Cultura

"Invocación a Beethoven"

Ante la importancia de la efeméride por los 250 años del nacimiento del genio de Bonn, nuestra columna no podía quedarse muda.
sábado, 21 de noviembre de 2020 · 12:25

Como homenaje a la melomanía 
de don Julio Scherer García

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Ante la importancia de la efeméride por los 250 años del nacimiento del genio de Bonn, nuestra columna no podía quedarse muda. Por ende, nos hemos ocupado en buscar un enfoque en el que resaltara el tímido despertar de su influencia en los músicos mexicanos, aprovechando también la coyuntura calendárica para sacar a la luz la obra señera que sirve de título para esta nota. En ese tenor, es de enfatizar que la mitificada figura del creador germano ha sido abrumadora para las generaciones que le siguieron, por tanto, el mérito de haberse sobrepuesto para rendirle un homenaje desde nuestras latitudes adquiere un enorme relieve dentro del decurso musical de nuestra nación.

Para abundar en lo anterior, baste referir la turbación y parálisis creativa suscitada frente a las obras beethovenianas por otros titanes de la altura, incluso, de Johannes Brahms y Peter Ilyich Tschaikovsky, quienes lo dejaron por escrito al padecerlo en carne propia. Brahms, por ejemplo, le confesó con pesadumbre a un amigo ante el cuestionamiento de éste por el retraso de años que llevaba al componer su primera sinfonía: “No tienes idea de lo que significa para nosotros escuchar siempre a un gigante marchando atrás de uno”.  Mas no en balde, en la producción brahmsiana los guiños y evocaciones hacia Beethoven son cuantiosos, como en el caso de la reminiscencia de la Novena en el tema principal del Finale de la citada sinfonía, o las referencias explícitas al motivo rítmico de la Quinta en su tercer Cuarteto para piano, o su neta sumisión ante la sonata Hammerklavier dentro de su propia primera sonata para piano…

Por su lado, Tschaikovsky apuntó en su diario: “De vez en cuando me ponía a estudiar una sinfonía de Beethoven. ¡Qué extraño! Esta música me hacía sentir cada vez más triste y me convertía en un infeliz durante semanas. Desde entonces me llené de un deseo ardiente de escribir una sinfonía, un deseo que brotaba de nuevo al entrar en contacto con la música de Beethoven. Sin embargo, sentía con demasiada intensidad mi ignorancia, mi completa incapacidad para lidiar con la técnica de composición, y este sentimiento me llevó a la desesperación”.

Y sin lograr reprimir del todo esa cruenta desesperación, a Tschaikovsky le costó un trabajo inmenso sentirse apto para escribir sus sinfonías, a la vez que en cada ocasión que pudo recurrió a la fuente beethoveniana para crear motivos melódicos. Famoso el de su primer concierto para piano en el que su apertura copia el motivo rítmico de la Quinta, con sus tres notas repetidas como motor compositivo. Igualmente debemos citar que el acongojado ruso venció su miedo a la dirección de orquesta al pararse sobre el pódium para conducir la Novena en 1889, en un concierto benéfico de la Sociedad Musical Rusa, concierto que lo hizo declarar con respecto a la célebre obra: “es el grito desesperado de un genio que ha perdido su fe en la felicidad, que ha abandonado la vida por un reino de ideales inalcanzables”.

Mas aterrizando en nuestro suelo, la impronta de Beethoven tardó más de lo imaginado en afianzarse, un poco por la dificultad para que músicos y melómanos se allegaran sus partituras y otro tanto por la carencia de grupos y orquestas estables que interpretaran sus grandes creaciones. En el rubro de las ediciones musicales, quizá la primera noticia no apareció sino hasta 1826 –sólo un año antes de su muerte–, en donde el catálogo de la librería de Bossange, en la Ciudad de México, ofrecía a la venta obras de los mejores compositores del momento, situando al martirizado sordo entre los hoy olvidados Cherubini, Ries, Winter, Päer, Pleyel o Kufner, y los afamados Mozart y Haydn.1

De ahí transcurrieron varios lustros para que las partituras beethovenianas fueran ejecutadas en conciertos públicos por músicos connacionales, aunque naturalmente sucedía de vez en cuando que algún solista extranjero de gira por el país tocara algo de lo más conocido. El primer pianista mexicano que, al parecer, empezó a difundir las obras de Beethoven fue Tomás León Ortega, un personaje irremplazable en la vida cultural de nuestra patria. Nacido en la Ciudad de México en 1826, León comenzó a estudiar el piano desde la niñez y llegado a la juventud empezó a tocar a cuatro manos con su amigo Aniceto Ortega del Villar, quien había nacido un año antes en Tulancingo, Hidalgo. En las casas de ambos se organizaban tertulias, principalmente musicales, en la casa de León en la antigua calle de Cocheras, y con mayor énfasis en la literatura y la poesía en la de la familia Ortega, por influencia directa de su padre, el destacado vate y funcionario público Francisco Ortega Martínez. Digna de loas fue la dedicación de don Tomás para organizar sus reuniones sabatinas en las que convocaba a lo más desgranado de la intelectualidad mexicana, entre la que se contaban médicos, abogados, poetas, políticos y, por supuesto, músicos; aunque lo más destacable es que casi siempre abría las ventanas de su sala para que los transeúntes pudieran conocer el repertorio clásico que se interpretaba; incluso, se cuenta que llegaba a sacar el piano a la calle para cultivar a un mayor público de a pie.2

