Inyecciones limpias, prevención sanitaria para adictos

sábado, 2 de septiembre de 2017 · 09:21
Dado el fracaso total de la criminalización de las drogas, que aparte del tráfico ilegal y sus violentas secuelas provoca miles de muertes por sobredosis y contagios, en Canadá funcionan desde 2003 salas de inyección supervisadas, donde los adictos pueden aplicarse sus dosis. Pese a la oposición de los sectores conservadores, la práctica ha tenido buena recepción y se están abriendo más de esos centros, concebidos como un servicio de salud. Montreal.- Desde 2003 en Vancouver existe Insite, un centro de inyección supervisada para toxicómanos, el primero en el continente. Tuvieron que pasar 14 años para que el gobierno canadiense aprobara la apertura de otros tres sitios en Montreal (comenzaron a operar el 19 de junio). Los organismos Cactus y Dopamine cuentan con salas fijas, mientras que L’Anonyme la tiene instalada en una furgoneta que por las noches recorre zonas de alto consumo. “No hacemos apología de las drogas. Somos un servicio de salud que busca proteger a sectores vulnerables y también al resto de la población. El objetivo es mejorar la calidad de vida de las personas”, dice a Proceso Julien Montreuil, director adjunto de L’Anonyme, en la furgoneta una mañana, pues los centros de inyección de esta ciudad prohíben la entrada a la prensa en horas de servicio. Tanto las salas fijas como la ambulante se rigen por el mismo protocolo. Las personas quedan registradas en su primera visita en una base de datos, ya sea con su nombre real –bajo confidencialidad– o con un seudónimo. Un trabajador social y una enfermera asignada por el Ministerio de Salud de Quebec le preguntan al usuario qué drogas ha consumido en las últimas 24 horas y qué sustancia cree que se inyectará (estos centros no poseen aún máquinas capaces de analizar muestras). El individuo se sienta en un cubículo que cuenta con un espejo, una mesa metálica e instrumental nuevo (jeringa, toalla esterilizante, liga, agua purificada, filtro, cuchara para calentar la mezcla, gasa). Los centros jamás suministran drogas. Los usuarios llevan sus dosis y deben inyectarse ellos mismos (condición ineludible), aunque la enfermera puede ayudar a localizar una vena. Luego de la inyección, el instrumental es destruido. Se invita a la persona a permanecer unos minutos más en la sala, a fin de detectar eventuales síntomas de sobredosis. “No podemos obligarla a que se quede si no lo desea, así como nadie está forzado a venir a usar nuestros servicios. Sin embargo, siempre buscamos compartir la mayor información posible”, señala Montreuil. Antes de ingresar a un centro fijo, Richard (nombre ficticio) accede a intercambiar algunas palabras. Dice que viene varias veces por semana. Tiene cinco años consumiendo cocaína vía intravenosa: “Todo está muy limpio y puedo hablar con gente que no me juzga. Es duro vivir en la calle”. Montreuil precisa que antes la mayoría de los adictos en Montreal se inyectaba cocaína, pero hoy reinan los opiáceos. L’Anonyme trabaja desde hace 28 años para reducir los contagios por enfermedades, ya sea por agujas o prácticas sexuales, mediante sesiones de información, distribución de preservativos, jeringas limpias y, ahora, con una sala de inyección. “Nos enfocamos en los consumidores con difíciles condiciones: sin domicilio fijo, con salud descuidada y pocos medios de subsistencia, aunque las puertas están abiertas para toda clase de gente”, dice Montreuil. Juliette (nombre ficticio) tiene 25 años y consume opiáceos, sobre todo heroína, desde hace dos. Comenta que está consciente de que su situación es distinta a la de la mayoría de las personas que frecuentan estos sitios: tiene trabajo fijo, cuenta con estudios universitarios, vive en un departamento con amigos, tiene pareja. Sin embargo utiliza los servicios de una sala fija: “Lo hago cuando estoy sola y quiero consumir, para protegerme ante una sobredosis”. Dice que el trato es bueno, pero hay algo que le