Una muchacha

domingo, 12 de enero de 2020 · 01:03
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los nuevos años siempre nos ponen delante de un viejo huesudo, cabizbajo y harapiento que agoniza y un bebé rozagante que se anuncia. Es nuestra forma de representar el tiempo como una sucesión generacional. Es una metáfora –el “como si”– tan vieja como las seis ediciones de un poema sobre un maestro y una muchacha que conocemos como “El lay de Aristóteles”. El poema del siglo XIII se ha atribuido tanto a Henri d’Andeli, un universitario de Normandía, como a Henri de Valenciennes, un escribano de la corte de Flandes que participó en la cuarta Cruzada a Constantinopla. Es una historia escuchada y, luego, versificada en un idioma desaparecido, el picard, y versificada en “lay”, es decir, lírica en verso corto. Pero, como todas las metáforas, lo que nos interesa a los simples lectores es la distancia que nos acerca, es decir, qué de la historia nos dice algo sobre nuestra propia experiencia. La historia es un poco humillante para el maestro. Ocurre durante la conquista que Alejandro Magno hace de la India. Ahí conoce a una muchacha de la que no se puede separar ni un minuto, descuidando el gobierno de su imperio, a las tropas griegas y egipcias que lo siguen en sus conquistas, y hasta su educación. Aristóteles, que es su tutor, le reclama que haya dejado todo por una mujer. Alejandro trata de distanciarse de ella pero no lo logra y acaba por confesarle que todo es porque Aristóteles se ha empeñado en definir su amor como irracional. Así que la muchacha toma la iniciativa. En un jardín que da a las ventanas de ambos, del conquistador y del filósofo, empieza a arreglarse el cabello con flores mientras canta. Aristóteles queda prendado en el instante y la toma por la túnica. Ella le pide, entonces, una prueba de amor: que lo deje montarlo como a un burro y que la lleve por todo el jardín. Aristóteles acepta. Y es así que su pupilo, Alejandro Magno, admira complacido cómo el maestro ha sido convertido por el deseo en una apacible cabalgadura. Entonces, va y le reclama: –Tú, que me prohibiste verla, ¡estás hasta tal punto menguado, que no guardas ni una pizca de tu juicio y te comportas como una bestia! –Dices la verdad –le responde Aristóteles–, pero también puedes aceptar que yo no estuve errado al temer que pudieras arder, si yo mismo, un anciano, no pude evitarlo. La metáfora le sirve a quien la haya hecho poema para referir, al menos, dos asuntos: que no hay que reprender a otros por lo que uno mismo haría en sus mismos zapatos, y que “el amor vence todo”, como cierra el poema citado. “El lay de Aristóteles”, más tarde, se tomó como un juicio aristotélico sobre la supremacía del deseo sobre la inteligencia. O, mejor, cómo las dos cabalgan: el deseo de saber sobre el pensamiento. Pero, en el poema, el deseo es sexual. Así que, también, puede ser sobre el saber mismo que no puede estar sólo detrás de una ventana que da al jardín, sino que requiere que salgamos a que nos cabalgue. La contemplación no puede resistirse a la carne. La torre desde la que el emperador Alejandro y el filósofo Aristóteles ven a la muchacha bailando es la imposibilidad de la mente de separarse del mundo. Juan José Arreola transfigura la historia en algo menos humillante para el maestro Aristóteles que, en su cuento, se resiste ante la muchacha que baila, cerrando las cortinas y tratando de escribir. Pero se le aparece en sueños: él, caminando en cuatro patas mientras una musa cabalga sobre su espalda. Al final del cuento, Arreola distancia aún más la metáfora de la experiencia sexual: “Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero, sobre ellos, cabalga la Armonía”. Hace de toda la metáfora un asunto literario donde el deseo sexual es la famosa sublimación. Pero, ¿qué hay de la muchacha? En el poema medieval aparece como la que logra derrotar tanto al guerrero como enloquecer al sabio. Es más fuerte que el ejército más grande del mundo y más importante que el juicio del maestro. La conquista de la tierra o de la verdad se desvanecen ante su presencia. Esta muchacha que pone flores en su pelo, que baila, canta y, en una de las versiones del poema, juega a subirse y no la blusa, pone todo en cuestión porque hace