La invención de la nostalgia

domingo, 2 de septiembre de 2018 · 09:27
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1998, Roberto Bolaño hace decir a su personaje Auxilio Lacouture, en Los detectives salvajes: “Y entonces yo llegué al año de 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí, que sentí su olor en los bares, en febrero o marzo de 1968, pero antes de que el 68 se convirtiera realmente en el 68. Ay, me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y, al mismo tiempo, no vi nada. ¿Se entiende? Yo estaba en la Facultad cuando el Ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la Universidad no hubo muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra conciencia por siempre! Pero yo estaba en la Facultad cuando los granaderos y el Ejército entraron y arrearon con toda la gente. Yo estaba en el baño.” Conocí, como muchos, a quien estaba detrás del nombre literario. Para el movimiento estudiantil de 1986-87, el del CEU, la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo era una insignia que nos ligaba con la poesía de vanguardia –cuando lo que eso quería decir se resolvía con Rimbaud y Verlaine– y el 68. Desdentada, el cabello blanco hirsuto, con la mano huesuda pinta de flores de panteón, Alcira era una bruja buena. Llenaba el pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras con poemas que, al mismo tiempo, eran diseños de letras y colores y marchaba con nosotros contra las medidas restrictivas del rector Jorge Carpizo. Era la voz socavada que, al final del coro “Fi-Fi-Fi-losofía”, irrumpía: “Y Leeeetras”. Entre asambleas, vistiendo sus vestidos a los que cosía espejos, pedazos de estambre, fotografías, Alcira vivía entre el departamento del entonces consejero universitario de los estudiantes, Antonio Santos, y una pequeña oficina que el director, Arturo Azuela, le había respetado en vista de que, según ella misma decía, le sacudía los libros al poeta León Felipe, como Bolaño escribe en su novela. Alcira tenía todo para ser parte de una leyenda que combinaba el 68 –se queda tomando agua del baño durante dos semanas en la Torre Uno de Humanidades–, con la idea de aparecer como La Maga de la Rayuela de Julio Cortázar, y su poesía pictográfica, mimeografiada, en collage acompañada de su voz perpleja: La felicidad será para todos. Cada uno portará un sol Una estrella tan ardiente como sonrisa de niño. En un mundo tan embriagador que no tendrá lazo con la feria y los saludos congelados. La felicidad será para todos cuando el amor gire la tierra Me acuerdo de ella ahora que el Museo Universitario de Arte Contemporáneo le abre una exposición a su leyenda. La curan Antonio Santos y Amanda de la Garza, con los papeles que pudieron rescatar de su casi expulsión de México. Durante 1987 me contó episodios nebulosos a cambio de cigarros que prendíamos con cerillos (una vez me incendió, por descuido, la valenciana del pantalón): que si se había aventado embarazada del coche andando de su marido, un doctor, cuando le avisó que a donde conducía, Cuernavaca, iban a un intercambio de parejas; que se había alimentado de un libro de Pedro Garfias durante su escondite en 1968 y que desde entonces no paraba de recitar por las mañanas: “Yo sé que ya mi voz se va perdiendo, / yo sé que ya mis ojos/ vuelan poco, /sé que de tanto ya sentirme loca /loca me estoy volviendo”; y que mi obligación, por culpa de mi nombre, era hablarle en italiano y debía repetirle en ese idioma “el amor que mueve el sol y las demás estrellas”. En ese entonces, a mí me interesaban más los chismes que me corría sobre los maestros y las alumnas de teatro, que cuando, abstraída, se ponía a recitar el poema de Rimbaud en el que les puso colores a las vocales: negro, blanco, rojo, verde y azul. Había llegado a México 35 años antes, a los 29 años, el 7 de mayo de 1952, como becaria de un centro latinoamericano de educación básica para un Congreso en Michoacán. Acá conoció a León Felipe que muere el mismo día que el Ejército mexicano toma Ciudad Universitaria. En el octavo piso de la Torre de Humanidades, donde José Revueltas la evoca –“la amo, pero no con deseo, no sexualmente”– decide poner en los altavoces de la huelga estudiantil un disco con la voz del poeta muerto. Con ello, como escribe en una hoja que manda a una hermana en Montevideo, “gané un pueblo y una metáfora”. En efecto, Alcira pegaba en el pasillo de la Facultad, el aeropuerto, sus hojas llamadas “Poesía en armas”, un recordatorio de que, en sí misma, ella encarnaba las rebeliones de estudiantes de los cincuenta para acá. Procura migajas qué darles a los pájaros del jardín interior de la Facultad, el que da a un costado del Aula Magna y, una mañana, con el café, me dice: –Yo me voy a morir como un pájaro. –¿Cómo se mueren los pájaros, Alcira? –le digo, como siempre, atento a la línea delgadísima entre la poesía y la locura. –Sin dientes –me dice, riéndose como niña, los ojos pícaros azules, y se tapa la boca con la mano huesuda. Revueltas la evoca así en la entrada del 30 de septiembre de 1968 de su diario: “No recuerdo hace cuánto conocí a Alcira en el café de Sonora. Creo que era diciembre del año pasado. Estaba en una mesa y, mientras escribía en una pequeña hoja de papel, lloraba en silencio. Terminó de escribir, hizo con la hoja un sobre diminuto, y fue a mí mesa para entregármelo. Ella temblaba y sufría, no cesaba de llorar. Su estado psíquico era casi alarmante. Me hizo sufrir también. Todo se le había aglomerado en el alma: la guerra de Vietnam, la persecución de los negros, el vacío y el dolor de la vida”. Elena Poniatowska la retrata en el funeral de Rosario Castellanos (Ricardo Guerra, como director de Filosofía y Letras, fue el único que le dio un salario en la Universidad), empapada, repartiendo sus hojas mecanografiadas, desconsolada. Y, tras hacerla personaje en Los detectives salvajes y dedicarle una novela completa, Amuleto –“el canto de los estudiantes”–, Roberto Bolaño sintetiza su metáfora: “Ella es la testigo amnésica de un crimen que trata de recobrar su memoria”. Es el 68 y, con él, todas las masacres latinoamericanas. La tarde que los estudiantes la fueron a despedir en el aeropuerto, el de los aviones, no el de los pasillos, no fui. Era mediados de 1988 y lo que me contó días después el consejero universitario fue terrible: “Lloraba y pataleaba. No se quería ir. La tuvieron que amarrar”. Moriría, según las actas uruguayas, un 30 de junio de 1997, en el Hospital de Clínicas de Montevideo, de una “bronconeumonía bilateral”, tras una larga temporada en los infiernos que creía estaban en el fondo de los floreros. Acaso alguna mañana la oiré, de nuevo, diciendo su poema: Ahora (sin paréntesis) las últimas  palabras que te escribo En prosa cotidiana como correspóndeme regreso con (mí-silencio) con (mí-flecha rota) con (mí-hambre) con (mí-sitiar) Y mis trampas Y mis lamentaciones Y mi qué importa (en el mes próximo te amo) Y tú te quedas con tu desengaño Y tu-tiempo perdido Y tus oídos destrozados Y tu te amo. Y tu ser amigo Y tu/ta te ti to tú (Asombrado): “Mañana me voy mañana. Mañana me voy de aquí”. (Canción ranchera) Yo me voy de aquí…

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