México y el espejo colombiano

lunes, 30 de agosto de 2010 · 01:00

Un bombazo contra la cadena radial Caracol, ocurrido el jueves 12, revivió la pesadilla de los comunicadores de Colombia que comenzó en 1986 con el asesinato –ordenado por narcotraficantes– de Guillermo Cano Isaza, director del diario El Espectador. A partir de entonces, ser periodista en aquella nación fue un riesgo: después de los narcos, aparecieron los paramilitares y los parapolíticos, grupos al margen de la ley que amenazan y atacan impunemente a medios e informadores.

BOGOTÁ, 30 de agosto (Proceso).- A las seis de la mañana del viernes 13, el periodista Darío Arizmendi Posada, director del programa 6 am Hoy por Hoy, de la cadena radial Caracol –el espacio de noticias más escuchado de Colombia–, anunció al aire que haría un editorial sobre el atentado con coche-bomba ocurrido el día anterior y que causó heridos y daños al edificio, así como a la zona aledaña a la emisora.

Un día antes, a las 5:27 horas, Arizmendi acababa de sentarse en la cabina, en el octavo piso de la estación, cuando los oyentes escucharon el estallido. Él mismo dio la noticia: “Atención, se acaba de presentar una gravísima explosión aquí en el estudio de la Cadena Caracol de Colombia, en el máster central. Ha caído buena parte del techo sobre los estudios de la primera cadena de América Latina”.

Arizmendi fue sacado de las instalaciones por sus cinco escoltas, quienes consideraban posible un segundo ataque, por lo que llevaron al periodista a un refugio.

A media mañana del jueves 12, los investigadores establecieron que el atentado fue ejecutado con un automóvil cargado con 50 kilos de anfo (explosivo a base de nitrato de amonio), robado el 31 de julio a un suboficial del Ejército. Todo ese día la zona del ataque fue cerrada mientras se sacaban los escombros de los estudios de Caracol y se hacía el recuento: nueve heridos y daños a 71 locales comerciales y 322 viviendas.

Arizmendi regresó a su lugar de trabajo al día siguiente para transmitir su editorial, en el que envió un mensaje a los autores del ataque: “Pueden temblar los cimientos de este edificio, pero no nos vamos a dejar intimidar de los terroristas”. Se quejó, además, porque dos semanas antes la policía retiró la vigilancia de la emisora, que recientemente había sido objeto de otros ataques. Arizmendi salió de Colombia en marzo de 2007 en un exilio forzado del que regresó un año después.

El 11 de octubre de 2009, las autoridades descubrieron un plan de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) para atentar contra otro periodista de la misma cadena radial, Herbin Hoyos, autor del programa Las Voces del Secuestro, espacio que se convirtió en canal de comunicación entre las familias y al menos dos centenares de personas retenidas por grupos al margen de la ley.

 

Tres décadas bajo fuego

 

La explosión del vehículo frente a la sede de la cadena radial hizo recordar de inmediato la prueba que ha tenido que soportar el periodismo colombiano desde hace cerca de tres décadas, durante las que ha sido atacado sistemáticamente por los diferentes actores de la violencia. Primero fue el narcoterrorismo, luego el paramilitarismo, después la narcoguerrilla y por último la parapolítica.

Un registro actualizado de la Unidad de Respuesta Rápida, dependencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), indica que entre 1993 y lo que va de 2010 en Colombia han sido asesinados 132 periodistas, el último de ellos el pasado 19 de marzo: Clodomiro Castilla Ospino, director de la revista El Pulso del Tiempo y reportero de la emisora La Voz de Montería. Castilla era conocido por las insistentes denuncias que formulaba contra políticos de la provincia de Córdoba por corrupción y por sus vínculos con grupos al margen de la ley.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos reprobó este asesinato y reconoció la rápida reacción del gobierno para iniciar una investigación, pero se quejó porque “al momento de los hechos el periodista no contaba con protección del Estado”, que según la entidad había sido requerida desde noviembre de 2009.

De acuerdo con las indagaciones de la SIP, de los 132 comunicadores asesinados, 59 lo fueron por su ejercicio profesional; sobre 22 más hay dudas en la identificación de los autores intelectuales y en otros 50 casos la SIP cree que se trata de episodios no relacionados con el quehacer periodístico.

