Turquía, la guerra que renace

viernes, 19 de febrero de 2016 · 12:35
El gobierno de Turquía y las organizaciones kurdas –que hace apenas un año negociaban la paz– reiniciaron hostilidades con una violencia inusitada. Mientras el ejército turco asedia varias localidades del sureste del país, en algunas ciudades militantes kurdos –fogueados en Siria en la lucha contra los yihadistas– se preparan para el enfrentamiento bélico. Cinco años después de iniciada, la guerra civil en Siria se expande en la región. DIYARBAKIR/NUSAYBIN, Turquía.- El muchacho pasa cargando un fusil ruso y otro estadunidense. Los cañones de las armas casi rozan la punta de mi nariz. Doy un respingo. –¿Te asustan? –pregunta él. –No especialmente –respondo. Pero, desde luego, ver a alguien que no llega a los 15 años trajinar con armas como si fueran juguetes, no brinda mucha seguridad. La escena ocurre en el barrio de Yenisehir, uno de los cuatro de la localidad de Nusaybin tomados por milicias de jóvenes armados adscritas al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Apenas quedan adoquines en las calles, pues éste es el material que han utilizado para cerrar las entradas al tráfico y a la policía, levantando barricadas de dos metros de alto y uno de ancho, cubiertas con sacos de tierra. Estos muros, construidos con pericia profesional, se suceden en las calles, alternados con zanjas, trincheras y túneles a través de los cuales los milicianos introducen explosivos para, en caso de ataque, detener el avance de los blindados de la policía y el ejército turcos. “Si el Estado nos ataca, a nosotros no nos queda más remedio que defendernos”, se justifica Rustem Akif, de 20 años, armado con un Kalashnikov. Escalada La cuestión no es sencilla. A principios de 2015 todo parecía listo para poner fin al conflicto kurdo, que en las últimas tres décadas ha enfrentado a las fuerzas de seguridad de Turquía y al PKK –considerado como un grupo terrorista por la OTAN, Estados Unidos y la Unión Europea– con saldo de más de 40 mil muertos. Desde 2013 el gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (conservador), el Partido de la Democracia de los Pueblos (principal formación kurda en el Parlamento turco) y el fundador del PKK, Abdullah Öcalan, encarcelado a perpetuidad en Turquía, negociaban un acuerdo. En el sureste del país, donde se concentra la minoría kurda, se respiraba la paz. Inversionistas y turistas comenzaban a visitar la zona, de un gran acervo cultural. Sin embargo el presidente, el islamista Recep Tayyip Erdogan –previendo que el acercamiento con los kurdos podía restarle votos del nacionalista electorado turco y dado que los diputados de aquella minoría no estaban dispuestos a apoyar su proyecto de convertir el sistema parlamentario en uno presidencialista que le diera plenos poderes–, decidió bloquear las negociaciones. “Ponerlas en el refrigerador”, dijo. Su partido, de hecho, perdió la mayoría absoluta en los comicios de junio de 2015, y un Erdogan cada vez más autoritario entró en cólera y se lanzó contra los kurdos en un ambiente enrarecido debido a los atentados cometidos por células del Estado Islámico (EI) infiltradas desde Siria. El objetivo de estos ataques fueron principalmente los nacionalistas kurdos y los partidos de izquierda (cuatro muertos en Diyarbakir en junio de 2015; 33 en Suruc en julio; 102 en Ankara en octubre), por los que no pocos turcos vieron tras ellos la mano de un gobierno al que se acusa de mirar hacia otro lado en lo que a las actividades de grupos yihadistas se refiere. Ante la falta de progresos, el PKK anunció en julio pasado el fin de su alto el fuego, que había mantenido desde 2013, y volvió a asesinar policías y militares. El ejército reaccionó bombardeando las bases de la organización kurda en las montañas del norte de Irak y el sur de Turquía, lo cual llevó a las alcaldías del sureste, en manos de los nacionalistas kurdos, a declarar unilateralmente su autonomía del gobierno central. Ankara respondió con la detención de decenas de autoridades electas y representantes políticos. Para evitar nuevos arrestos, los jóvenes kurdos se organizaron en milicias y se atrincheraron en sus barrios. Como resultado, en pocos meses las esperanzas de paz en el