Bloom

domingo, 27 de octubre de 2019 · 10:15
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Imagino que a Harold Bloom le divirtieron las decenas de malas interpretaciones que su obra como crítico literario produjo. Él había sido el propulsor de una idea que hoy llamaríamos “deconstructiva”: la “mala lectura” de una obra previa es el origen de toda creación artística actual. A esa idea llamó “la angustia de la influencia” y consistía en una lucha entre el escritor presente contra un logro imaginativo no propio, un logro que, precisamente al venir de la tradición, amenazaba sus propias pretensiones de prioridad imaginativa. Contra esa angustia el poeta escribe, lucha contra los que vienen de antes, condenando al escritor, al poeta, a la derrota: sólo mediante la angustia se puede significar algo. La idea de Bloom no era freudiana, porque en ella no existía sublimación o superación, sino sólo alcanzar la propia angustia. Escribe en A map of misreading (1975): “Cuanto más fuerte es su interpretación errónea de un precursor, más poesía, revisionismo y represión hay en la identidad melancólica del escritor”. Para el crítico, todo poema describía la ruta de un proceso de represión. La idea, según él mismo contó en La ansiedad de la influencia (1973), le vino al despertar de una pesadilla: “En mi cumpleaños 37, me desperté de una terrible pesadilla; algo salido de Los Cuatro Zoas de Blake. Se trataba de un querubín que me aplastaba. Escribí durante los siguientes tres días un ditirambo feroz que es el primer capítulo de este libro. El sueño era una amalgama de las lecturas sobre esa criatura alada que es, en el Génesis, un ángel de Dios; en Ezequiel, el Príncipe de Tiro; el caído Tharmas de William Blake; el Espectro en Milton; y el Espectro de Blake en Yeats.” El mismo Bloom, un judío del Bronx acogido por la Universidad de Yale, parece haber deseado recrear con sus (malas) lecturas, lo que hacían los comentaristas de la Cábala. Y, con la enunciada “angustia de la influencia” darle un nuevo sentido cultural al Segundo Mandamiento de la Biblia, el que prohíbe hacer representaciones de Dios, es decir, de los escritores o artistas que nos preceden. Para él, esa fórmula de la mala-lectura era justo lo que habían hecho los gnósticos con la Cábala y los críticos con la literatura: reinterpretar sin cesar los propósitos, el plan y el final de la creación. Para la cultura occidental, sugiere Bloom, la mala interpretación es la lucha contra los predecesores y toda visión es, en realidad, una revisión; toda creación, una recreación. La lucha por no representar al dios de la tradición literaria tiene, para Bloom, varias formas: clinamen (viraje), tessera (el azar), kenosis (el vaciamiento del poder de la palabra), demonización, askesis (pulimiento), apófrades (sublectura), pero lo central es que piensa el acto de escribir como algo mucho más trascendente que el texto que resulta. Eso le acarreó las críticas desde la academia que historiza, contextualiza, liga al autor y sus textos a una sociedad. Para Bloom no hay por qué ver la historia, la etnia, el género de los autores; sólo hay un acto creativo, una especie de rapto, de regeneración de los alientos proféticos, visionarios, a tal grado que le responde a sus críticos: “Me importa la literatura que va hacia el porvenir, no la que va hacia el pasado”. Un crítico dijo que, para Bloom, el poema perfecto era el que no podía escribirse y tenía cierta razón. Como lo que importa es el cruce entre la idea de los ciclos naturales del cosmos con la idea de eternidad, es decir, la contemplación y el hálito de la trascendencia, cuando éstos llegan a la página, mucho de su valor se ha perdido en el lenguaje, siempre inadecuado, insuficiente: “El poeta sabe que lo que quiere significar es correcto, y sin embargo, lo que dice está mal”. Escribe, también, que el empeño de todo escritor es realizar un deseo que nunca se puede satisfacer con el acto de escribir. “Cuando comienza la composición, la inspiración ya está en declive, y la poesía más gloriosa que se haya comunicado al mundo es probablemente una débil sombra de la concepción original del poeta”. Pero, ¿quién es Dios en este mundo de textos en declive? Bloom empezará por una dualidad: Shakespeare –donde el monólogo interior crea al personaje– y Cervantes, que crea sus figuras como resultado de la amistad. El canon occidental de veintiséis nombres, al que llega en 1994, ha pasado por sus esfuerzos por resignificar a los poetas visionarios –Shelley, Blake, Milton y Yeats–, por tratar de deshistorizar el acto creativo en una angustia entre textos y malas lecturas, y por revivir una tradición de “eras” para –supongo– ironizar sobre los estudios históricos de la literatura. De Dante a