África: Rose y la reconciliación

lunes, 9 de enero de 2012 · 18:31
En Ruanda, las rivalidades entre hutus y tutsis han sido sangrientas, pero nunca como en abril de 1994, cuando el infierno se enseñoreó en el país africano. En esa fecha la mayoría hutu decidió borrar del planeta a sus rivales... y casi lo logró. Las víctimas se contaron por millones. Pero hubo sobrevivientes, y entre ellos mujeres que cuentan la historia de la violencia ejercida en contra suya y de sus familias, una violencia que rebasa el entendimiento. BUTARE, RUANDA.- Las torturas que sufrió Rose Burizihiza alcanzaron un nivel extremo de crueldad. Ella misma dice: “ Me violaron cuerpo y alma”. Usa un largo vestido tradicional africano estampado con flores azules. Tiene ademanes muy finos. De vez en cuando esboza sonrisas enigmáticas y su mirada siempre es insondable. Conversamos sentadas en el jardín paradisiaco de un hotel de Butare. Platicamos de todo un poco antes de empezar la entrevista. Rose insistió para apartarse de los clientes que toman cerveza en la terraza. Mientras habla, vigila a su alrededor. Dice: “Ya no tengo miedo. Rompí la barrera del miedo hace 17 años”. Todavía corre riesgos. No la asusta la muerte en sí. Le importa seguir viviendo porque sus dos hijos todavía la necesitan. También requieren de su fuerza la asociacion de mujeres violadas, que fundó y dirige, y los habitantes de su comuna, que la eligieron presidenta del comité local de reconciliación. La justicia es su obsesión. Su testimonio jugó un papel importante en la condena de genocidas a cadena perpetua en cortes de su país y en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR). Se expresa en kinyaruanda. Hace esfuerzos para controlar el tono de su voz. No siempre lo logra. Aloys, el intérprete, la observa con reverencia. Sabe que Rose fue la primera mujer de Ruanda que se atrevió a denunciar públicamente sevicias sexuales. “Antes del genocidio mi esposo dirigía una pequeña empresa de construcción de viviendas”, cuenta. “Yo cuidaba a nuestros tres hijos al tiempo que participaba en la campaña de alfabetización. Tenía 24 años. Desbordaba vida, energía y felicidad. El 30 de abril de 1994 el mundo nos cayó encima.” El genocidio se desató el 6 de abril de 1994 y alcanzó la región sureña de Butare el día 19. Los interahamwe, las milicias ultranacionalistas hutus, irrumpieron por todas partes. Se metieron al vecindario de Rose el día 30 y empezaron a matar. Aloys escucha. Traduce. Escucha y de repente deja de traducir. Rose lo mira. Aloys respira hondo. “Es sobre la muerte de su hija de dos años y medio”, murmura. Rose lo sigue mirando. Aloys tose: “Los interahamwe amarraron una cuerda alrededor del cuello de la chiquita y la arrastraron por el suelo hasta que murió.” Rose retoma la palabra. “Es difícil”, susurra Aloys. Rose sigue hablando: “Es sobre sus dos hijos menores… Uno de nueve meses, otro de un año y medio… El hombre que la secuestró dijo que le estorbaban y se los echó a sus perros.” Le falta aire a Aloys. A la reportera también. Rose sigue hablando. Aloys agacha la cabeza y resume: Los perros no se los comieron. Por la noche Rose los escondió en una tinaja alta de barro que se usa para hacer lyakaremye (cerveza de sorgo). La tinaja se encontraba en el establo. Rose logró darles de comer durante dos meses sin que su verdugo se diera cuenta. Cuando por fin la liberaron, a principios de julio, ella corrió a buscar a sus bebés. Estaban muy mal pero vivos. Hoy tienen 18 y 19 años. Son buenos hijos y buenos estudiantes. Rose sigue hablando. Aloys vuelve a la primera persona: “Les conté todo a mis hijos. Les dolió terriblemente. Me preguntaron: ‘¿Qué podemos hacer con semejante bestia?’. Les contesté: ‘Nada. Sigan estudiando. Pensar en vengarse es caer en su abyección. Habrá justicia.” —¿La hubo? —Sí. Llevé a mis hijos al juicio de ese hombre y le dije públicamente: “Aquí están los bebés que arrojaste a tus perros”. Gritó: “¡Mentira! ¡Se los comieron!”