el expresidente de Comcel. Las computadoras nunca aparecieron. Allen regresó a México con las cenizas de su padre y con la certeza de que la habitación del difunto había sido sometida a un pillaje quirúrgico entre la noche del jueves 4 y la mañana del viernes 5 de junio. Para Óscar y Camilo fue descorazonador que el joven no hubiera presentado una denuncia en la Fiscalía. Sólo así podría iniciarse una investigación del robo y de las circunstancias de su muerte, pues el caso, judicialmente, está cerrado. Pero ellos entienden los apremios de Allen y su familia por ponerle punto final al estremecedor desenlace de la vida de Adrián. El sepelio del niño albañil que llegó a las alturas como ejecutivo de Slim y que terminó en la quiebra por cuenta de sus excesos fue el jueves 2 de julio en el cementerio municipal de Delicias, su ciudad natal. Días después apareció otro presunto hijo de Adrián, de quien nada se sabía. Tiene 22 años y es muy parecido a él. Martha Imelda decidió que las cenizas fueran depositadas junto a los restos de su hijo Aldros. Ella aspira a que allí haya quedado sepultada, también, toda esta historia. “La vida y el tiempo de Adrián terminaron”, dice Martha Imelda del otro lado de la línea. “Lo conocí como estudiante, como profesional, como ejecutivo, como todo, y esto ya se los platiqué a mis hijos. Cuando las personas se van, únicamente hay que pedir en oración que estén en paz.” Lee la primera parte del reportaje aquí. Este reportaje se publicó originalmente en la edición 2032 de la revista Proceso, del 11 de octubre de 2015.

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