Kurdistán turco se han trocado en una espiral de caos y destrucción: el gobierno declaró el toque de queda 59 veces en 19 localidades (tres de ellas –Cizre, Silopi y la Ciudad Vieja de Diyarbakir–, aún lo mantienen y permanecen cercadas por el ejército), y las estimaciones más conservadoras cuentan las muertes por encima de 700, incluidos más de 300 civiles. Casa por casa El centro histórico de Diyarbakir –capital oficiosa de los kurdos de Turquía– está rodeado por unas imponentes murallas de basalto que ya son Patrimonio de la Humanidad. Pero desde el interior de la ciudad no llegan ya los sonidos típicos de los bazares, las campanas de sus iglesias o los muecines de sus mezquitas, sino el incesante traqueteo de las armas y las temibles sacudidas de la artillería pesada. A principios de diciembre se impuso el toque de queda en varios barrios de esta parte de la ciudad y fuerzas especiales de la policía trataron de reducir a un centenar de militantes kurdos que se habían hecho fuertes en varias calles. No pudieron y los combates se extendieron a otros barrios, por lo que el gobierno envió al ejército, que ha introducido vehículos blindados y tanques. Según explica el periodista local Ilyas Akengin, la dificultad de los militares para avanzar se debe precisamente a la intrincada geografía del lugar: “(Los insurgentes kurdos) colocan bombas trampa a la entrada de las calles, que son muy estrechas, por lo que los soldados sólo pueden avanzar casa por casa. Y cuando los militares recuperan un barrio, los combatientes (kurdos) se infiltran en otro. Luchan de forma muy profesional e incluso poseen francotiradores”. Las escasas imágenes que llegan del interior, donde se producen los combates (la zona está vetada a la prensa no oficialista), hablan por sí solas. Edificios completamente destrozados, casas saqueadas, monumentos calcinados. Quienes de allí escapan aseguran que recuerdan a las fotografías de la vecina Siria, en guerra civil desde hace cinco años. “Ayer nuestro barrio estaba en pie, pero hoy no queda nada. A nuestra casa la alcanzó un mortero y quedó hecha pedazos. He intentado regresar por las medicinas de mis padres, que son ya mayores, pero hay francotiradores de la policía que disparan a todo el mundo. Y si te matan, dicen que mataron a un terrorista”, se quejaba un joven recién huido de la Ciudad Vieja. “La policía dispara a diestra y siniestra y los del PKK ponen minas y explosivos. Hemos tenido que escapar para no quedar atrapados en medio de los enfrentamientos”, relata Mahmut, de 36 años. “La vida dentro es imposible: cortaron el agua, la electricidad, no hay calefacción y queda poca comida”. Entre 100 mil y 200 mil personas se han visto obligadas a huir de las tres localidades donde se centran los combates, una nueva corriente de desplazados que se une a los 3 millones de refugiados sirios e iraquíes que ya acoge Turquía a causa de la guerra al sur de su frontera. “Generación tormenta” En Cizre, completamente bloqueada por el ejército, sólo quedan 20 mil de sus 130 mil habitantes. Un sótano de esa localidad se convirtió en el símbolo de esta nueva guerra: allí, a finales del mes pasado, quedaron atrapadas unas 30 personas, la mayoría heridas, sin electricidad ni agua. A medida que pasan los días, los heridos van muriendo uno a uno. “No puedo soportar los gritos de una chica que está herida de bala y constantemente pide agua”, dijo uno de los atrapados (vía telefónica) al diputado kurdo Faysal Sariyildiz, quien a su vez describió la escena a Proceso. “Esto es una masacre”, señala el diputado. Los equipos médicos no pueden llegar al edificio sitiado. Según el Ministerio de Salud, porque francotiradores del PKK atacan a las ambulancias; según los kurdos, es el ejército el que lo impide. “Esta nueva fase del conflicto va a tener graves consecuencias. Ahora la guerra no es sólo en las zonas rurales, como ocurría en los noventa, sino también en el interior de las ciudades”, advierte Ragip Bilici, presidente de la Asociación de Derechos Humanos de Diyarbakir, y llama la atención sobre el peligro de radicalización de estos nuevos desplazados. No en vano la generación de insurgentes que ahora lucha contra el Estado turco la forman hijos de las familias kurdas ­desalojadas