La persecución al ejercicio del periodismo en Colombia viene de comienzos de los ochenta, cuando el Estado empezó a luchar frontalmente contra el narcotráfico, en particular contra el cártel de Medellín. Los jefes del tráfico de cocaína –encabezados por Pablo Escobar Gaviria y José Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano– desataron una guerra sangrienta contra los comunicadores o medios que informaran sobre sus actividades o se mostraran de acuerdo con la extradición de narcotraficantes a Estados Unidos.

Entre 1984 (con el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara, la primera acción desafiante de los cárteles) y 1993 (con la muerte del capo Pablo Escobar) Colombia vivió la tragedia del narcoterrorismo en una guerra del narcotráfico contra el Estado, que dejó al menos dos mil muertos.

En ese capítulo el periodismo pagó una cuota muy alta que se inició con el asesinato, el 17 de diciembre de 1986, del director del diario El Espectador, Guillermo Cano Isaza; se había convertido en una piedra en el zapato de la mafia con sus punzantes editoriales contra el tráfico de drogas y a favor de la extradición. El periodista fue baleado por órdenes de Escobar y El Mexicano.

Como repudio al asesinato, por primera y única vez en la historia colombiana los medios se unieron en una protesta: al día siguiente no circularon periódicos, no hubo noticiarios de televisión y la radio se silenció. Después, reporteros especializados en el tema elaboraron informes especiales, de 10 minutos cada uno, que se transmitieron simultáneamente durante una semana en todas las emisoras del país; en esos reportes quedaron al descubierto las identidades y los enlaces de las principales redes mafiosas que apenas eran conocidos por la opinión pública.

Al recordar aquella época, Fidel Cano, actual director de El Espectador, dice a Proceso que el sacrificio de Guillermo Cano “les abrió los ojos a los periodistas y al país sobre el tamaño de la amenaza”.

 

Temporada de bombas

 

La venganza del cártel de Medellín no se detuvo. Tres años más tarde, el 2 de septiembre de 1989, un coche-bomba destruyó parte de las instalaciones de El Espectador y dañó seriamente la rotativa y el sistema de producción del periódico. Ese mismo día, hombres armados incendiaron una casa de descanso de la familia Cano en Islas del Rosario, Cartagena. Además, el 10 de octubre siguiente sicarios asesinaron en Medellín a la gerente administrativa del diario, Marta López, y al jefe de circulación, Miguel Soler.

La ofensiva de la mafia contra los medios continuó el 16 de octubre de ese año, cuando enviados de Escobar detonaron otro coche-bomba, ahora en la redacción del periódico Vanguardia Liberal, en Bucaramanga. Ocho personas perdieron la vida y el diario quedó en ruinas.

A la larga lista de periodistas muertos en ese periodo se suman el director del noticiario de televisión MundoVisión, Jorge Enrique Pulido, el 8 de noviembre de 1989; Diana Turbay, la secuestrada editora de la revista Hoy por Hoy, el 25 de enero de 1991 en un intento fallido de rescatarla de las manos de Escobar; y Carlos Lajud Catalán, de la cadena ABC de Barranquilla, baleado el 19 de abril de 1993.

Por aquella época, aunque en menor proporción, los capos del cártel de Cali, los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, también se sentían incómodos con los periodistas que promovían la extradición.

Las autoridades atribuyen a los Rodríguez Orejuela el asesinato de al menos dos columnistas de periódicos regionales a finales de los ochenta, pero la amenaza directa era la manera más expedita de amedrentar a los comunicadores. Uno de ellos, un reportero que trabajó en la fuente judicial del diario El Tiempo, recordó una llamada que recibió de Gilberto Rodríguez por un artículo publicado ese día que hacía referencia a la extradición. “Me dijo que nosotros no habíamos entendido cómo era enfrentarse a ellos. Y agregó: ‘Con una sola llamada, por cinco millones de pesos (2 mil 500 dólares) usted está muerto antes del mediodía. En Bogotá mucha gente hace cola para hacer trabajos tan sencillos como ese’”.

