La historia contrarreloj de José Carlos Herrera y su obsesión: bajar de los 20 segundos

domingo, 2 de abril de 2017 · 12:45
Su obsesión: correr los 200 metros –una prueba legendaria del atletismo– en menos de 20 segundos. Por lo pronto, José Carlos Herrera ya venció algunos obstáculos: el derrumbe de su situación familiar, la bancarrota y la cárcel, las lesiones, los accidentes absurdos, la indolencia gubernamental y las críticas sin sentido que se ensañaron con él tras los Olímpicos de Londres y Río de Janeiro. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- José Carlos Herrera nunca soñó con estar en unos Juegos Olímpicos. Su sentido del deporte se reducía a las cascaritas futboleras de fin de semana con sus amigos. No pensó en convertirse en un atleta de élite. La necesidad de obtener una beca académica en el Tecnológico de Monterrey lo empujó a una pista de atletismo. Y su talento lo convirtió en velocista. El tesón lo llevó a Londres 2012 y Río 2016. Su deseo por trascender lo arrastra a erigirse como el único mexicano en correr los 200 metros planos por debajo de los 20 segundos. En 2008, con 22 años, Herrera aprendió el abecé del atletismo de velocidad. El entrenador Enrique Germán descubrió el tamaño de su zancada cuando lo veía en la pista del Tec de Monterrey. José Carlos era saltador y entrenaba con Francisco Olivares. Había llegado pidiendo una oportunidad para ser deportista y así garantizar el pago de la colegiatura. De atletismo sabía lo elemental que aprendió en la preparatoria. Su sentido común le permitía ver que corría más rápido que sus amigos, que saltaba más alto. Enrique Germán le hizo unas pruebas. Detectó que con un entrenamiento diseñado especialmente para él, Herrera alcanzaría la élite mundial. Se lo hizo saber. El muchacho le creyó. Se puso a trabajar. Por más que le dijeron que ya estaba viejo para eso y que no lo lograría, con la ingenuidad de quien cree que todo es posible pensó que si los atletas caribeños y estadunidenses corren los 200 con marcas cercanas a los 19 segundos, él, que corría en más de 21, también podría. “No me puse prejuicios. Le daba duro todos los días. El entrenador me ofreció ser atleta mundialista y olímpico. Me abrió una puerta y dije: ‘Vamos a meternos’. En México todo el mundo siempre te echa para abajo, pero no hice caso. Aquí muchos me dijeron: ‘Estás muy grande para eso’. En lugar de decir ‘sí, es cierto, ya me voy a retirar’, dije: ‘Estoy en desventaja con los atletas de afuera. Si ellos crecieron en cinco años yo voy a hacerlo en tres’, y aceleré el paso. “A los dos meses fui tercer lugar nacional en 200 metros y califiqué a un NACAC Sub 23. En tres meses ya estaba en un certamen internacional compitiendo por México. Eso me dio mucho orgullo. No me quité la inocencia porque no quiero ver realidades mías para que no se me quiten las ganas. Corrí 21.70. Ahí empezó todo.” El drama que lo agigantó Herrera concluyó el bachillerato en el Liceo Monterrey, un colegio del Opus Dei al que asisten los hijos de los regiomontanos de las clases más acomodadas. Pero en cuestión de meses su situación cambió. Los problemas económicos le empañaron el panorama a su familia. Su padre le dijo a él y a su hermano que no había para pagarles la universidad. Si querían estudiar en el Tec de Monterrey se la pagarían ellos mismos. El empujón lo sacó de su zona de confort. Trabajó en un call center para pagar la matrícula en Ingeniería Civil. Estudiaba y trabajaba, pero pronto se quedó sin dinero. Se dio de baja un semestre. Fue entonces cuando pensó en probarse como atleta. No tenía nada que ofrecer. Creía que no tenía talento. Pero era peor no intentarlo. Olivares lo aceptó en su equipo de saltos. Consiguió una beca de 50%, que le aliviaba la vida. En su casa sólo había sombras. Su padre fue acusado de un delito fiscal. El problema fue tan grave que terminó en la cárcel. Al cabo de año y medio fue exonerado y recuperó la libertad. Pero ese tiempo fue suficiente para dejar en la ruina económica a los Herrera. Pasaron de tener una posición desahogada a no tener ni para comer. “A mi papá le podían dar hasta 12 años en la cárcel. Al final hubo justicia. Ese cambio radical hizo un click positivo en mí. Si no hubiera ocurrido no sería atleta porque no habría tenido la necesidad de la beca. Mi papá me hubiera pagado la colegiatura y no tendría que esforzarme por levantarme a las seis, y pararme una friega de cuatro horas entrenando desde las siete. Quería estudiar una carrera, luego supe que tenía talento y tuve la disposición de esforzarme. “Veía que a mis compañeros les daban becas de comida, una residencia aquí