Musas

domingo, 26 de enero de 2020 · 09:35
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Al cuerpo de las mujeres siempre se le discute. Si están gordas o anoréxicas, envejecieron “mal”, se hicieron cirugías estéticas, se embarazaron o no. Al de los hombres, casi nunca. Si hemos de aprender de Georges Bataille, la liberación sexual no reside tanto en las prácticas, sino en poder hablarlas en público. El problema es que al cuerpo femenino sólo se le juzga. Lo arbitrable tiene que ver con estándares de belleza, de moda, de prejuicios sobre lo que significan sus cuerpos. Hasta hace muy poco, en medio de esta segunda ola de feminismo, el derecho a la autorrepresentación no estaba en el debate público. Leo en el suplemento literario del Times sobre las exposiciones en torno a las modelos de los pintores –tanto en Nueva York como en París–, como una reivindicación de las mujeres reales detrás de un término patriarcal: “musa”. La palabra, que viene de un mundo ya casi inexistente de artistas geniales y varones, que crean de la nada tocados por una inspiración, alude a un objeto del deseo frustrante por irrepresentable. Ahora esas mujeres cuya única función fue “inspirar” comienzan a tener nombre, historia y desenlaces casi siempre trágicos. No son más representaciones del deseo masculino sino personas casi anónimas que vivieron bajo la losa de su género y raza. El caso más emblemático sobre este viraje en la forma en que le ponemos o no atención a una pintura se dio durante las conmemoraciones en torno a la pintura de Édouard Manet, Olympia, de 1863. Como recordará usted, la pintura retrata a una mujer blanca acostada y desnuda –a la que se le llama “cortesana”– y a una criada negra que le enseña una almohada bordada con flores. Sabemos casi todo sobre Olympia y escasamente un nombre de pila para la mujer negra: Laure. Por los aretes, quizás se trate de una criada traída a París desde Haití o Guyana, pero su vida conocida termina en un cuarto de alquiler en el número 11 de la rue Vintimille del distrito noveno de París. No sabemos si su oficio era el de niñera, pero así la retrata Manet en Niños en el jardín de las Tullerías. Dice el catálogo de la exposición: “A Laure se le mira siempre con una mascada en la cabeza porque las mujeres de las colonias tenían prohibido usar sombreros”. Manet también pintó a otra “musa”, la de Baudelaire, de la que conocemos el nombre –Jeanne Duval– “reclinada” en una cama, ahogándose en los pliegues de su vestido blanco y con un abanico. Lo que oculta el cuadro es que Jeanne había sufrido una embolia y estaba paralizada del lado derecho y la ceguera de uno de sus ojos no tardaría en afectarle el izquierdo. También encubre que es una mulata de Santo Domingo con la que el poeta convivió más de dos décadas. No me interesa hacer notar el encubrimiento de la mezcla racial o de su condición de “colonizada”, sino simplemente el silencio en torno a su cuerpo enfermo. Las “musas” son eternamente jóvenes. Otro caso es el de Alma Mahler, la “inspiración” del músico Gustav, del pintor Oskar Kokoschka, del escritor Franz Werfel y del arquitecto Walter Gropius. Este último merece este año una serie de la televisión alemana sobre los avatares de su escuela artística, la Bauhaus, en la que se retrata a Alma poco menos que como una “perra ebria, narcisista e intrigante”. Su nombre era, para empezar, Alma Schindler y Elias Canetti la retrató como una arpía que le presumió sus trofeos: una partitura de la Décima Sinfonía de un Mahler agónico que le grita con patetismo que morirá por ella; la pintura de Kokoschka donde ella encarna a Lucrecia Borgia; Manon, la hija que tuvo con Gropius, y al pobre de Werfel que se niega a bajar de su “buhardilla” para saludar a su archienemigo, Canetti, que ha sido invitado a su casa. El síndrome Yoko Ono se repite en el caso