En esas tertulias han de haberse interpretado las pocas ediciones beethovenianas que llegaban a México, y así transcurrieron más años hasta que los arreglos para piano a cuatro manos de las sinfonías del ínclito teutón, publicadas por Carl Czerny, fueron asequibles. Es entonces cuando tenemos certeza de que las primeras ejecuciones, ya en conciertos públicos, tienen lugar, pese a tener más de tres décadas de retraso, es decir, hasta 1867, año en que T. León y A. Ortega –también participaron como pianistas Julio Ituarte y Agustín Balderas– dieron a conocer porciones de varias de las sinfonías del coloso alemán.3 Pero para que esos conciertos pudieran llevarse al cabo fue necesario que las tertulias de Tomás León trascendieran el ámbito privado para convertirse en las funciones que organizó la Sociedad Filarmónica Mexicana de la que nació el Conservatorio, llevando de nuevo a León, Ortega y demás contertulios, como fundadores y maestros.

En esa década también hay constancia de ejecuciones de otras obras como la obertura de Fidelio en el Tívoli de San Cosme, en el otrora DF. Acorde con el diario La Sociedad fue el 22 de abril de 1865, y no hay noticias de los participantes.

Tenía que advenir el primer centenario del natalicio de Beethoven en 1870, para que el público mexicano pudiera escuchar por vez primera algunas de sus sinfonías con una orquesta, junto a un par de obras más. Semejante acontecimiento lo organizó el Conservatorio y tuvo una notable repercusión. Se leyó en el diario Le Trait d´Union: “La fiesta más grandiosa que México haya realizado hasta hoy en sus anales”; y no fue para menos, ya que los cuatro conciertos –dos en el Conservatorio y dos en el Teatro Nacional– constituyeron el arranque de los festivales de música en nuestra patria. Hubo 400 participantes, entre solistas, orquestales y coristas, y se formó una sinfónica ex profeso. Es curioso enterarnos de que el repertorio no haya sido exclusivamente beethoveniano, sino que se agregaron obras de Händel, Mozart y Mendelssohn. Empero, ahí ocurrieron los estrenos nacionales de las sinfonías Segunda y Quinta, del concierto para violín, de la obertura Egmont y de la Missa Solemnis. No podemos omitir la mención de Melesio Morales y Agustín Balderas como directores de la orquesta y del violinista Luis G. Morán.

Cual corolario de lo antedicho digamos, por hablar de las obras paradigmáticas, que los ciclos de las nueve sinfonías, las 32 sonatas para piano y los 16 cuartetos hubieron de aguardar hasta el siglo XX para que pudieran escucharse en nuestro territorio. Las sinfonías en 1910, gracias al empeño de Melesio Morales.

Para tornar a lo anunciado, nos complace sobremanera dar a conocer la que se piensa es la primera composición en la que un compatriota rindió un homenaje explícito. Una vez más, fue Aniceto Ortega el pionero, con su Invocación a Beethoven op. 2,4 una obra para piano solo cuya fecha de composición es incierta. La única datación posible deriva de su primera edición en los talleres litográficos de Jesús Rivera y Fierro, el editor más connotado del decimonónico, y podría situarse entre 1856 y 1862. En cuanto a su lenguaje, no hay pretensión de imitar al del dedicatario, sino más bien el propio con las influencias del bel canto entonces en boga. Lo más relevante es que la obra empieza en una tonalidad y que acaba en otra, como si don Aniceto hubiera querido dejar abierto el horizonte tonal, invocando ad infinitum al inmarcesible espíritu del atormentado genio que supo imponerse a sus sufrimientos para ofrendarnos lo mejor de sí mismo.  l

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  1. Esta valiosa información nos fue proporcionada por la eminente investigadora Luisa del Rosario Aguilar.
  2. Estos hermosos datos de la intimidad de Tomás León Ortega nos los facilitó su bisnieta Guadalupe Lozada León.
  3. Hay evidencia, nada más, de la Segunda, la Quinta y la Octava.
  4. La ejecución corre por cuenta del brillante pianista mexicano James Pullés. Púlsese el código QR impreso.

Texto publicado el 15 de noviembre en la edición 2298 de la revista Proceso.

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