provocó incomodidad al principio: “Me sentí como en un hospital. Inyectarse es algo muy íntimo, una práctica privada. Me he ido acostumbrando. Conozco a varias personas que jamás vendrían, justamente por esa sensación”. El miedo a una sobredosis ha convencido a Juliette de frecuentar un centro de inyección. Miles de consumidores canadienses de opiáceos comparten este temor, aunque de forma más pronunciada desde el año pasado. Según el Ministerio de Salud federal, en 2016 fallecieron 2 mil 458 personas por sobredosis. La principal provincia afectada ha sido Columbia Británica (935 casos en 2016 y 488 en los primeros cuatro meses de 2017). Alberta y Manitoba también han arrojado incrementos importantes y, de igual forma, aparecen cada vez más decesos en el este del país. Sin contagios ni sobredosis Canadá tiene un problema similar al de Estados Unidos: por distintos padecimientos, miles de personas han recibido medicamentos a base de opiáceos, los cuales pueden provocar una alta dependencia. Gran parte de estos individuos queda a expensas de nuevas recetas médicas, busca las sustancias en el mercado negro o incursiona en la heroína. También Canadá ha sufrido un elevado número de sobredosis por el fentanil y el carfentanil, opiáceos de alta potencia utilizados para adulterar la droga vendida en las calles. La apertura de los centros de inyección en Montreal forma parte de los esfuerzos para enfrentar esta ola mortal. Otros puntos de esta estrategia incluyen una mayor distribución de naloxona (un fármaco que ayuda en casos de sobredosis) y una acrecentada vigilancia aduanal, ya que los alijos de fentanil y carfentanil provienen principalmente de China. “Nos concentramos en evitar las sobredosis. Los usuarios de drogas no saben qué están consumiendo, así que es fundamental brindarles protección”, afirma Montreuil. Al mismo tiempo, cita otras ventajas de las salas de inyección: menor número de jeringas tiradas en parques y banquetas, reducción del intercambio de estos instrumentos (frenando así la transmisión de VIH y hepatitis C) e información para que los adictos se beneficien de otros programas de apoyo. Los centros de inyección en Montreal abrieron sus puertas luego de un largo periplo legal. Insite de Vancouver comenzó a operar en 2003, bajo un permiso especial del gobierno liberal de Jean Chrétien, a modo de excepción a la Ley Federal de Control de Drogas y otras Sustancias, para que la policía no hiciera acto de presencia. El conservador Stephen Harper, primer ministro de 2006 a 2015, renovó este permiso dos años, pero luego anunció su suspensión ya que, según él, ponía en riesgo sus políticas de combate al narcotráfico y representaba un peligro social. El sitio de Vancouver siguió abierto, mientras los actores a su cargo recurrían a la Suprema Corte de Canadá. Finalmente los jueces anunciaron en septiembre de 2011 que Insite podría funcionar sin trabas, con el argumento de que su cierre impediría a los usuarios tener acceso a los servicios de este centro, lo cual pondría en riesgo su salud y su vida. Harper respondió al fallo de la Suprema Corte con una serie de disposiciones para obstruir la creación de nuevos centros. El pasado mayo, el gobierno de Justin Trudeau aprobó una ley que facilita, en cuanto a reglamentos criminales y sanitarios, la apertura de sitios de inyección. En esos días Jane Philpott, ministra de Salud, señaló en el Parlamento: “Pruebas concretas muestran que los centros supervisados salvan vidas y no provocan el aumento del consumo de drogas o de delitos en los barrios”. Los resultados de Insite apoyan sus dichos: desde su apertura hasta 2015, la sala de Vancouver registró más de 3 millones de visitas, atendió cerca de 5 mil casos de sobredosis sin muerte alguna y redujo las cifras de contagio por VIH y hepatitis C. Los cálculos subrayaban de igual manera que, en promedio, 30% de los usuarios de Insite acceden a participar en programas de desintoxicación. La mayoría de las fuerzas políticas apoyó la apertura