El Mesías: una música libertaria

sábado, 21 de diciembre de 2013 · 15:06

  A Lorenzo Rafael, con el deseo de mitigar su injusta desdicha.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Ancladas a una tradición cercana a las tres centurias, las ejecuciones del oratorio Messiah de Gëorg Friedrich Händel (1685-1759) se han sucedido anualmente sin interrupción alguna desde su estreno. Ocurrió éste el 13 de abril de 1742 en el Neal´s Music Hall de Dublin, Irlanda, mas a partir de la primera representación en la capital del Reino Unido ?23 de marzo de 1743?, se instauró la costumbre de interpretarlo, no sólo en los periodos de pascuas, sino en toda celebración natalicia. Estipuladas en Londres, las recurrentes ejecuciones encontraron eco inmediato en los principales países de Europa, trasplantándose al continente americano aún en el siglo XVIII. Se tocó por vez primera en Nueva York en 1770 y ya en el decimonónico comenzó a escucharse en nuestro país en manos de las embrionarias sociedades filarmónicas de entonces. Empero, más allá de la raigambre que la obra ha cimentado en el espíritu navideño, descuella una petición hecha por el propio Händel que dejó de acatarse y que sería deseable, incluso obligatorio, rescatar. Tiene que ver con la caridad cristiana y con el valor tangible que el arte puede aportar en términos de beneficio social. El compositor se rehusó desde un principio a recibir cualquier remuneración por su obra y decretó que las ganancias obtenidas por ella tuvieran fines muy concretos. Para entenderlos a cabalidad es aconsejable abordar el contexto generador del magno oratorio. El inigualable músico sajón ?vio la luz en la ciudad de Halle, en el actual Estado alemán de Sajonia-Anhalt? aprendió los rudimentos del arte musical a escondidas, pues su padre, un médico respetable y acaudalado, pretendía hacer de él, su único hijo, un hombre de bien con una carrera que le aportara dinero y reconocimientos. No obstante, el niño demostró tales capacidades para la música que el Dr. Händel accedió a que se dedicara a cristalizar su vocación. Después de estudiar oficialmente con un maestro de su ciudad natal se convirtió en organista de su basílica y cumplida la mayoría de edad ofreció sus servicios como violinista y clavecinista en el Teatro de Hamburgo, donde permaneció poco tiempo. En ese medio aprendió a amar la ópera, decidiendo que lo ideal sería viajar a Italia para empaparse de la tradición canora que ahí había nacido. Sus fulgurantes estadías en Roma, Florencia y Venecia lo consolidaron como un verdadero compositor de esa ópera italiana que estaba conquistando al mundo. Cuando estrenó su dramma per musica Agrippina en la urbe lacustre del Adriático rompió records de público y de representaciones. Le llovieron contratos e invitaciones para que permaneciera en Italia, sin embargo, nunca dejaría de ser un advenedizo en medio de cientos de operistas nativos que no dejarían de verlo como un indeseable competidor. Por motivos imputables a los nexos entre la Corte de Hannover ?donde su padre tenía conocidos? y la de Inglaterra, Händel optó por mudarse a la capital británica, donde tenía el campo abierto para implantar la ópera italiana. Recién llegado compone para el Teatro del Rey su ópera Rinaldo y a partir de ésta se suceden decenas de ellas. Con el futuro asegurado decide naturalizarse ciudadano inglés sin imaginar que su buena estrella pronto comenzaría a apagarse. Siendo el Reino Unido un territorio virgen para la ópera, no tardaron en aparecer los compositores italianos a los que su patria ya no podía dar suficiente trabajo. Uno de éstos, Nicola Porpora, quien obtendría fama como el maestro del capón Farinelli, se instala también en Londres e inicia una batalla campal para destronar al sajón naturalizado. Porpora también obtiene apoyos de la nobleza y dirige su propio teatro pero, sobre todo, él sí es italiano y ofrece productos “genuinos”. Así las cosas, Händel redobla esfuerzos para no dejarse desbancar abocándose a la ardua tarea de organizar varias temporadas de ópera para las que contrata a los mejores cantantes italianos que logra conseguir en un viaje que hace a la península ex profeso. Empeña todo su capital y no pone reparos en invertir grandes sumas de libras esterlinas en publicidad. Lamentablemente, las temporadas son un reverendo fracaso y el pobre hombre debe afrontar a filas de acreedores, y responder a demandas por incumplimiento con el riesgo de cárcel por insolvencia. En breve, los corajes y el desgaste anímico cobran su cuota. Una mañana se derrumba como resultado de una embolia masiva que lo deja con el lado derecho inerte. Merced