El PRI: hora de cumplir

jueves, 17 de abril de 2014 · 11:11
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El PRI enfrenta un dilema que definirá su disposición al cambio tan prometido o la fidelidad a su herencia predemocrática, en la que prevalecen la simulación y la connivencia con poderes fácticos. Esta última alternativa se haría evidente si decidiera violentar la esencia de la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones y radiodifusión recién promulgada, así como negar la verdadera autonomía del naciente Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), por servir a los intereses de la televisora preponderante, atropellando los de la competencia y del público televidente. Ello tendría consecuencias económicas negativas para el sector y representaría una inadmisible regresión política. La Ley Reglamentaria en Telecomunicaciones propuesta por el Ejecutivo contraviene la letra y el espíritu de la reforma constitucional en la materia, debido a que: fomenta la preponderancia de una empresa televisiva en lugar de la competencia; limita la autonomía y las facultades del IFT; prolonga la fecha fijada para el apagón analógico; ignora los derechos de las audiencias; impone a la Secretaría de Gobernación como entidad supervisora (¿censora?) del contenido de los medios, y permite la publicidad disfrazada (Jenaro Villamil, Proceso 1953). La aprobación de la Ley Reglamentaria de Telecomunicaciones en los términos en que fue enviada por el Ejecutivo al Senado sería una prueba contundente del compromiso contraído por el presidente Enrique Peña Nieto con Televisa para lograr su victoria en las elecciones de 2012 mediante una estrategia de comunicación concebida, producida y emitida por dicha televisora, lo cual minaría por siempre la legitimidad de su mandato. Adicionalmente, se confirmaría el renacimiento de un presidencialismo autoritario sustentado en el desdén de la Constitución –y en la maleabilidad de las leyes que de ella emanan–, al igual que en el añejo sometimiento del Congreso a las órdenes del Ejecutivo, maquillado por un pluralismo enteco alimentado por la cooptación. El laberíntico disimulo ha sido sigilosamente planeado: Un senador panista de corazón tricolor, quien funge como presidente de la Comisión de Comunicaciones y Transportes, lleva la voz cantante en defensa de la llamada Ley Peña-Televisa, de la mano de una senadora perredista de altos vuelos; ambos en alianza con la bancada del PRI, en especial con la presidenta de la Comisión de Estudios Legislativos. Todo para que no se diga que la ley reglamentaria fue aprobada mediante “mayoriteo”. Hay que prever las suspicacias para poder acallar las críticas. Revertir la esencia de una reforma constitucional calificada de histórica a menos de un año de su promulgación significaría una burla al estado de derecho, además de una señal inequívoca de que la prioridad del actual gobierno es satisfacer los intereses de los empresarios cercanos al régimen por encima de los intereses de la nación. Tal engaño develaría la perpetuación de un patrimonialismo basado en la oscura colusión del poder político con poderes oligárquicos, fuente de corrupción a gran escala. Lo que está en juego es el futuro de la democracia mexicana y la legitimidad del actual gobierno. Enrique Peña Nieto prometió una presidencia democrática, pero parece estarse inclinando hacia la restauración del presidencialismo autoritario que caracterizó a las siete décadas de hegemonía priista. Mala apuesta. Con base en amplia evidencia histórica, al PRI se le asocia con la trampa, el engaño y el abuso; aunque hemos podido constatar que tales conductas son práctica común en las oposiciones de izquierda y derecha. Sin embargo, el partido en el gobierno debe valorar con más calma los costos de decisiones autocráticas asociadas con la corrupción endémica que padecemos. En ese ámbito, el caso del líder del PRI en el DF, Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre, representa de forma prístina y grotesca las consecuencias de un clientelismo sin freno, cultivado y protegido durante décadas por la alta jerarquía priista a cambio de apoyo económico y de otros presumibles favores. De no haber sido exhibido en toda su podredumbre en el noticiario de Carmen Aristegui, dicho personaje seguiría disfrutando de su prostíbulo personal a cargo del erario con total impunidad, sustentada en el beneplácito de la dirigencia tricolor. Tal vergüenza pública tiene un insoslayable valor simbólico: El hijo del Rey de la Basura es el testimonio de una herencia putrefacta que sobrevive arropada en la simulación. Borrar esa imagen debiera ser prioridad para el partido del presidente. En su ensayo Hora cumplida (publicado en 1985, en la revista Vuelta), Octavio Paz escribió: “La imbricación entre partido, burocracia y Estado es el fundamento del totalitarismo moderno. La historia reciente nos enseña que el tránsito del despotismo a la democracia ha sido más fácil allí donde no ha aparecido como casta o clase una burocracia político-tecnocrática… La paradoja del México contemporáneo reside en (que) el PRI ha sido el gran canal de la movilidad social y, al mismo tiempo, ha inmovilizado nuestra vida política. Su influencia ha sido determinante en la corrupción que padecemos… Tenemos que acabar con todo esto. El único método conocido para lograrlo es la democracia”. Como lo indica el título de su ensayo, Paz era partidario de un cambio gradual del monopolio del PRI hacia un pluralismo democrático. No llegó a ver la alternancia de 2000 ni la decepción causada por las dos administraciones panistas que condujeron al regreso del PRI al poder. A casi tres décadas del texto citado, es claro que la democracia no ha logrado eliminar los grandes vicios de la política mexicana, creados, fomentados y depurados por el priismo autoritario: la falta de respeto por la ley, el engaño y la corrupción como principios de gobierno. El poeta-pensador nos previno de los riesgos de esa solución cínica: “Las soluciones autoritarias gastan a la autoridad, exasperan a los pueblos y causan estallidos”. Por el bien propio y de la nación, el presidente y su partido deben cumplir con la obligación primordial de respetar la Constitución.

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