Desaparecidos los grandes capos del narcotráfico de los cárteles de Medellín y de Cali a mediados de los noventa, y con la aparición de una nueva generación de narcos sin ambiciones políticas se redujeron notablemente los ataques contra la prensa. La tregua duró poco, porque a finales de esa década Colombia vivió otro fenómeno: el paramilitarismo, con los hermanos Vicente y Carlos Castaño Gil a la cabeza, que mutaron del narcotráfico y mostraron una faceta ideológica de extrema derecha que consistía en mostrarse como enemigos a muerte de las guerrillas, especialmente de las FARC.

Ese movimiento surgió en la región noroeste del país, en la frontera con Panamá, y pronto se extendió a todo el país de la mano de buena parte de la fuerza pública que encontró en los paramilitares el escudo adecuado para combatir los enlaces de los grupos rebeldes en pueblos y ciudades.

De ese periodo violento en el que murieron cerca de 8 mil personas a manos de bandas paramilitares que arrasaron sin piedad y ejecutaron matanzas a manera de escarmiento, sobresale el asesinato, el 13 de agosto de 1999, del periodista y humorista Jaime Garzón, baleado por sicarios cuando llegaba a su trabajo en la emisora Radionet. A través de sus personajes de caricatura el comunicador denunciaba la barbarie paramilitar y recreaba su relación con agentes del Estado que cerraban los ojos ante el avance de la extrema derecha.

Carlos Castaño, asesinado por sus propios compañeros el 16 de abril de 2004, fue señalado por varios testigos como autor intelectual del asesinato del periodista. Recientemente varios exjefes paramilitares, entre ellos Jorge Iván Laverde, El Iguano, acusaron como instigador del asesinato de Garzón a José Miguel Narváez, quien en 2008 fue subdirector del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), organismo de inteligencia que depende de la Presidencia.

El pasado 8 de julio, el fiscal general de la Nación, Guillermo Mendoza Diago, dictó medida de aseguramiento contra Narváez, quien según comprobaron los investigadores viajó en varias ocasiones a Urabá a dictarles conferencias a los jefes paramilitares en sus campamentos.

 

Medidas blandas y duras

 

Tras la muerte de Garzón, el gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana
–quien años atrás había ejercido el periodismo– acató las recomendaciones de organizaciones nacionales e internacionales y en 2000 creó un Programa de Protección a Periodistas (PPP), dependiente del Ministerio del Interior y de Justicia. En él funciona un comité que se reúne cada mes –y de manera extraordinaria cuando las condiciones lo ameritan–, el cual se encarga de realizar un estudio de riesgo y actuar de manera inmediata si cree que un comunicador está bajo amenaza.

El PPP dispone al año de cerca de 15 mil millones de pesos (unos 7.5 millones de dólares) y prevé la aplicación de dos tipos de medidas: las blandas, que incluyen el uso de chaleco antibalas, un aparato de comunicación y talleres de autoprotección; y las duras, que de acuerdo con el examen de riesgo incluyen rondas o vigilancia policial permanente, la asignación de escoltas, el traslado a otras ciudades o el exilio.

Proceso dialogó con Ignacio Gómez, presidente de la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), organismo del comité que examina las alarmas que prenden los comunicadores, quien explicó que desde la creación del PPP es evidente la disminución del número de asesinatos de periodistas. “Desde 1978 –dice Gómez, un reconocido investigador del noticiario de televisión Noticias Uno– en Colombia eran asesinados siete periodistas por año. Esa cifra bajó a tres o cuatro y ya ha habido periodos en los que no es asesinado ninguno”.

Pese al buen panorama de los últimos años, en Colombia subsisten las amenazas a los periodistas, sólo que ahora los autores son identificados como parapolíticos, narcoguerrilleros o simplemente bandas criminales.

Según Gómez, la Flip recibe dos o tres quejas semanales de periodistas que se sienten amenazados en el ejercicio de su profesión, especialmente en las regiones donde la actividad del Estado es más dispersa y lejana. Pero a diferencia del pasado, la rápida acción de la entidad creada para protegerlos ha impedido que los delincuentes cumplan su cometido. l

 

 

 

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