Los "locos" de la Revolución*

martes, 29 de noviembre de 2016 · 11:10
Después de una primera entrevista a Fidel Castro en 1959, publicada en el diario Excélsior, Julio Scherer García realizó una segunda en septiembre de 1981. Pero “Fidel era el mismo y era otro”, evocó el director fundador de Proceso. Las palabras del comandante –cuya muerte ocurrió el pasado viernes 25– “ya no circulaban por su sangre como antes. Hablaba la inteligencia, el círculo apretado de su argumentación más que probada”. Hasta que, de pronto, Fidel “abandonó el discurso” y, en otro tono, contó una historia personal… CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Fidel me recibió en un salón del Palacio de las Convenciones del que nada recuerdo, salvo a un grupo de oficiales que lo rodeaban. Entre ellos se encontraba Gabriel García Márquez. Si la figura de Fidel es impresionante por sí misma, la presencia del escritor me turbaba. Resentí la inseguridad de moverme bajo la mirada de semejante testigo. Fidel me decía, amistoso: –Yo te quiero dar la entrevista, pero es de mala política conversar con periodistas adversos a sus gobiernos. Y tú eres de ésos. Tienes amigos que son mis amigos y me han pedido que conversemos. Pero, te digo, es de mala política. Aduje que la política no tiene por qué regir al periodismo. El periodista ejerce como “novelista sin ficción”. –Dime tú cómo le hacemos. Vi en el Gabo la salvación. Lo propuse como lector de mi trabajo. Con García Márquez caminaba sobre seguro. Me devolvería un texto limpio, sin tocar el lápiz para agregar una coma o corregir algún tropezón gramatical. No obstante, me sentía incómodo. Fidel es para una gran entrevista o el encuentro pasa del oro al cobre. Tendría que ser como aquella, la primera, en la madrugada del año nuevo en La Habana, el año 1959. Fue el tiempo en que Fidel se hizo historia, embrujada la multitud que lo seguía por todos lados. Hasta el milagro se hizo en esos días. Durante uno de sus discursos, una paloma se detuvo sobre su hombro guerrillero. Veinte años después, Fidel era el mismo y era otro. El poder maltrata el carisma y la soltura decae a costa de la solemnidad. El paso cambia, los ademanes se alargan o se contraen y la palabra nace con otro acento. Todo es igual, pero la fotografía original se impone en el álbum histórico. No olvido esa entrevista de 1981. La tengo presente y no resisto la tentación de reproducir la introducción en este texto breve. En el libro que ahora escribo, La memoria es otra vida, pienso en el derecho inaudito de revivir mi muerte: “La Habana, 21 de septiembre 1981.- Existe un equilibrio entre sus palabras y su personalidad, entre la inteligencia y su historia inverosímil. Máquina del verbo, avasalla cualquier límite cuando ha pronunciado las primeras cinco frases. Embriaga y se embriaga y disfruta de su auditorio tanto como éste de él. “Las patas de gallo, precursoras de todos los mapas posibles en el rostro, no aparecen aún en la cara de Fidel. Los ojos incandescentes son los de sus discursos. La barba es negra bajo la luz del sol, rojiza bajo la luz artificial. Sencillo y desbordado, en él se mezclan la suavidad y la firmeza. “Formalizó la entrevista durante la fiesta que ofreció a los intelectuales que concurrieron al Encuentro por la Soberanía de los Pueblos. Cercado por un tumulto que lo seguía a donde fuera, imponente y dueño de la situación, dijo sin metáfora: –Soy su prisionero. –¿Autoriza la grabadora? –Haz lo que quieras. “Horas permaneció en la marejada asfixiante del salón de recepciones del Consejo de Estado. Decorado el palacio como un pedazo de la Sierra Maestra, hasta él fue llevada la vegetación de un trópico que debe ser inconmensurablemente bello. Los helechos son gigantescos, las orquídeas tienen colores de pájaros y los árboles son de maderas dulces y suaves. Al fondo, alucina el mural de Portocarrero, famoso porque las formas son tantas que no caben en los ojos”. * * * Yo estaba prendido de las palabras de Fidel, pero éstas no circulaban por su sangre como