. Se notaba fuera de sí, como alucinado. Lo condenaron a cadena perpetua. Lo confinaron en una celda de alta seguridad y ahí se quedará hasta el fin de su vida. El secuestro La reportera busca entender la cronología de los hechos y saber más del secuestrador. “Se llama Pascal Habyarimana”, explica Rose. “No tiene parentesco con el expresidente. Era un militar todopoderoso que pertenecía a los servicios secretos. Por su jerarquía había sido nombrado regente adjunto de la ciudad. En realidad vigilaba a las autoridades locales. “Fue uno de los criminales que supervisó el genocidio en Butare. Exterminó a mi familia, mantuvo cautivos a mi esposo y a mis hermanos. Me tuvo secuestrada dos meses en la casa de un tutsi que había asesinado. Me convirtió en su ‘objeto’. Además de ser un perverso sexual estaba convencido de que cumplía la voluntad de Dios.” —¿Cómo? —Me obligó a asistir a todas las reuniones en las que planeaba las masacres con otros genocidas. También me obligó a asistir a las matanzas. No dejaba de repetirme: “Tienes que grabarlo todo en tu memoria. Te elegí para que fueras mi testigo ante Dios”. —No entiendo. —Siempre decía: “Dios permite que se mate a los tutsis. Es su voluntad. Tendrás que testimoniar ante Dios que lo obedecí.” —¿Hablaba en serio? ¿Estaba ebrio o drogado? —Estaba totalmente convencido… Acabé conociendo todos sus secretos. Tal como me lo pidió, lo memoricé todo. Pensaba: “Si me salvo tendré que ser muy precisa en mis denuncias”. Salí viva y fui precisa. Di nombres y apellidos de asesinos y víctimas, ayudé a determinar responsabilidades, di datos y fechas de asesinatos. “Describí torturas también. Y decidí hablar de los suplicios sexuales. Lo hice por primera vez en 1995, en una ceremonia de entierro colectivo de víctimas del genocidio. Era tabú en Ruanda tocar el tema y hoy todavía es difícil hablar de eso. Pero después de lo que aguanté, poco me importan los tabúes… En realidad me motivó lo que hicieron con mi madre…” Cuenta Rose. Aloys escucha y calla. Con la sola fuerza de su mirada, Rose lo obliga a traducir. Apenas se oye la voz átona del intérprete. “Desnudaron a la madre, se mofaron de ella, la exhibieron, la humillaron, la golpearon y al final le clavaron una daga en la vagina. Después se ensañaron con otra mujer. Un hombre llamado Joseph Ndzabirinada, alias Biroto, la violó en forma bestial y después la ‘regaló’ a su hermano menor, que la violó a su vez. La mataron también con una daga en el sexo. Se reían y decían: ‘Las dagas son los esposos de las tutsis.” Aloys pide un refresco. Rose también. Los tres bebemos en silencio. Rose esboza una sonrisa indescifrable. “Ese Joseph Ndzabirinada desapareció después de que el Frente Patriótico de Ruanda derrocó al gobierno genocida. Pero lo volví a encontrar en Arusha en el TPIR. “La corte me llamó como testigo durante la investigación penal de los genocidas de Butare. La investigación y el juicio duraron años. Todo acabó el pasado 25 de junio con condenas a cadena perpetua para los principales inculpados. “Al iniciar mi primera audiencia en el TPIR divisé al tal Biroto, cómodamente sentado al lado de los abogados de la defensa de los genocidas. Me indigné y le dije a la presidenta del Tribunal, Carla del Ponte, que el lugar de ese criminal era el banquillo de los acusados. “Le expliqué quién era y qué había hecho. Se armó un buen escándalo. Carla del Ponte se molestó conmigo y lo defendió afirmando, muy segura de sí misma, que se trataba de un investigador privado de Zaire con buenas recomendaciones. Insistí. Me callaron. Azoté la puerta del tribunal y regresé a Ruanda.” De vuelta en Butare, Rose empezó su propia investigación. Conocía el lugar de origen de Ndzabirinada y el de sus padres. Rastreó registros civiles y archivos. Se fue a Kigali e indagó en el Ministerio de Infraestructuras, donde ese personaje había trabajado antes del genocidio. Consiguió fotos de él. Finalmente entregó el expediente de Ndzabirinada a altos funcionarios del Ministerio de Justicia. “El caso les cayó como anillo al dedo. El gobierno llevaba tiempo denunciando la parcialidad del TPIR”, insiste Rose. Las relaciones entre el Tribunal y el gobierno ruandés siempre fueron muy tensas. Carla del Ponte exigía que además de genocidas hutus se juzgara a militares tutsis responsables de represalias contra refugiados hutus. Paul Kagame se opuso categóricamente a esa demanda. Protegía a sus militares, pero sobre todo consideraba