Nueva estrategia hacia Estados Unidos: ¿posible?

domingo, 24 de abril de 2016 · 11:18
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hace unas semanas comenté en este semanario (Proceso 2053) la sorpresa que despertaba en algunos medios de comunicación internacionales el silencio del gobierno mexicano ante los agravios que el candidato a la nominación del Partido Republicano de Estados Unidos, Donald Trump, infería a México y a los mexicanos. Hoy las cosas han cambiado. El gobierno ha dado un giro en la política hacia Estados Unidos al nombrar a un nuevo embajador y a un nuevo subsecretario de América del Norte en la cancillería. Las tareas que emprenderán esos funcionarios se pueden deducir de sus perfiles profesionales; no hubo boletín de prensa o comunicado que informe sobre las acciones que se intentan poner en pie. El nuevo embajador lleva una larga carrera en los consulados más importantes de México en Estados Unidos, y el nuevo subsecretario se ha movido en el campo de la promoción de imagen bajo el concepto, un tanto polémico, de “marca país”. La necesidad de fijar nuevos derroteros se puede explicar por dos motivos. El primero, las movilizaciones en Estados Unidos en particular, aunque no únicamente, entre líderes del Partido Republicano contra la posible nominación de Trump como candidato a la Presidencia. El temor a los efectos de semejante nombramiento en los intereses financieros y corporativos de grandes empresas se ha hecho sentir en la prensa y en la televisión de ese país. Se abre entonces una oportunidad, que hasta ahora no había ocurrido en una campaña electoral, para que México propicie una movilización al interior de aquella nación que contribuya a inclinar la balanza en contra del probable nombramiento de Trump. Está por verse si existen el tiempo, la voluntad y la destreza por parte de nuestro gobierno para hacerlo. El segundo motivo es el enojo que ha despertado Trump entre los mexicanos de aquí y de Estados Unidos. Las piñatas y judas quemados con su imagen, el avance en la cohesión de los mexicano-estadunidenses que, por primera vez, se interesan en unir fuerzas, adquirir la ciudadanía y salir a votar en su contra y, por otra parte, la actividad de partidos políticos de oposición en México que han elaborado cápsulas televisivas con el grito de “A México se le respeta” no permiten que el gobierno permanezca indiferente. Independientemente de lo que se lleve a cabo antes de la elección del 4 de noviembre, el efecto más importante del antimexicanismo alentado por los candidatos republicanos es tomar conciencia –en México– de las omisiones, descuido e indiferencia del gobierno hacia Estados Unidos durante el presente siglo. Cierto que no se trata solamente de México. Los dirigentes de ambos países se distanciaron desde que el 11 de septiembre de 2001 cambiaron las prioridades de la política exterior de Estados Unidos, que priorizó la lucha contra el terrorismo y dejó en segundo lugar, muy por detrás, las relaciones con el vecino del sur. Quince años después, no hay mecanismos ágiles de comunicación, objetivos claramente establecidos, metas a cumplir. El problema de fondo para México no es cómo actuar en la coyuntura electoral, sino cómo fijar estrategias de largo plazo con quien ocupe la Casa Blanca a partir del próximo año. Las relaciones entre México y Estados Unidos tienen rasgos sobresalientes cuyo conocimiento es indispensable para fijar dichas estrategias. Lo primero es la intensidad del vínculo entre los dos países –sin paralelo con otros casos de relación bilateral– desde el punto de vista de la integración productiva, de la alta participación de la mano de obra mexicana en la economía de Estados Unidos, de los acuerdos en materia de seguridad existentes, la corresponsabilidad en materia de tráfico de drogas y la presencia creciente de la cultura mexicana en el país del norte. Esa relación tan diversa e intensa está acompañada, desafortunadamente, de un notable deterioro de la imagen de México entre la opinión pública de Estados Unidos. Diversas circunstancias han contribuido a ello: la violencia en varias regiones de nuestro país (cubierta, profusamente, por los medios de comunicación estadunidenses); el ánimo antiinmigrante que caracteriza a los miembros radicales del Partido Republicano agrupados en torno al Tea Party; la mala opinión que se tiene de la corrupción en México y, en particular, del pobre funcionamiento de su sistema de justicia. Semejantes percepciones mejoraron ligeramente en 2013 para volver a la tendencia negativa a partir de septiembre de 2014. La poca simpatía hacia los mexicanos no la inventó Trump, ya estaba allí, él la ha aprovechado. Esa vulnerabilidad, sumada a la incertidumbre sobre el panorama político que dominará en Estados Unidos con posterioridad a las elecciones de noviembre estrecha el campo de maniobra del gobierno mexicano para trazar estrategias de corto y de largo plazos; el escepticismo es justificado. Sin embargo no es ocioso señalar cuatro requisitos que serían indispensables para cumplir la tarea. El primero: estabilidad y profesionalismo de los funcionarios responsables. Tres subsecretarios para América del Norte en tres años, ninguno de los cuales estaba familiarizado con la política hacia Estados Unidos, no es un buen antecedente. Segundo: coordinación entre las agencias gubernamentales que tienen mayores responsabilidades en la relación con Estados Unidos: Relaciones Exteriores, Gobernación, Defensa, Marina, Economía, Educación (urge la creación del gabinete de política exterior). Tercero: diálogo y acción coordinada con sectores de la sociedad civil, como empresarios, organizaciones no gubernamentales, líderes de los mexicanos en Estados Unidos, académicos, grupos de pensamiento. Y, finalmente, fijación de prioridades en los ámbitos centrales de la agenda: comercio e inversión, migración, manejo de frontera, seguridad y energía, entre otros. Los desmanes de Trump han cohesionado a los mexicanos en Estados Unidos. Ojalá también sirvan para cohesionar la política del gobierno hacia el país que ocupa el sitio de mayor importancia en nuestras relaciones con el exterior.

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