"Los desaparecidos", una propuesta teatral innovadora

miércoles, 2 de septiembre de 2015 · 18:11
MÉXICO, D.F. (apro).-El 14 de julio, aniversario de la Revolución Francesa, asistí al estreno de la obra de teatro Los desaparecidos –que está por concluir su temporada en el Foro Shakespeare--, creada y dirigida por Luis López, con la actuación de Sandra Arcos, Brigitte Beltrán, Francesca Guillén, Oscar Ixta y el propio director, y la música de Bernardo Espadas. Es una obra de Clown con Música en Vivo, que trata del doloroso tema de la violencia y la corrupción. Aquí cabe preguntarnos si no existe una incongruencia esencial entre el teatro de Clown, tradicionalmente asociado con el humor, la alegría y la diversión, y el tratamiento de asuntos tales como la corrupción, la violencia, el asesinato, la tortura y las desapariciones forzadas. No obstante, el resultado es testimonio viviente de que no es así. Al igual que en la maravillosa película La vida es bella, de Roberto Begnini, el tono amable y divertido del comienzo torna aún más desgarradora y siniestra la abrupta emergencia de los aspectos más oscuros de la vida social. Al propio Begnini le habían advertido que no se atreviera a hacer una comedia sobre un campo de concentración, so pena de acabar con su carrera. Sin embargo, su motivación profunda era tan intensa que jamás consideró abandonar el proyecto. Y luego vino el éxito, inesperado y masivo, y el aplauso generalizado. Más allá de los múltiples premios otorgados a la película, su guión y su actuación, el verdadero logro fue el de conectarnos con el indecible dolor del impacto de la violencia, el abuso y la muerte sobre la vida alegre y gozosa. Algo semejante ocurre con esta obra, que logra denunciar las aberraciones de la sociedad en la que vivimos, sin caer en momento alguno en el melodrama, el sentimentalismo o el panfleto. El permanente contraste entre los horrores que se presentan y el tono ligero del lenguaje actoral en el que expresan, nos obliga a tomar conciencia de nuestra realidad, evitando, como lo quería Bertold Brecht, todo refugio en el emocionalismo. Esta obra es claramente el resultado de un intenso y laborioso trabajo de equipo, por el cual los cinco actores funcionan plenamente como una unidad. Incluso el teclado y la persona del músico, Bernardo Espadas, transcienden el mero acompañamiento musical, para transformarse en un protagonista más. El que todos los actores trabajen como equipo no supone que ellos sean iguales. Por lo contrario, esta obra nos muestra claramente la confluencia, complementariedad y contraste entre dos tradiciones actorales. Por un lado, la brillante y meticulosa actuación de Luis López representa dignamente la tradición del clown, por la cual el actor utiliza los bellos gestos estilizados para transmitir ideas. Y con este término no me refiero solamente a los productos del pensamiento verbal y discursivo, sino al concepto platónico de las ideas como inherentes a las cosas y sucesos. Recuerdo, por ejemplo, las dos ocasiones en las que pude ver el trabajo mímico de Marcel Marceau. Cuando este gran artista se tornaba en un pájaro o una flor, no estaba representando a dicho pájaro o dicha flor, sino que nos presentaba la esencia de estos seres, de manera tal que jamás volverían a ser los mismos para nosotros. Éste es el lenguaje con el que nos habla Luis López. En el otro polo, Sandra Arcos representa la tradición actoral del teatro de Stanislavsky, en la que, más allá de los movimientos, gestos o cualquier otra cosa que el actor pueda hacer (y que ciertamente no deja de hacer), se comunica con el público por medio del lenguaje de las emociones. En otras palabras, la actuación tiene una interioridad no ideativa, que impacta al espectador en forma directa, como una saeta dirigida a su corazón. Ello se torna evidente precisamente en aquellos momentos en los que el actor no hace absolutamente nada --ni gestos, ni movimientos, ni palabras--, pero se expresa y conmueve a través de su mirada, sus ojos húmedos, su carne viviente y su presencia. Estos dos lenguajes no son en absoluto excluyentes, sino plenamente complementarios, como queda a todas luces demostrado por esta puesta en escena. Habiendo planteado estos dos polos de la actuación, podemos ahora ubicar a los demás actores en un continuo que va de un extremo al otro. Así es que Francisca Guillén, que da vida al siniestro Conejo, fuente de corrupción, abuso, tortura y muerte, se ubica más cerca de la tradición representada por Luis López. Por lo contrario, Brigitte Beltrán, cuyo rostro se ilumina con expresiones emotivas, se inclina al polo que nos brinda Sandra Arcos. Y Oscar Ixta podría ubicarse en el centro. En cuanto a Bernardo Espadas, resulta una tarea compleja encontrarle un lugar en esta escala, ya que, con excepción de algunos ocasionales ingresos a la escena, permanece la mayor parte del tiempo a un costado, casi invisible para el público, y expresándose casi exclusivamente por medio de su teclado musical. No obstante, no dudaría en afirmar que este lenguaje es el equivalente al lenguaje gestual ideativo que tan bien desarrolla el director. Resulta sorprendente que la obra logre transmitir un pensamiento tan complejo sobre la vida social, sin emitir una sola palabra. No se trata de que todo su acontecer se dé en un silencio absoluto, ya que, además de la música, hay un lenguaje de murmullos, risas y suspiros, pero no palabras. La única excepción se da al final, cuando la cabeza decapitada de la campesina inicialmente inocente y luego mancillada por la tentación y el sufrimiento, representada por Sandra Arcos, nos canta, desde el interior de una caja, una melodiosa canción que nos habla de lo inevitable. En resumen, es una obra digna de verse; más aún, que no debemos perder en el Espacio Urgente 1 del Foro Shakespeare. ---------------------------------- (*) Médico por la Universidad Nacional de Buenos Aires, Argentina, psicoanalista grupal nacionalizado mexicano y miembro de la Sociedad Psicoanalítica Mexicana, de donde es director del Programa Científico.

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