de Alma Schindler: ella destroza las carreras artísticas de sus amantes en la búsqueda de un padre idealizado, el pintor Emil Jakob, muerto cuando su hija adorada tenía 13 años. No se considera un talento haber reunido fondos para que estos artistas se desarrollaran. Sólo se enfatiza su cualidad de cambiar sus historias en su favor. En la serie de televisión sobre la Bauhaus, a pesar de que los guionistas hicieron un esfuerzo feminista –la protagonista es una estudiante olvidada y judía, Dorte Helm–, Alma Mahler sigue repartiendo cachetadas ebrias a sus amantes subyugados. El colmo del anonimato de una “musa” es el de la actriz que protagonizó una de las escenas más perturbadoras de la historia del cine: la del ojo rasgado en Un perro andaluz, de Luis Buñuel y Salvador Dalí. Después de que el actor Pierre Batcheff le manosea los pechos y las nalgas, que la vemos atrincherarse en un cuarto para defenderse de los avances violatorios del hombre, le rebanan un ojo mientras una nube hace lo propio con la luna. Su nombre era Marie Louise Vacher y como actriz era Simone Mareuil. Lejos de ser una extra, la crítica la elogió como comediante y una de las pocas que había dominado el paso del cine mudo al sonoro. Cuando Buñuel y Dalí la conocieron en un café de Montparnasse a instancias de Jaque Catelain en 1929, ya había filmado 18 películas y era la modelo que anunciaba la ropa de moda en los cortos publicitarios antes de las películas. Había sido Yocasta, en Edipo rey y Adriana de Cardoville en la adaptación teatral de la novela de Eugenio Sue, El judío errante. Para entonces tenía apenas 17 años y había salido de su pueblo natal en Périgueux, Nueva Aquitania, para residir en París. En Un perro andaluz, ni siquiera le dan crédito y Buñuel, en sus memorias, no la menciona. Sólo dice que él no pensaba hacer la película porque tenía una idea con Ramón Gómez de la Serna de filmar la forma en que se hacía un diario, algo llamado “El mundo por 10 centavos”. Algo ocurrió durante la guerra que Simone se casó, divorció y regresó a su pueblo a vivir con su madre. En 1954, en el patio de su casa, sola, se vierte encima dos botellas de alcohol y se prende fuego. Al oír los gritos de dolor, los vecinos acuden a ayudarla, pero Simone les ordena: –¡Déjenme morir en paz! La “musa” nacional por obvias razones es la que fue amante del pintor Jorge González Camarena y que es la portada de los libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública desde 1962. Su nombre fue María Victoria Dorantes Sosa, nacida en la hacienda de San Lucas Coaxamalucan, Tetla, Tlaxcala en 1922. La hemos visto como “La Patria” unos 200 millones de alumnos y nos hemos preguntado por qué la Patria que acerca la bandera nacional a su cuerpo entunicado como defendiéndola, tenía que ser “la otra”, “la de la casa chica”, y oculta del pintor que estuvo casado siempre con la francesa Jeannie Barré de Saint Leu; por qué la Patria tenía que ser antes la esposa de un pistolero del PRI hidalguense, Rodolfo Rubio Rojo; y por qué tenía que morir de alcoholismo de regreso en Tlaxco, tierra de los indios que conquistaron Tenochtitlán. Y más: por qué la última casa de la Patria fue saqueada por ladrones que buscaban joyas y pinturas en las que Diego Rivera o el Dr. Atl la hubieran retratado. Y por qué ahora hay una estatua que la recuerda con apellidos dudosos: “Dorantes” o “Dornelas”. Son las vidas de las mujeres “musas”, es decir, de los deseos reprimidos patriarcales que, al representarlas, las hicieron no sólo invisibles sino mudas. Que las silenciaron como a Alma Mahler, estableciendo de antemano que cualquier cosa que dijera era falsa. Quizás sea su abierto antisemitismo y su apoyo a Hitler, pero lo cierto es que la campaña contra Alma Schindler encubre un malestar con las mujeres que crean su propia historia.

Comentarios