La radicalidad zapatista

domingo, 19 de enero de 2014 · 10:02
MÉXICO, D.F. (Proceso).- A lo largo de 20 años, el zapatismo, el movimiento político más acabado y profundo que se haya desarrollado en los últimos 50 años, ha dado y continúa dando una inmensa lección de vida a un mundo que se desmorona. Esa lección se resume en la palabra radicalidad. Habría que distinguir, como lo hace el filósofo Jean-Claude Michéa, lo que esa palabra, que frecuentemente se confunde con el extremismo, quiere decir. Una crítica radical es aquella que no sólo es capaz de identificar un mal en sus raíces, sino que al identificarlo propone y genera un tratamiento apropiado para combatirlo. Por el contrario, una postura extremista es aquella que quiere romper cualquier frontera, cualquier límite, cualquier territorio, cualquier vida. Si algo caracteriza al zapatismo desde su levantamiento en 1994 es, en primer lugar, la identificación de la raíz de un mal que 20 años después ha derivado en el horror que padecemos –crecimiento de la miseria y el despojo; franjas inmensas de poblaciones en estado de indefensión; vínculos profundos entre el Estado, el crimen organizado y el mercado global; inoperancia de los partidos y de la clase política; zonas del país balcanizadas por el crimen; destrucción cada vez más acendrada del campo, de las culturas vernáculas y del medio ambiente–. Esa raíz –no han dejado de señalarlo durante 20 años con un lenguaje nuevo– es el capitalismo –un pensamiento extremista– o, para evitar confusiones, la economía moderna, de la que también son solidarias la mayoría de las llamadas izquierdas. Su característica es la meteórica reducción de todo –hombres, mujeres, niños, seres vivos y objetos inertes– al lenguaje del valor y del dinero, a su explotación para maximizar capitales bajo la lógica del progreso, el crecimiento y la penetración de los principios del mercado en todas las actividades. Al identificar y exhibir esta raíz, los zapatistas han mostrado que ese desorden económico, del cual el Estado se ha vuelto gestor autoritario, ha adquirido una nueva manera de la desmesura: no sólo explota y separa al productor de sus medios de producción reemplazando su autonomía por la subordinación a empleos mal pagados y a las instituciones cada vez menos eficientes y más corruptas del Estado, sino que ahora genera franjas de despojados, de seres sin protección, sin tierra, sin vida, susceptibles de ser usados por formas más perversas del capital: la trata, la extorsión, el secuestro, la esclavitud, el crimen. Nos han mostrado también que la guerra de la economía moderna contra la vida, esa guerra que incluye la del narco, ha generado el miedo, la incapacidad organizativa y de respuesta de la reserva moral del país y la desterritorialización de casi todo. Dicha característica del zapatismo ha ido, en segundo lugar, acompañada de un tratamiento apropiado para enfrentar esa realidad extrema. Su radicalismo consiste también en haber creado en las montañas del sureste mexicano un límite y una proporción. Contra el embate aterrador de la economía moderna, los zapatistas han rescatado la sabiduría ancestral de sus comunidades y orientado su vida hacia un mundo limitado, local y autónomo. Han redescubierto la proporción que, como lo decía Platón en el Timeo “es la más bella de todas las ligas o relaciones entre dos elementos”. Mientras en el desorden de la economía moderna, la igualdad implica la idea de un hombre universal gestionado por el consumo de bienes uniformes y globales –una gestión que al contraponer los intereses de todos mediante la ambición de todos los bienes, crea un perpetuo estado de competitividad, guerra, despojo, explotación, miedo e indefensión–, la proporción zapatista ha generado condiciones de vida bajo las cuales cada una de las personas unidas por lazos culturales generan relaciones de soporte mutuo que ponen un dique a la violencia, al despojo y al pensamiento extremo del capitalismo. Esta radicalidad, expresada de muchas maneras a lo largo de 20 años –desde las declaraciones de la Selva Lacandona, hasta la organización de los caracoles y la Escuelita zapatista (un análogo fallido para hablar de su profunda pedagogía), pasando por la infinidad de comunicados y símbolos, por la otra campaña por sus disciplinadas movilizaciones durante la marcha al Zócalo del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en 2011 y durante el fin del calendario maya en 2012 y su “¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose. Es el del nuestro resurgiendo…”–, no ha sido más que la más alta de las pedagogías morales frente al desastre de la política, arrodillada ante la barbarie del capital. Si México encuentra un camino de paz y de justicia, será a partir de esa hermosa vela que hace 20 años se encendió en las montañas del sureste y que permanece encendida a pesar del invierno y de la noche que nos envuelve. En su presencia, las palabras de Walter Benjamin se han hecho realidad: “Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presenten de otra manera. Es posible que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en ese tren jale el freno de emergencia”. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

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