Gabriel Vargas, una épica

martes, 25 de mayo de 2010 · 01:00

El escritor Carlos Monsiváis, cuyos ensayos comenzaran la revaloración para la cultura popular mexicana de la obra del dibujante Gabriel Vargas --fallecido hoy martes 25 de mayo-- a mediados de la década de 1970, publicó, asimismo, el 21 de septiembre del 2003 en las páginas culturales de Proceso número 1403, el texto que a continuación se reproduce para nuestros lectores.
 
De la picaresca como defensa ante la corrupción solemnísima

Noticia bio-bibliográfica
El 18 de septiembre pasado, el seminario de Cultura Mexicana le entregó al historietista Gabriel Vargas la medalla "José Vasconcelos", su máxima presea. Antes del inicio del acto, Vargas comentó: "Ya nadie le hace caso a los historietistas".
Tiene y no razón. Si se toma en cuenta la pobreza de estímulos del medio y el desconocimiento de las aportaciones del cómic, juzgado siempre por sus muestras deplorables, don Gabriel no ha pasado inadvertido, y La Familia Burrón es reconocidamente un clásico. También, si se advierte la calidad del trabajo de Vargas, falta todo por evaluarse. No existe una sola colección completa de sus más de 60 años de labor, y ya no se conoce ni se ha publicado en libros una serie magistral, Los Superlocos o Don Jilemón.
A esta antiépica de la picaresca dedico estas notas.
El 14 de marzo de 1918 nace Gabriel Vargas en Tulancingo, Hidalgo. La precocidad es uno de sus signos: en 1929 gana un concurso de dibujo internacional infantil en Osaka, y en 1930 obtiene una beca (que no ejerce) para estudiar dibujo en París. Desde 1935 se dedica al cómic. En 1936 --según informan Armando Bartra y Juan Manuel Aurrecochea en su investigación imprescindible Puros cuentos--, publica en Jueves de Excélsior su primera historieta, Frank piernas muertas, muy deudora del cómic norteamericano, en especial de Milton Caniff, en ese momento el dibujante por excelencia, el inventor de un "exotismo asiático" de gran influencia en diversos medios. En 1937, en la misma revista, Vargas da a conocer su primera serie humorística, Virola y Piolita, que acusa dos lecturas, la de Andrés Audiffred en el dibujo y la de Germán Butze en la trama. En 1938, inicia en Pepín, revista diaria de historietas, la serie Los Superlocos. También edita (escribe y dibuja) La vida de Cristo, Sherlock Holmes, La vida de Pancho Villa, Los Chiflados, La del doce, Don Jilemón, El Caballero Rojo (un aviador alemán en la Primera Guerra Mundial), Poncho López, Los Superlocos y La Familia Burrón, llamada al principio El Señor Burrón o Vida de Perro.