que juicios simultáneos de hutus y tustis hubieran borrado la dimensión de la tragedia de los tutsis convirtiendo su exterminio, minuciosamente planeado, en un sangriento enfrentamiento interétnico. Las autoridades de Ruanda entregaron a su vez el expediente de Ndzabirinada a Carla del Ponte. Rose se anima. Aloys traduce con etusiasmo. “Una vez desenmascarado y detenido, Joseph Ndzabirinada se derrumbó. Confesó todo lo que había hecho. Aceptó colaborar con el TPIR a cambio de una reducción de pena y se convirtió en testigo de carga esencial contra los genocidas de Butare. Cumplió sus siete años de cárcel y fue liberado.” —¿Dónde está ahora? —En un callejón sin salida. No puede volver a Ruanda porque de inmediato será detenido, juzgado por violación y condenado a cadena perpetua. Intentó pedir asilo en distintos países, pero nadie lo quiere. Insistió para ir a vivir a Bélgica, donde radica su mujer. En vano. El gobierno de Tanzania tampoco le da asilo. Y él de todos modos no debe sentirse seguro en Tanzania. Para sus excodetenidos es un traidor y tiene que ser eliminado. Amenazada Rose Burizihiza también estuvo y sigue estando en la mira de los criminales. “Recibí numerosas amenazas cuando empecé a testimoniar en su contra en Arusha. Estos genocidas tienen bastantes cómplices fuera de la prisión. Uno de ellos recorrió la región de Butare con mi foto, diciéndoles a los hutus que yo representaba un grave peligro para su seguridad y que era preciso acabar conmigo. Vecinos míos lograron tomarle una foto con mi retrato en la mano. “Presenté una queja ante el TPIR, que investigó mi caso. Los jueces entendieron que realmente corría peligro. Durante un año me pagaron la renta de una casa de seguridad y me dieron dinero cada mes para que pudiera mantener a mis dos hijos.” Luego fue el Ministerio de Justicia de Ruanda el que se encargó de su seguridad. Ahora les toca el turno a las autoridades de Butare, que le consiguieron una casa contigua a un campamento militar muy bien vigilado. Rose nunca acepta citas con desconocidos. No sabe a ciencia cierta quién o quiénes la amenazan. —¿Familiares de Pascal Habyarimana? —No sé… Quizás… Supongo que me odian... Yo fui testigo de cargo en su juicio. Conté todo lo que me había hecho. Absolutamente todo. No ahorré detalle alguno. Conté cada una de las torturas sexuales que me infligió. Fue un gran deshonor para su familia que se diera a conocer eso… Aloys se pone nervioso. Sabe que no va a poder escapar a otro relato atroz de Rose, cuya mirada se endurece. Habla Rose. Aloys traga saliva y traduce en tercera persona: “Pascal Habyarimana exigia que Rose se arrastrara por el piso hasta llegar a la silla donde la esperaba desnudo, pistola en mano. Exigía sonrisas de Rose durante los actos sexuales degradantes que le imponía. Si no obedecía le apuntaba su revólver hasta arrancarle una sonrisa. Rose le gritaba: ‘¡Mataste a mis hijos, a mi familia, a mis vecinos y quieres que te sonría!’. El verdugo se carcajeaba. Estas escenas se repetían noche tras noche en presencia del marido atado de pies y manos. Habyarimana se vanagloriaba de la superioridad sexual de los hutus sobre los tutsis. De día el marido de Rose construía una casa para ese individuo. Y por la noche tenía que asistir al martirio de su mujer.” Rose sigue hablando. Aloys dice que las palabras le excorian la boca. Rose habla. Aloys traduce en primera persona. “Yo resistía por mis hijos. A ese hombre lo enloquecía que no sintiera excitación sexual alguna.” Por primera vez tiembla la voz de Rose, pero sigue hablando: “Finalmente dejó de excitarlo la presencia de mi esposo. A principios de junio dijo: ‘Siento que me odia demasiado. Lo voy a matar’. Ordenó a sus subordinados que lo tiraran en una fosa común muy profunda llena de cadáveres. Cada día me llevaba a verlo. Estaba tendido entre muertos. Apenas se movía. Estaba cubierto de insectos repugnantes. Tenía sed. Después de algunos días Habyarimana ordenó que lo mataran. Lo lapidaron.” Por fin Rosa llora… Aloys camina por el jardín. Nos quedamos las dos, calladas. Un mesero trae café. La sombra del árbol debajo del que estamos sentadas nos envuelve. Rose seca sus lágrimas. Aloys se vuelve a sentar. Juzgados “Conté eso y mucho más ante la gachacha (tribunal tradicional local) que lo juzgó. Cuando dejé de hablar nadie se movió. Todo mundo estaba traumado. Después los jueces confesaron al presidente de la gachacha que lo que había dicho les resultaba insoportable. Varios dijeron que se les había subido demasiado la presión.” Se indigna: “¿Se da cuenta? ¡Viví todo eso en carne propia y ellos no lo podían oír…! Al día siguiente nadie vino a la gachacha. “Ese juicio, como todos los de violación, se realizaba a puerta cerrada con la sola presencia de los acusados, las víctimas, los testigos y los miembros de la gachacha. El hecho de que me hubiera atrevido a hablar permitió que otros testigos y víctimas contaran lo que sabían o habían vivido.” Después de la caída del régimen genocida las nuevas autoridades detuvieron a alrededor de 150 mil hutus que habían participado en el genocidio de una forma u otra. Pero quedaban aún muchos victimarios en libertad y los supervivientes exigían justicia. Por si eso fuera poco, el sistema judicial ruandés se había desmoronado: magistrados tutsis habían huído o habían sido asesinados. Los sobrevivientes se demoraban en regresarse al país, mientras los magistrados hutus se habían exiliado. Las ONG internacionales denunciaban las tétricas condiciones en las que vivían los presos y la lentitud de la justicia de Ruanda. El gobierno de Paul Kagame no tardó en entender que se necesitaría un siglo para juzgar a esos 150 mil presos en las cortes de justicia y los juzgados penales. Se volvió imprescindible poner en marcha un sistema judicial de emergencia. Se recurrió a las gachachas, instancias precoloniales en las que las comunidades resuelven sus conflictos locales: robo de animales, problemas de delimitación de predios, de repartición de agua, brujerías, adulterios… Al igual que en otros países del África subsahariana, los aldeanos se sientan bajo “el árbol de las palabras” y debaten en presencia de ancianos y sabios que median en sus disputas. Fue más o menos así como funcionaron las gachachas en Ruanda de 2003 a 2010. Se crearon muchas en todo el país. Cada una constaba de un comité con 19 inyangamugayo —personas de gran probidad—, todos elegidos por la comunidad. Empezaron su labor a finales de 2003, después de haber recibido una capacitación jurídica básica. Era capital para el gobierno acabar pronto con el creciente sentido de impunidad que atormentaba a las víctimas e involucrar a todos los ruandeses en ese proceso de justicia. Kagame consideraba que sólo así se podía acelerar la reconciliación nacional. Por supuesto, la iniciativa provocó controversias. La experiencia aún es demasiado reciente para medir sus logros y fracasos. Pero hasta sus detractores reconocen que las confesiones de los genocidas tuvieron por lo menos un mérito: permitieron que muchos familiares de víctimas supieran dónde estaban los cadáveres de sus seres queridos. Así pudieron darles sepultura y cerrar su duelo. “Hubo de todo en las gachachas: hipocresía y sinceridad. Frustración, alivio y convivencia. Esperanzas y desilusiones, mucha catarsis”, comenta Rose antes de contar otra historia a la vez tremenda y asombrosa: “Pascal Habyarimana no fue el primero en violarme. Antes de él me había atacado un policía que se conoce como Mugabo. Ese hombre violó a muchísimas mujeres pero no las mató. Las violaba y después las ayudaba a esconderse. Lo confesó todo en la gachacha y dio la lista de todas sus víctimas. Incluso se arrodilló para pedir perdón a las que asistíamos a su juicio. Lo hizo con mucha sinceridad. Rose imita a Mugabo: “Dijo: ‘Ahora me doy cuenta de que lastimé a las mujeres que violé, pero debo confesar que siempre me encantó hacer el amor y que antes del genocidio yo era un gran mujeriego. Me gustan tanto las mujeres que no maté a ninguna. Por el contrario, las ayudé a salvarse. ¡Las que están aquí saben que yo digo la verdad! Estoy consciente de que merezco cadena perpetua, pero apelo a su clemencia. ¿Podrían pedir que me condenen a 30 años?’