a los dos hombres importantes preguntarse justamente por lo importante y, además, se burla de ellos. Es como si la misma muchacha apareciera en otra historia, la de Tales de Mileto, ya referida en esta columna bajo la lectura que de ella hace Hans Blumenberg, en La risa de la muchacha tracia. La historia podría ser prima de la de Aristóteles en la India. La recuerdo en la versión de Esopo: Tales de Mileto va viendo el cielo estrellado mientras camina en una noche en Tracia. De pronto, cae en un agujero. Una muchacha que lo ha observado suelta una carcajada: –¿Acaso eres uno de esos que quiere entender lo que hay en el cielo pero no sabe por dónde pisa? El metaforólogo Blumenberg recorre los principales usos de esta historia tan antigua desde Platón y Tertuliano hasta Voltaire, Kant y Nietzsche. ¿Quién es esa muchacha? Porque lo que queda claro es quién es el teórico que cayó en el pozo: es el que se ha sustraído de la familiaridad para desplazar su mente hacia lo más distante. Ella puede ser la esclava inculta, ajena a toda teoría que no sea lo familiar y cercano, o una diosa cuya risa le da al accidente del pozo una dimensión tragicómica. Las diosas están en la Tierra y no en las estrellas, parecería ser una lección de la historia. ¿Por qué ríe la muchacha? Por un alivio de que a ella no le afecten ni las estrellas ni los pozos en la noche. Si uno sigue la secuencia de interpretaciones de la metáfora del teórico y el pozo en el que cae, puede encontrarse que a la muchacha se le pone nombre en el siglo XI: Yambe. De acuerdo a lo que sabemos de los Misterios de Eleusis, Yambe era una criada de la pobre Deméter, la diosa de la tierra, que había perdido a su hija Perséfone en el infierno griego, el Hades. Deméter busca precisamente algún pozo, un túnel, que la lleve hasta su hija, pero todo lo que encuentra en un bosque es a Yambe que le canta unos poemas. La música de sus palabras distrae a la madre de su pena y la hace reír. Hasta la fecha, “yambo” es una métrica de los poetas: una sílaba breve seguida de una larga. Agradecida por la distracción y el alivio, la diosa de la tierra le entrega el saber de la agricultura del trigo a la tribu de Yambe. A ella se la lleva como criada para que la distraiga de la gran injusticia del tiempo: que lo hecho no tiene retorno. Hay algo que conmueve en la historia del astrónomo cayendo al pozo y la muchacha que ríe. Y es lo que Heidegger ve en ella: tanto el teórico, que no ha sabido que lo más cercano es lo más incomprensible, como la criada, que se ríe por una especie de incomprensión del trabajo de pensar. Ninguno de los dos sabe bien lo que hace en medio de una noche, en caminos que tienen pozos, es decir, de la vida y sus azares. La pregunta de la criada es sobre quién es ese ser enterrado por no ver. “Uno de esos” es cualquiera que busque un sentido a la existencia, a la forma en que funciona el universo, a la teoría. Ella, en cambio, no se preocupa por eso y sólo se ríe de su propia incomprensión. Es trágico que se haya caído, es cómico el por qué. Pero también es trágico que la criada no entienda y no le importe. Hay un malestar en la historia de estas dos muchachas, la de Aristóteles y la de Tales de Mileto. Es el de los combates entre teoría y práctica, entre abstracción y vida, lo lejano y lo cercano. Entre la ciencia y la filosofía: de alguna forma, el astrónomo que ve el cielo cae al pozo sin preguntarse lo que le cuestiona la muchacha filósofa: “Tú, ¿quién eres? ¿Eres uno de esos?”. Él no se ha preguntado quién es por andar preocupado por el movimiento del cosmos. De igual manera, en la chica que obnubila el juicio del conquistador de tierras o de verdades hay un malestar entre lo que pensamos sobre el deseo y el deseo mismo, entre admirar la belleza de lejos y experimentarla en su bestialidad, en su violencia de flores abriéndose y flores secándose. Y así, volvemos al año viejo y al año nuevo. Ustedes dirán que, al escribir esta columna, a lo mejor caí al pozo o acepté cabalgar con paso incierto por un jardín que sólo conozco de lejos. Lo único que pido es que sean ustedes, lectores fieles, la muchacha. Esta columna se publicó el 5 de enero de 2020 en la edición 2253 de la revista Proceso

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