La Orquesta del Teatro Mariinsky en México
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La presentación de una orquesta de tal envergadura como la del Teatro Mariinsky en Bellas Artes, así como en el Auditorio Nacional, fue una maratón de música rusa y el público lo agradeció. Y qué mejor que esta legendaria orquesta, cuyo origen se remonta a principios del siglo XVIII, para tocar ese repertorio.
Se rumoró que no era precisamente una gran orquesta. La realidad superó en mucho nuestras expectativas. Ocupa el lugar 14 entre las 20 mejores sinfónicas del mundo, según la revista Gramophone. No confundir con la de San Petersburgo, que ocupa el lugar 16. Un repertorio ruso formado por obras algo trilladas, muy conservador, lo más moderno fue la entrañable Quinta Sinfonía de Dimitri Shostakovich (1906-1975). Sin duda la más querida y famosa de sus sinfonías.
En los dos primeros conciertos dirigió la joven maestra china Elim Chan, de sólo 28 años, muy menudita de estatura, pero cuando se sube al pódium no importa nada, ni si es hombre o mujer, es uns solvente directora, llena de fuerza, alegría y respeto por la música y por la obra, cero ego; ella está al servicio de la música y no se deja impresionar por esa orquesta que “es un Ferrari”, a decir del director mexicano Enrique Barrios. A Elim Chan la podremos ver pronto en México al frente de la OFUNAM como invitada.
El concierto del 1 de marzo comenzó con la Obertura Festiva Op. 96 de Shostakovich. En el primer acorde a cargo de los metales se disiparon todas las dudas, pues estuvimos ante un conjunto orquestal de primer nivel: un sonido redondo, cálido, absolutamente homogéneo, afinadísimo, todos con la misma intensidad, impresionante… siguieron las maderas y las cuerdas: hermoso sonido, virtuosismo absoluto, todos colaborando con la joven directora, y ella entregada a su profesión con una concentración y emotividad como si fuera lo último que hiciera en su vida.
Se trata de una orquesta con bastante equidad de género: de ocho violoncelistas cinco son mujeres y mucha gente joven, no es para nada una orquesta de veteranos.
Los dos días se presentó el joven pianista Behzod Abduraimov (1990 Tashkent, Uzbekistán), tocando el primero la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Sergei Rajmaninov (1873-1943) y al día siguiente, del mismo autor, el Segundo Concierto para piano en do menor, Op.18. Muy notable pianista, gran fuerza pero sutileza en los pianísimos, virtuosismo absoluto y sobre todo una madurez musical poco frecuente en artistas de su edad. A ratos corría un poco. Sin duda, como los vinos, mejorará con el tiempo. Nos obsequió un par de encores memorables.
La orquesta interpretó la Segunda Sinfonía de Rachmaninov, la Obertura La Gran Pascua Rusa Op. 36 de Nicolai Rimski-Korsakov, y la amable Quinta Sinfonía de Shostakovich.
Tuvieron el gesto amable de tocar dos encores mexicanísimos: el Huapango de Juan Pablo Moncayo y el Danzón Número Dos de Arturo Márquez. Y ahí se vio que no son perfectos: el Huapango, un poco atropellado rítmicamente; los timbales, con baquetas muy duras, a los solos del arpa les faltó volumen y desparpajo, pero nada que no se pueda remediar con uno o dos ensayos más. El Danzón de Márquez, música que ya todos llevamos bajo la piel, corrió con mucha mejor suerte: tiempos justos, musicalidad y buen gusto, alguna percusión un poquito fuerte, nada grave. Para la Orquesta del Teatro Mariinsky, debieron haber sido dos obras bastante exóticas, pero las tocaron bien, con gran respeto y cariño y eso se agradece.
En el tercer concierto, el chelista Ivan Karizna actuó como solista, pero ahora bajo la batuta de su director titular, el maestro Valeri Gergiev, quien tiene unas cartas credenciales impresionantes, músico de gran solvencia interpretativa y organizativa que ha sabido darle un nuevo aire a esta institución y a la vida cultural rusa, en especial la del Teatro Mariinsky, donde dirige lo mismo ballet, ópera o conciertos sinfónicos. Se trata de un director eficiente que logra extraer de los músicos un sonido espectacular y gran virtuosismo, pero con una técnica de batuta muy extraña, casi diría inexistente; poca expresividad en su lenguaje corporal, economía de movimientos. Pero se trata de un músico que da resultados, que resuelve favorablemente las partituras.
Ivan Karizna (Dzyatlava, 1992, Bielorrusia) tocó la Sinfonía concertante para violoncelo y orquesta en mi menor Op. 125 de Prokofiev, obra de gran complejidad que mereció un par de revisiones por parte del autor quien, auxiliado por el célebre chelista ruso Mstislav Rostropovich, editó y estrenó en 1952. Obra muy árida que no logra colocarse entre las favoritas del público.
De las dos sinfonías de Prokofiev que interpretaron ese día: la Una o Clásica, y la Cinco, me quedo con la primera. Obra breve, chispeante, bellísima que fue el punto más alto del concierto. Dos muy buenos encores: la Obertura de la Forza del Destino de Verdi (un poco apresurada), y el “Grand Pas de Deux” del Cascanueces de Tchaikowsky. Esta última refrendó lo dicho arriba: hay que tocar lo que mejor le sale, la música propia.
El cuarto y último concierto en el Auditorio Nacional dejó mucho que desear por la sonorización. Las danzas polovzianas de la ópera El Príncipe Igor de Borodín (1833-1887), sin coro, son como un pozole vegetariano.
La segunda obra fue el celebérrimo Concierto No. 1para piano de Tchaikowsky tocado por otro joven virtuoso: Sergei Redkin (Krasnoyars, 1991, SIberia). Increíbles dedos, virtuosismo absoluto, pero el balance sonoro con la orquesta, deplorable. Notable musicalidad, la forma de comenzar y entregar cada frase.
La Suite del Pájaro de Fuego de Stravisnky (1882-1971) y la Obertura 1812 de Tchaikowsky completaron la noche y nos brindaron gratísimos momentos aunque, como ya dijimos, con una sonorización deplorable.
Hubiera sido un buen gesto de hermandad musical que el director Valeri Gergiev invitara a un coro mexicano de unos 150 integrantes a unirse a este último concierto para las Danzas polovtzianas y la Obertura 1812, que con coro suenan espectaculares.
Un verdadero banquete de música rusa.