Beckett. Lo que aborda como “representativo” –Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Italia, España, Rusia e Hispanoamérica– acaba por tener una sola cualidad: “La belleza y lo extraño”. Así, su canon es el de un lector que sólo puede evaluar la entrada de los “elegidos” en el umbral del Señor, a partir de su experiencia libresca, de los autores como usurpadores del poder de crear que le han ganado la batalla a sus predecesores. Sabe que habrá una rebelión de los “descartados”, los dejados al olvido de Occidente –las autoras– y pone, al final, una lista que deje calmados a todos. Bloom deja en claro que su elección del canon literario occidental no toma en cuenta ni los valores morales ni políticos de las obras, sino sólo la capacidad que tienen de haber asimilado sus propias angustias y contaminado al resto. Es en ese sentido que habla de “extrañeza” y de una “belleza” que puede asimilarse a la sensación de hogar. Shakespeare es el centro de esa emoción. Si leemos su libro con atención, Harold Bloom no cree en un canon inamovible sino en una lucha, un combate entre los superhéroes del librero. Él, como crítico, es el que los pone a pelear y, como niño, decide quién gana. Sus razones, insiste, son sólo “estéticas”, es decir, tan simples como el placer que le procuran esos autores y “las alturas” a las que lo elevan. La tradición de la crítica, nacida en el mundo anglosajón del siglo XVIII, junto con el “buen gusto” y el debate sobre la política, buscaba, en un inicio, sentar una regla de medición para los estratos del placer. Lo que les preocupaba a los críticos era el abuso –la glotonería en la comida y la homogeneidad en política– y lo literario se discernía por sus aportes y novedades. Pero, al contrario de esa crítica suelta en diarios y revistas, lo que Bloom propone al llamarle canon es una vara para medir que, al no tener más que su propio placer de lector, postula como “representativo” por geografías de Occidente y lo arropa en una serie de “eras” que no lo reducen a su historia pero sí a una sucesión de angustias de las influencias. Todo esto tiene que ver, si historizamos al propio Bloom –como hace la profesora búlgara Alistar Heys, The Anatomy of Bloom– con la idea de un canon secular, muy a la usanza de los “textos sagrados” elegidos para conformar la Biblia o el Talmud. La idea de Heys de que Bloom se miró a sí mismo como un comentarista de la Cábala y, al mismo tiempo, como un maestro enfrentado al poder académico lleno de compensaciones étnicas, de género, de clase social, de raza, resulta especialmente interesante a la luz de su carácter de gnóstico, es decir, de alguien para quien la vida del lenguaje es, en sí misma, una caída de lo divino que ya sólo es accesible por una chispa, de un saber no-natural, que es la lectura apasionada. Sólo así se explica la aventura que Harold Bloom emprendió hacia la Biblia en The Book of J, un libro que me sigue pareciendo sorprendente y lleno de confianza en la literatura. La idea central del libro es sacar de la Biblia canónica lo que para Bloom es el núcleo más antiguo de la Biblia. Su autora, “J”, es la hija benjamina de una familia educada que ironiza sobre Dios y sus decisiones. Si, como demuestra Heys, Bloom es un gnóstico secular, The Book of J es un viraje en la forma en que entendemos la religión occidental de los primeros cinco fragmentos de la Biblia: no fueron escritos como textos que recogieran tradiciones sagradas, sino como poemas. Después de ser un recuento humorístico del Génesis a la salida de Egipto, es que esos textos se tomaron como religiosos. Con esa idea Bloom provocó acidez en judíos, católicos y protestantes porque, como gnóstico secular, hace rivalizar el rasgo propiamente estético del texto con su poder religioso y, al hacerlo, invierte las jerarquías: es J la autora de esas palabras, no Dios. Durante muchos textos Bloom se identificó con la figura shakespeariana de Falstaff, el humorista que toma a toda autoridad del rey con ligereza, que es bebedor, bribón, ladronzuelo. De hecho, Bloom interpretó el papel en puestas en escena cuando joven. Por eso creo que, al final de su vida en un hospital de Connecticut, a finales de esta semana que pasó, Harold Bloom debió reírse de las malas lecturas que sus más de 40 libros generaron. Había logrado lo que su gnóstico predilecto, Valentinus, pretendía como canon de vida: ser libres de “quienes éramos/ de lo que nos hemos convertido/ de donde estábamos/ de donde hemos sido arrojados/ de lo que estamos siendo liberados/ de lo que realmente es el nacimiento/ de lo que realmente es renacer”. Esta columna se publicó el 20 de octubre de 2019 en la edición 2242 de la revista Proceso

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