De la irrupción de la picaresca capitalina

A finales de la década de 1930, aparecen en México, ya independizados de los periódicos, los cómic-books, llamados "historietas", "monitos", o peyorativa y descriptivamente, "pepines" y "pasquines". En los años siguientes, se venden decenas de miles de ejemplares de Pepín, Chamaco, Paquito, Paquín, fuentes de la imaginación colectiva (multiclasista), de vigencia que sólo viene a menos en la década de 1980, cuando el prestigio artístico y cultural del cómic y el fastidio y el empobrecimiento de las clases populares provocan la caída de las historietas en los puestos de periódico, reemplazadas en buena medida por la baratura sexista. Pero durante medio siglo, el cómic es el espacio de la alfabetización y el deleite humorístico, melodramático y fantástico al que se acercan lectores de cualquier edad. La historieta es el género familiar que, en un orden similar al del cine y la radio, influye en los niños, casi en la misma proporción que en los adultos.
En Pepín, y no obstante la relación de época con otros cómics, Los Superlocos es una serie muy original, y lo es por el habla desenfadada, la imaginación desbordada y, sobre todo, el uso de las atmósferas de la picaresca, del personaje o los personajes que estafan y se burlan de todo para quedar al final como estaban al principio (El pícaro es un aventurero circular). El personaje central de Los Superlocos, don Jilemón Metralla y Bomba, es un gran pícaro y un cábula (término insustituible que define al que molesta para reírse, y se gana espacios sociales a través del choteo y de la carga arrabalera del relajo.) Jilemón, y esto es novedad, no conoce límites ni se inmuta ante la crítica:
--¡Viejo conchudo! ¡Cínico! ¡Ladrón! ¡Sinvergüenza! ¡Haragán! ¡Viejo Cuerón! ¡Poca lucha!
--Eso que me están diciendo, ya me lo ha dicho toda la gente. Mejor díganme tío, eso no me lo ha dicho nadie. (En Pepín, julio de 1939.)
Jilemón es despiadado, transa, encajoso, majadero, holgazán, ansioso de clasificarse como el hombre más conchudo del mundo. Al don de la invectiva, le añade su condición pantagruélica. No come para saciarse, sino para ratificar su insaciabilidad. He aquí un menú típico: cochinitos enteros, torta gigante con cabezas de pollo, mole, mollejas, arroz, frijoles refritos, aguacate, queso añejo y chiles curados. Y el apetito apenas comienza. Con él alcanza su culminación la tendencia que ve ocasión de fiesta en el oportunismo y el saqueo, y preludia la masificación de logreros y "robolucionarios". Y Jilemón es, también, en el universo del cómic, el primero en recibir elogios por su rapacidad:
--¡Chihuahua! ¡Qué casa tan pomadosa tiene el patrón!
--Y como ves, compaíto, la ha hecho a puros trinquetes. Es muy vivillo Jilemón. (Pepín, agosto de 1939.)
Al irse extinguiendo la dimensión social de la Revolución Mexicana y fortalecerse el capitalismo salvaje, Vargas es uno de los forjadores del espíritu crítico que observa las celebraciones de la corrupción, el ascenso de las clases medias y la modernidad selectiva. Si los gángsteres se adueñan del escenario previo discurso patriótico, los pícaros, que nada más abusan y se aprovechan, se ven exaltados en el teatro de revista, el cine y el cómic. En función de esto, el protagonista de Vargas es, sin poderlo evitar, un punto de referencia para medirse con la gran corrupción; él medra donde puede, y se divierte a lo que da. Así por ejemplo, los episodios de su vida como diputado son magníficos, y es un gran arquetipo del "Padre de la Patria".
Ningún otro granuja del cómic mexicano posee la consistencia de Jilemón en el dibujo "infantil" y las tramas ingeniosas, en la fealdad divertida y el atropello. Al caricaturizar el ánimo de abuso dominante, el personaje se mueve a sus anchas en la ciudad que abandona su inercia al defenderse de "mordidas" y despojos, y que al hacerlo cambia de mentalidad. (Ésta sería la moraleja: "Si no protejo mi inocencia, no podré transar a los demás"). Aportación de la malicia que se aburre con los melodramas, don Jilemón es un favorito del público multigeneracional. A los niños les divierte su impudicia, los jóvenes le roban el estilo verbal (el de Tin Tan es un equivalente), los adultos reconocen en su proceder las tácticas de políticos y empresarios.
No es un esfuerzo aislado el de Vargas. Casi debido a una intuición conjunta, el cómic mexicano de esas décadas produce, en su vertiente humorística, las claves de adaptación a la ciudad todavía comprensible, pero ya a punto del desbordamiento y la deshumanización que es un santo y seña. Al tiempo que Los Superlocos, aparecen Máximo Tops de Abel Quezada, Rolando el Rabioso de Gaspar Bolaños V., Los Supersabios de Germán Butze, A batacazo limpio y La Bruja Rogers de Rafael Araiza, Chivo y Chava y La familia Cursi-Lona de Bismark Mier.
Se puede afirmar sin exageración que, en materia de influencia popular, este conjunto historietístico se halla a la altura de las aportaciones del primer Cantinflas, al también perfeccionar el sentido del humor, el "vacilón", y el relajo de sus "favorecedores y amigos".
Deudores inevitables del cómic estadunidense, y cada uno a su manera, los historietistas mexicanos asimilan lo obvio: en sí misma la ciudad es un proceso modernizador, y el humor es uno de los grandes puentes entre lo agrario y lo citadino, entre la rigidez provinciana y el cinismo de la gran capital. El cómic enriquece el habla inventada por el cine, y afina a diario los métodos de arraigo en la ciudad nada más solidaria a horas fijas.