a una voluntad de acero consigue recuperar el uso de su cuerpo mediante tratamientos con aguas termales, mas los sinsabores comienzan a postrarlo. Por si no bastara, en esos meses de abatimiento se manifiestan los primeros signos de ceguera, minando sus ganas para seguir componiendo. Deglute todavía muchas angustias por las presiones para saldar sus deudas hasta que un viejo amigo y colaborador escribe para él un libreto que le desliza por debajo de su puerta. Se trata de un texto sobre las gestas del Cristo redentor. El obsequio de su amigo surte un efecto inmediato que podría equipararse a una suerte de resurrección. Händel siente que el propio hijo de Dios le ha tendido la mano para devolverle las ganas de vivir. Los agradecimientos y la recuperada fe lo embargan desatando una furia compositiva que lo compele a trabajar sin descanso hasta acabar con la musicalización del texto. En sólo ocho días erige el recio edificio sonoro que habrá de catapultarlo hacia cimas de popularidad inimaginables. Además, la ambigüedad del genero ?es sacro pero tiene elementos profanos extraídos de la ópera? aporta la ventaja de poder prescindir de los teatros con sus altos costos de escenografía y vestuario. Con el horizonte teatral londinense todavía cerrado, acepta la invitación de una sociedad musical irlandesa para presentar varias de sus óperas. Ya no compone ninguna nueva sino que recicla y retoca algunas de sus favoritas. Debido a la entusiasta y cálida recepción que le dispensa el público dublinense propone hacer para él el estreno de su Messiah. En la firma del contrato Händel es categórico: sus emolumentos como autor deben destinarse a causas de beneficencia, entre las que señala, en primer término, la de cubrir las fianzas de aquellos sujetos que estuvieran encarcelados por deudores. Obviamente él sabía lo que había detrás de ese tipo de detenciones. Con los frutos de funciones subsiguientes vendrían las donaciones a nosocomios y orfanatos. En la crónica del estreno del Dublin News-Letter se leyó: “…sobrepasa cualquier obra de esta naturaleza que se haya escuchado en éste o en otro reino” y como resultado del éxito material, las 400 libras esterlinas recaudadas sirvieron para liberar a 142 detenidos. Quedó consignado también que con las siguientes funciones se donaron 127 £ al Mercer´s Hospital y otro tanto a un orfanatorio para niñas. Como era de augurarse, al retorno de Händel a Londres ya se habían esparcido las noticias sobre el resonante triunfo de la obra y no fue difícil organizar su estreno británico. Sin embargo, la recepción del público del Covent Garden sería relativamente glacial. Vinieron ajustes musicales exigidos por el libretista y para las representaciones posteriores el clamor general se hizo unánime.[1] En todas las catedrales del Reino se disputaron la partitura para poder ejecutarla y antes del fallecimiento del compositor se decretó que la Abadía de Westminster fuera la sede principal de sus representaciones anuales. A la postre, Händel sería enterrado en ella y, no sobra consignarlo, se lograrían macro ejecuciones con dos mil elementos de coro y 500 instrumentistas para públicos de hasta 10 mil espectadores. Es previsible que de las tantas bondades que el oratorio le deparó a la sociedad inglesa surgieran las ingentes donaciones ?mismas que continuarían varios años después de su muerte? al Foundling Hospital de Londres, una institución dedicada a amparar a niñas huérfanas. Desde esta trinchera melódica lanzamos un llamado para que vuelva a respetarse la voluntad haendeliana y se adopte con sano juicio en nuestra quebrantada nación. Reclusos indebidamente confinados por nuestro cuestionable sistema de justicia tenemos en abundancia y mejor no hablar de la orfandad civil en la que vivimos. Es justo y cristianamente asequible que las innumerables ejecuciones de esta música que se diseminan año con año en nuestro territorio, contengan los efectos liberadores con los que fue concebida. Como ofrenda y como sacrificio, su inefabilidad se presta para la redención de los crucificados.
 
[1] Se recomienda la audición de un florilegio de la obra preparado especialmente por esta columna. Gëorg Friedrich Händel. Messiah Audio 1: Symphony. Audio 2: Coro: And the glory of the Lord. Audio 3: Coro: For unto us a child is born. Audio 4 Aria: Rejoice, greatly. Audio 5: Recitativo de tenor y coro: All they that see him… He trusted in God. Audio 6: Coro Hallelujah. (Academy and Chorus of Saint Martin in the Fields. Sir Neville Marriner, director. Elly Ameling, soprano. Philip Langridge, tenor. DECCA, 1989)

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