antes. Hablaba la inteligencia, el círculo apretado de su argumentación más que probada. La entrevista respondía al eco de sus discursos. En algún momento observé sus manos, largas y delgadas, apenas visible el filo de las uñas. Eran manos de artista y se me hacía difícil imaginarlas con una pesada bazuka lista para matar. Le pregunté a Fidel por su reacción al ver caer al primero de los muchos que alcanzó su mirada certera en la lejanía y las explosiones de su arma implacable. Continuó como si no me hubiera escuchado. La grabadora hacía su trabajo y la memoria se ocupó de sus propias decisiones. Me impuso a Pinochet y lo imaginé infectado el cuerpo entero. Decía Pinochet que cuando el ejército sale a la calle, sale a matar. En el otro extremo estaban los guerrilleros de Sierra Maestra que, cuando treparon a la montaña, treparon para matar. No han faltado quienes hayan pretendido alguna similitud entre el comandante y el incendiario de La Moneda. La diferencia me parece abismal, inadmisible la comparación. De pronto Fidel abandonó el discurso y me contó una historia personal. Lo escuché, ya en otro tono: Caminaba Fidel al lado de Brezhnev por el corredor central del Palacio de las Convenciones, el mármol negro reluciente como si fuera el blanquísimo de Carrara (Brezhnev ha sido descrito como un hombre cruel. El Oso le llamaron por su fuerza física y por su pasión en la cacería de esos animalazos cafés que, dicen, son incontrolables cuando en ellos se desata la furia. Después de Stalin, se recuerdan en el Kremlin, como de ningún otro, los arrebatos de Brezhnev). Caminaban juntos, ausentes las palabras entre ellos. Intempestivo e imprevisible, Brezhnev detuvo el paso y observó al fondo la obra de Portocarrero. Vio las formas que se multiplican, los colores de una hoguera inmensa formada por el naranja, el color más caliente, los violetas de llama blanca, los rojos que ciegan, los verdes selváticos. Era el Portocarrero que había llevado al mural la sensación de la incandescencia. –Brezhnev me preguntó–, cita Fidel en la entrevista, textual: –¿Y quién es ese loco que pintó eso? Castro sintió la mordedura: –Un loco que, junto con otros locos, hizo la revolución cubana a la cual usted ha rendido homenaje. * * * En un sobre cerrado, García Márquez me devolvió el texto que le había hecho llegar la víspera. No hubo indicio de una sola observación. Me sentía satisfecho y sólo eso. La entrevista salvaba el decoro, sin el acicate del orgullo profesional. En el aeropuerto José Martí, ya para dejar La Habana, escuché mi nombre a todo volumen. Gritaban los altavoces. El comandante me buscaba. Urgente era el tono de la voz: “Julio Schere, Julio Schere, favor de presentarse en la mesa de Cubana”. Alterado como estaba, sólo miraba alrededor. Fidel me encontró. –Quiero hablar contigo unos minutos. Nada grave, nada de qué preocuparse. A unos pasos, señaló un par de sillas. –Te quiero pedir un favor. –Dígame, comandante. –Te agradecería que suprimieras la historia que te conté acerca de Brezhnev. Tú cumpliste con el Gabo, cumpliste conmigo. Todo está de tu parte. Publica la historia, si así lo decides, si así lo quieres. Pero yo te debo pedir ese favor. –La historia es vivaz, comandante, una pequeña joya. –Está bien. Tú decides. No hay objeción de mi parte. Te respeto, lo sabes. Subrayé un largo silencio sin despegarle los ojos. Fidel fue claro. Sus relaciones con los soviéticos se encontraban en un punto riesgoso. Comandante de la revolución, sostendría sus principios, pero no quería que la atmósfera se calentara aún más y la envenenaran las suspicacias, las sospechas que terminan en la maledicencia. Frente a la historia impresa, traducida a su idioma, Brezhnev reaccionaría con rabia. Nos despedimos con un abrazo breve y Fidel se perdió entre una multitud. En el avión de regreso a México, suprimí la historia. Alguna vez Fidel me había hecho soñar. * Texto publicado en la edición especial No. 20 de Proceso (abril de 2007)

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