de sus aldeas y pueblos por Ankara en los ochenta y noventa, para evitar que prestaran apoyo al PKK. Son jóvenes –bautizados como “generación tormenta”– crecidos en la violencia y que vieron cómo sus padres y hermanos mayores eran detenidos y torturados o se echaban al monte y morían en las filas de la guerrilla. Son jóvenes como Ahmet, quien aunque no empuña las armas, apoya a los que están dentro del cerco combatiendo contra las fuerzas militares y policiacas. “Si el ejército de Turquía, con toda su tecnología, tanques y helicópteros, es incapaz de acabar con 100 jóvenes en dos meses de asedio, eso significa que en realidad el Estado es débil”, dice Ahmet. Y advierte: “Aún no hemos dicho la última palabra. Seguimos apostando por la paz. Si decidimos ir a la guerra en serio, este país se ahogará en sangre”. De hecho, un grupo armado vinculado con el PKK ha amenazado con cometer el mismo número de atentados en las provincias del oeste de Turquía que muertos haya en Cizre. A los agravios pasados se une el conflictivo vecindario en que se ha convertido la región. Muchos de los jóvenes armados en los barrios de Nusaybin –apenas separada de Siria por una valla y unas pocas torretas de vigilancia– han recibido entrenamiento en el país vecino y se han fogueado combatiendo del lado de las milicias kurdo-sirias, aliadas del PKK, contra el EI. “Mujeres de la unidad femenina nos entrenan en táctica y en disparar, pero donde más se aprende es en la práctica”, explica Amara Sterk, una miliciana que probablemente no llega a la mayoría de edad: “Para nosotros, la revolución de Rojava (el Kurdistán sirio) ha sido un ejemplo de cómo vencer al régimen y a los yihadistas”. La conexión entre la nueva rebelión kurda y la guerra en Siria es innegable, pues del país vecino no sólo han llegado jóvenes entrenados en estrategias militares –muchas aprendidas precisamente de sus enemigos yihadistas–, sino también armas. En Diyarbakir, las fuerzas de seguridad turca incautaron un importante arsenal, incluidos ocho lanzacohetes antitanque, 400 kilos de explosivos y varios fusiles de francotirador de gran calibre, entre ellos un Zagros, modelo fabricado por el PKK en Siria e Irak a partir de la ametralladora pesada rusa DSHK. “Durante todo el proceso de paz los terroristas han estado haciendo provisión de armas y escondiéndolas en depósitos secretos. Eso demuestra que no eran sinceros en la negociación”, critica un agente de policía destacado en la lucha contra el PKK. “Las armas que usa el PKK son rusas y estadunidenses. ¿Quién se las está dando?”, ha denunciado Erdogan. Las autoridades turcas se empeñan, por el momento sin mucho éxito, en demostrar que las Unidades de Protección Popular (YPG), las milicias kurdas que luchan en Siria, son tan terroristas como su organización hermana en Turquía, el PKK. De hecho, Ankara logró a inicios de mes que fuesen excluidas de las fracasadas conversaciones de paz de Ginebra entre el régimen de ­Bashar al-Asad y los rebeldes. Por el momento Estados Unidos sigue viendo a las YPG como su principal aliado en la lucha contra el yihadismo y les envía armas continuamente; incluso Moscú se ha acercado a los kurdos de Siria, especialmente a raíz del conflicto con Ankara provocado por el derribo de un avión ruso en la frontera turca en noviembre pasado. Con los combates entre los rebeldes sirios y el régimen de Asad –apoyado por la aviación rusa– cada vez más cerca de su frontera, los analistas turcos temen que las armas que llegan de los kurdos sirios a sus camaradas del PKK sean utilizadas para abrir otro frente dentro de Turquía. “Si todos los combatientes del PKK que han marchado a pelear a Siria e Irak regresan a territorio turco, podemos tener verdaderos problemas”, advierte el comentarista y exmilitar Metin Gürcan. Si bien el gobierno turco afirma que sus fuerzas están cerca de recuperar el control de las tres ciudades sitiadas –aunque sea a costa de su destrucción–, en otra decena de localidades los jóvenes kurdos se preparan para la guerra. “Sabemos que en cuanto terminen con Cizre, Silopi y Diyarbakir, vendrán por nosotros –afirma en Nusaybin la ‘camarada Havin’–. Pues bien, estamos preparados para luchar.”

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