o más viáticos y yo también los quería. Trabajé para ganármelos. Gracias al Tec me desarrollé en esa etapa. Tuve el aliciente de la beca, luego el de los viajes a competir; después el de ir a los Juegos Centroamericanos, Panamericanos y Olímpicos. Encontré recompensas muy buenas. Empezó por necesidad y se transformó en gusto.” La fortuna quiso que José Carlos Herrera coincidiera con Enrique Germán, un hombre que, asegura, nació entrenador. Se recuerda desde chiquillo jugando beisbol y corrigiendo a sus amiguitos en el campo. “Endereza el cuerpo al batear. Agáchate más al fildear”. Estuvo en distintas escuelas de Estados Unidos, donde estudió Ciencias del Ejercicio. Al graduarse buscó allá trabajo como entrenador. Durante años, Enrique Germán guardó las cartas en las que decenas de universidades le agradecieron haber aplicado para el puesto de entrenador… pero ya habían encontrado al ideal. La Universidad de Arkansas en Little Rock le ofreció trabajo como asistente de entrenador de velocidad, vallas y relevos. Ahí se quedó cuatro años. Pasó por la Southern Illinois University y luego por Jackson State University en Mississippi, hasta llegar a Hampton University en Virginia, una institución de División I de la NCAA, donde durante dos años fue el entrenador en jefe. “Era exitoso, mis atletas tenían buenas marcas. Un entrenador me dijo: ‘No eres bueno. ¿Has entrenado atletas mexicanos que vayan a Juegos Olímpicos? Cuando lo logres, serás bueno’. Un día vine a Monterrey a una competencia en el Tec y Francisco Olivares me dijo que estaban a punto de abrir un puesto de entrenador para generar atletas para competencias mundiales y del ciclo olímpico. Me gustó la idea y aquí estoy. Dejé el puesto de entrenador en jefe y me vine como asistente y ganando menos dinero.” A José Carlos Herrera lo conoció cuando el muchacho entrenaba con tenis porque no le alcanzaba para comprar spikes. Herrera no olvida que sus calcetas estaban tan desgastadas que el resorte parecía holán. Le daba pena andar así, con los tenis rotos que se comían las calcetas. Por esos tiempos Sigifredo Treviño, director de Deportes del Campus Monterrey, era entrenador de fondo. Se le partía el alma de verlo así. Le regaló 10 pares de calcetas de una marca que Herrera estima que costaban unos 300 pesos cada par. “Trescientos pesos eran mis gastos de una semana. Yo estaba como si fuera una persona hambrienta. Agradezco esos gestos porque por más pequeños, me han ayudado. Los hago parte de mi equipo, como los hermanos Villarreal, que nunca me han cobrado y son mis fisiatras, o aquéllos que me dieron comida. Mis logros son de todos ellos. Cuando empiezo a ganar medallas, empecé a arrastrar ejemplo. Dije: ‘Lo que hago no sólo trasciende en mí, trasciende en otras personas. Quiero trascender para mi país’.” En los chequeos de control, José Carlos Herrera le ganaba a todos los velocistas aunque él aún era saltador. Enrique Germán comenzó a moldearlo. “Corría feísimo, con una técnica mala; casi cayéndose, pero se desplazaba mucho”, dice el entrenador. Mejorar la técnica de carrera fue la labor primordial. Al corregir la postura se modifica el centro de gravedad, entonces aumenta la aceleración. Todo enfocado a un mismo fin: correr más rápido. “Es un trabajo fino. Si baja la cadera cuando corre, hay que ayudarlo a subirla. Había que corregir la pisada. Escuchas cómo pisa y sabes que la cadera está baja. Los corredores lentos corren en la pista, los velocistas corren sobre la pista. Cuando un fondista corre, se escucha el golpe. El velocista acaricia la pista”, explica. La mano del entrenador se reflejó en las marcas de José Carlos Herrera. A los Juegos Olímpicos de Londres 2012 calificó con 20.57 segundos, lo que indicaba que podría alcanzar las semifinales. Tenía 26 años, apenas cuatro como velocista. Ya en la competencia fue eliminado en su primera carrera. Terminó penúltimo con 21.17 segundos. Las lesiones han mermado su rendimiento. En 2015, que pintaba para ser un año exitoso, le ocurrió lo inimaginable. Estando en Holanda, se dirigía al estadio de atletismo en autobús. El transporte frenó estrepitosamente y el regiomontano salió disparado. Se desgarró la espalda baja. Se perdió los Juegos Panamericanos de Toronto y el Mundial de Atletismo. En enero de 2016 calificó a Río 2016. Su mejor marca del año, 20.17 segundos, se quedó corta de los 20.13 que Enrique Germán había calculado. En su segunda cita olímpica dio otro paso adelante respecto de Londres. Avanzó a la ronda de semifinales, con 20.29 segundos. Después se desplomó. Finalizó en octavo lugar del primer hit eliminatorio de la semifinal de los 