.” “El comité de la gachacha quedó perplejo. Convocó a todas las víctimas y deliberó con ellas a puerta cerrada. Todas reconocieron que sólo habían sobrevivido porque Murabo las había ayudado. Hubo largas discusiones y finalmente decidimos reducir su pena a 20 años de cárcel. Lo perdonamos.” En los meses que siguieron a su liberacion, en julio de 1994, Rose se derrumbó física y moralmente. “Acabé en el hospital universitario de Butare y me encontré con muchas mujeres tan mal como yo... o peor. Los médicos nos juntaron en salas aparte y nos dedicaron mucho tiempo y cuidado. Durante semanas y semanas nos ayudaron a reconstruirnos físicamente. Psicólogos se encargaron de nosotras con gran entrega. Estábamos realmente muy destrozadas. Fue en ese momento cuando decidí trabajar con las mujeres violadas. “Ansiaba recuperarme para ayudar a las que estaban muchísimo más desamparadas que yo. Cuando me sentí mejor, trabajé con Avega, la gran asociación ruandesa de viudas del genocidio. Luego creé Abasa —es el nombre de mi asociación—. Significa ‘las que se parecen’ en kinyaruanda.” Abasa se preocupa por las más olvidadas: las mujeres violadas, en su mayoría viudas, que viven en el campo. “Me di cuenta de que varios años después del genocidio muchas de ellas vivían en condiciones infrahumanas. Sus familias habían sido asesinadas, sólo habían sobrevivido unos de sus hijos, sus casas estaban destruidas y casi no tenían recursos. La mitad de la semana cultivaban su propia parcela, la otra estaban al servicio de los hutus que habían matado a sus seres queridos. Estos ‘permitían’ que durmieran con sus vacas y cabras.” Rose movió cielo y tierra para denunciar esa situación. En 2005 su grito de alarma llegó a oídos de Jeannette Kagame, esposa del presidente, quien lanzó un programa de construcción de viviendas para las viudas más necesitadas de la región de Butare. En 2006 la primera dama inauguró esas casas. Gran parte de las mujeres violadas, las campesinas y las que viven en las ciudades, padecen VIH-sida y otras enfermedades de transmisión sexual. “Muchas mujeres no tenían idea de lo que era el sida. Descubrieron que eran seropositivas cuando vinieron a pedir ayuda al hospital. Fue insoportable. Las que vivían en la soledad absoluta se dejaron morir. Las otras fallecieron por falta de tratamiento, porque a finales de los noventa la triterapia estaba fuera de su alcance. “En cambio, el gobierno, acusado de maltratar a los presos por organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos, cuidaba que sus violadores encarcelados fueran atendidos médicamente. “Ahora la triterapia dejó de ser un lujo. Las mujeres entendieron que se puede vivir controlando la enfermedad. Pero aún son muy pocas las que se atienden y demasiadas las enfermas sin cuidados.” En la plática informal que sostuvo con la reportera antes de la entrevista, Rose aludió a su papel de mediadora y reconciladora entre víctimas y verdugos. A la luz de los suplicios que sufrió, no deja de ser impresionante que tenga fuerza para asumir ese papel. “No perdoné globalmente a los hutus… Perdono a quienes se arrepienten sinceramente”, dice. “Debo dar el ejemplo. Mi comunidad me eligió presidenta del Comité de Reconciliación. El vicepresidente es hutu y todo el comité es mixto. Somos 40, hutus y tutsis, hombres y mujeres. Nos reunimos cada miércoles para resolver los problemas que dividen a la gente. Muchos tienen que ver con las compensaciones que los tutsis exigen por sus bienes perdidos, sus casas demolidas y sus animales muertos…” Rose junta a los contrincantes y busca soluciones negociadas con ellos. Pasa muchos días yendo de casa de uno a casa de otro. Los verdugos tienen vergüenza y no se atreven a platicar con sus exvíctimas, y éstas no quieren remover el pasado… Lleva tiempo sentarlos frente a frente. Rose enfrenta también situaciones muy preocupantes. Se dan casos de exgenocidas arrogantes que lograron escapar a la justicia y siguen hostigando a sus vecinos. Son los más peligrosos. Concluye Rose: “Es difícil vencer la desconfianza tan grande que envenena nuestras relaciones después del genocidio. Antes éramos joviales y algo cándidos. Ahora nos hemos vuelto muy introvertidos y suspicaces… Pero tenemos el deber de heredar un país sanado a nuestros hijos. Si no, ¿qué sentido tiene haber luchado tanto para sobrevivir?”.

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