"No te fijes cómo llego, lo bueno es que no me voy"

La iconografía de Jilemón es notable, y mezcla satisfactores del espíritu infantil con incursiones en el humor "surrealista". El personaje cabalga en caballitos de madera, no trae zapatos sino calcetines con los dedos de fuera, su sombrero de charro ostenta la leyenda "Viva Yo-Viva Yo" o "Viva México-Viva México", se disfraza de mujer para chantajear, toca de pronto el guitarrón, cambia casi en cada dibujo de sombrero (a semejanza de Groucho Marx en las escenas bélicas de Duck Soup), usa de bastón un perro o un pollo desplumado, es grosero y gozosamente inmoral:
--¡Ya te lo he dicho, chaparra, que cuando estoy vacilando con mis cien criadas no me gusta que me molesten!
El repertorio de Los Superlocos se integra con la asistenta doméstica de Jilemón, Cuataneta ("Chaparra patas de tejolote", que encarna a regañadientes a la Sufrida Mujer Mexicana), y los muchachos, héroes sin prestigio: Nepomuceno, Aniceto y un gringo, Chavito. A esto se le añade Pompeyo, el hijo de Jilemón, sufrido y honrado siempre a dieta de hambre, y el hermano de Cuataneta, el Gúen Caperuzo, la némesis de Jilemón, ranchero imbañable y bravucón, de negrura proveniente de sucesivas capas de mugre, y de pistola o "matona" muy a mano. Pero nadie desplaza a Jilemón del centro de la acción. A la disposición convenenciera de las circunstancias, don Jilemón es, si algo, un entendimiento canallesco de la realidad, fruto de la otra moral social condenada verbalmente y ensalzada en la práctica.
Con el humor corrosivo entonces considerado "propio de los niños", Vargas prodiga símbolos y escenas costumbristas y fantásticas de un México adorador del relajo y chusco-sin-saberlo, inocente y amoral a la fuerza, contrariado y feliz en la pobreza. En este ámbito, en el que la modernidad resulta en gran medida de las combinaciones de tecnología, saqueo de recursos nacionales y aceptación devocional de lo que apenas se entiende, Jilemón, por el desenfado en su actitud y en su intención semidelincuencial, es básicamente moderno, es decir, alguien ya no sujeto a la noción del pecado o de la culpa, seguro de eludir las reprimendas administrativas, y satisfecho de la deshonestidad que califica de "astucia".
Jilemón es la audacia y el triunfo efímero, la insolencia y la cobardía, el ingenio y la falta de previsión. No se exime de oficio alguno, y es contratista, abogado pleitero, luchador enmascarado, empresario de taquerías homicidas, político postulante... En un episodio, Jilemón persuade a su propia abuela, Mamá Loretito, que le dé dos millones de pesos para fundar un asilo. Por vía de mientras, se gasta el dinero y concibe su estrategia justificadora mientras oye la música suave ejecutada por su numerosa orquesta de sirvientas. Mamá Loretito le envía del pueblo un grupo de ancianos para el inexistente asilo, y Jilemón los convierte en mendigos para su propio beneficio. En otro episodio, se ofrece a presentar "El puerco más grande del mundo", un elefante al que le cortó la trompa.
A esta distancia, y con las muestras a mi disposición (más la memoria agradecida), atribuyo la gran importancia de Los Superlocos a su invención de un espacio humorístico, en el que la fantasía satírica se sustenta en el diálogo vertiginoso y graciosísimo y en el dibujo de un pueblo compuesto de caricaturas graciosísimas. Y hay también un retrato vivaz del logrero, atento a la acumulación veloz y al dinero que todo lo redime. Jilemón es la síntesis bufonesca y, por lo mismo, exacta del término depredador ("Si soy Tarzán, me llevo la selva a mi casa"), y su voracidad hallará su semejante en el desarrollismo del sexenio de Miguel Alemán, donde los políticos que serán empresarios todo lo devastan sintiendo a su actitud maravillosa, y si los apuran, chistosa. En el proceso, las tramas, asombrosamente renovadas, son un viaje circular en torno de las maldades de Jilemón, y la recreación del habla urbana.
Sin publicidad adjunta, Vargas le da entrada en el cómic a la visión salvaje y depredadora de "la modernidad", lo que, desde una perspectiva feminista queriéndolo o no, continúa Borola Tacuche de Burrón, el personaje culminante de Gabriel Vargas.

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