de los centros montrealenses, al igual que asociaciones médicas, investigadores universitarios y grupos comunitarios. Miembros del Partido Conservador propusieron la creación de comités para que los habitantes cercanos a estos sitios expusieran su opinión. El Ministerio de Salud federal consideró, sin embargo, que esta idea representaba un acto de estigmatización hacia una población vulnerable que tendría acceso a un servicio sanitario específico. La prensa de Montreal ha informado sobre el descontento de algunos vecinos. “Me preocupa que las personas bajo los efectos de la droga provoquen escándalos. Nos han dicho que estos sitios son buenos para toda la sociedad. Esperemos que así sea y no sólo para la gente que los frecuenta”, manifiesta el dueño de un local de comida rápida ubicado a pocos metros de un sitio de inyección. “Tuvimos un escenario parecido cuando comenzamos con los programas de cambio de jeringas, pero después la gente se percató de que no había problemas”, apunta Montreuil. Por su parte Denis Coderre, alcalde de Montreal, ha pedido paciencia en distintas ocasiones a los ciudadanos que muestran reservas frente a la iniciativa. “Muchas personas esperan resultados en muy poco tiempo. Aquí hablamos de una inversión de 12 millones de dólares canadienses por parte del gobierno de Quebec. Puede parecer una cifra elevada, pero los beneficios económicos de este programa de prevención serán altos a mediano y largo plazos. Pensemos en el ahorro en las arcas públicas: tendremos menos gastos legales y en el sistema de salud. Los efectos positivos de Insite lo han demostrado. “Cuando un individuo viene a inyectarse, es un acto responsable para él y para los demás. No ocultamos los problemas vinculados con las drogas, pero hay que aportar distintas soluciones. No podemos dar la espalda a esta gente”, afirma Montreuil. Anne-Marie Trépanier es trabajadora social en Méta d’Ame, un organismo de Montreal que trabaja en la reinserción social de personas que hayan dejado atrás los opiáceos o que busquen consumirlos controladamente. Este centro tiene un comedor comunitario, ayuda a encontrar alojamiento y, además, funge como puente con instituciones que proporcionan metadona para reducir síntomas de abstinencia. “Estas personas necesitan ayuda específica para volver a funcionar en la sociedad: reconstruir relaciones familiares, obtener empleo, velar por su salud. Los centros de inyección forman parte también de estos esfuerzos”, comenta a Proceso en la sede de Méta d’Ame. Un segundo sitio de inyección en Vancouver abrió sus puertas a finales de julio, el cuarto en Montreal; brindará sus servicios desde este otoño y ciudades como Toronto y Ottawa están en la antesala para inaugurar los suyos. “Los enfoques basados en la criminalización o en cerrar los ojos no han dado resultados. El gobierno liberal ha optado por una visión pragmática. Las ventajas son mayores que los inconvenientes”, afirma Montreuil, evocando los beneficios del centro Insite de Vancouver, al igual que experiencias similares en otros países, como Suiza, España y Alemania. Montreuil subraya que a mediados de septiembre se publicará un informe sobre los primeros resultados de los centros de inyección montrealenses, ya que aún es temprano para mostrar datos. Evita por ende indicar el promedio diario de personas que atiende la unidad móvil. La Dirección de Salud Pública de Montreal ha estimado que las salas podrían recibir conjuntamente de 200 a 300 visitas por día. Juliette expresa: “Hay que dejar de lado las reacciones basadas únicamente en las emociones. Los centros de inyección son una buena noticia para nosotros los consumidores y para la sociedad”. Algunos canadienses no comparten su opinión, pero otros muestran apertura respecto a enfoques alternativos frente a la complejidad del tema de las drogas y sus impactos. Este reportaje se publicó el 27 de agosto de 2017 en la edición 2130 de la revista Proceso.

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