200 metros, con 20.48. Con base en la marca de 20.17 segundos, Enrique Germán realizó una proyección rumbo a Tokio 2020. En teoría, Herrera debe mejorar 1% cada año, durante los siguientes cuatro. Esto significaría que este año su mejor marca debe ser 19.97 segundos; en 2018, 19.57; en 2019, 19.38 y, en 2020, 19.18. Se escribe fácil. El reto es titánico. Si una de esas marcas no se alcanza, el porcentaje de la proyección se modificará a 0.5%. Así podrá hacerse una estimación de si, con 34 años, Herrera podría ser el primer mexicano en correr una final olímpica en los 200 metros. Por lo pronto, ya calificó al Campeonato Mundial de Atletismo, que tendrá lugar del 4 al 13 de agosto, en Londres. Consiguió el pase en el All Comers Track and Field 2017, que se celebró en la pista de atletismo del Centro Deportivo Olímpico Mexicano (CDOM). La marca solicitada por la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) fue de 20.44 segundos. Herrera registró 20.38. La otra carrera A la par de ser velocista, José Carlos Herrera ha realizado una carrera de resistencia y obstáculos fuera de la pista. Es la misma que la mayoría de los atletas mexicanos: formarse solos, sin el acompañamiento de las autoridades que tienen en sus manos la formación de deportistas de alto rendimiento. En ese camino, se van quedando muchos talentos que no aguantan. Hasta antes de calificar a Río 2016, en enero de ese año, Herrera viajaba sin entrenador, médico ni fisiatra a las competencias internacionales. Su compañera de viaje era una pelota de softbol amarilla con la que se masajeaba el cuerpo molido por el esfuerzo. Los viajes corrían por su cuenta. En sus ratos libres trabajaba como preparador físico de sus amigos, que le pagaban por diseñarles un plan de entrenamiento que los pusiera en forma. De ahí salía para comprar los boletos de avión a Europa o Estados Unidos, el hospedaje y las comidas. “Ahorraba unos 50 mil o 60 mil pesos que se me iban en un momento. Mi entrenador me decía: ‘Con que llegues allá, después ves cómo le haces’. Eso mata. El atleta tiene muchos trabajos: ser hijo, estudiante para que tengas de qué vivir cuando se acabe el deporte, empleado para ganar el dinero que te sostiene. No creas que porque tocas la puerta te la abren. Ahí es donde los talentos se truncan. Como hijo de familia, yo batallé en mi casa. ‘Mamá, estoy muerto, necesito descansar. No, mijito, te la pasas dormido’. La cena: ‘Hay chicharrón en salsa verde’. ‘Mamá, esto no me va a nutrir. Dame proteína’. ‘Es lo que hay, aquí no es restaurante’. “Como estudiante, desveladas para hacer los proyectos, trabajos en equipo y sacar buenas calificaciones para mantener la beca académica. Trabajar medio tiempo para hacer todo lo demás. Como atleta, entrenar todos los días a las siete, descansar para evitar lesiones; pedir apoyos para campamentos y competencias y que te digan ‘no hay dinero’ o, peor, que no te digan nada y te dejen con la incertidumbre. Esta pelea es la que ha retirado a muchos.” En 2016, con la calificación a los Juegos Olímpicos en la bolsa, las circunstancias mejoraron tanto en el Instituto del Deporte (Inde) de Nuevo León como en la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (Conade). El monto de las becas económicas que le otorgan se incrementó sustancialmente y fue autorizado el proyecto que junto con el metodólogo Daniel Moncayo le presentó a Alfredo Castillo. El gobierno se tardó ocho años en atender a un atleta mexicano. Empezó a sentirse ligero. Su compromiso fue lograr marcas que lo ubicaran en el top 10 mundial. A cambio pidió un equipo multidisciplinario que lo asistiera en todo momento. Antes de Río, hizo dos campamentos en Phoenix con algunos de los mejores velocistas del mundo, estuvo en Europa y en el Caribe. El Inde y la Conade cubrieron los gastos. “Avancé porque cuando llegó el apoyo me quitaron la incertidumbre. En Río nos tiraron mucha basura por resultados. Me criticaron sin saber en qué condiciones entreno. Dijeron ‘compitió en su hit de semifinal olímpica y hasta ahí llegó’. No me pueden comparar con Usain Bolt o con Andre de Grasse, yo no tengo ni la mitad de lo que ellos tienen. Ni yo me comparo, porque, si no, me descalifico yo solo. “La diferencia entre los atletas de élite y los rústicos, los que somos atletas orgánicos, es muy grande. Necesitamos el apoyo integral, necesitamos estar acompañados, pero no sólo es ‘ahí te va el dinero’, porque existe la posibilidad de que el atleta se lo gaste en otra cosa.” Este reportaje se publicó en la edición 2106 de la revista Proceso del 12 de marzo de 2017.

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