La ética y la muerte

martes, 5 de mayo de 2020 · 11:44

Para Javier Mendoza Escorza, médico admirable

Después de ser duramente criticada, la Guía Bioética se redujo a un borrador que en estos días estará probablemente circulando en su nueva versión. La crítica no se dirigía a la guía en sí, sino a que ésta, de manera acrítica y por motivos de edad, indicaba quiénes o no deberían ser sacrificados en el momento en que el sector salud se viera rebasado por contagios del covid-19. La crítica, sin embargo, no debe reducirse a ello, sino a la existencia misma de una guía para normar actos éticos en circunstancias límites, bajo una óptica abstracta y administrativa. La ética no es una cuestión de gestión, por más que quienes dicten sus lineamientos sean expertos en ella. Es, por el contrario, un acto de responsabilidad personal. En el caso de la medicina, de un cara a cara entre el médico que, basándose en su juramento hipocrático, toma, junto con la autocepción del estado de salud de su paciente, una decisión. En la tradición galénica, que hunde sus raíces en la medicina hipocrática y es la base de la medicina occidental, los médicos, recuerda Iván Illich, estaban formados no sólo para sanar, sino también para respetar el llamado del Leteo y acompañar a sus pacientes en ese duro trance hasta la barca de Caronte. Se les enseñaba, por lo mismo, “a reconocer la facies hipocrática, la expresión del rostro que indicaba que el paciente entró en el atrium de la muerte”. Al llegar allí, el médico dejaba de intervenir para acompañarlo en ese duro paso. Los pacientes también sabían cuándo llegaba su momento. Max Brod relata que cuando Kafka estaba al final de su vida y el médico, perdiendo de vista su responsabilidad, se encarnizaba en mantenerlo vivo, le gritó: “máteme, de lo contario es usted un asesino”. Todavía durante parte de la segunda mitad del siglo XX esta relación ética entre médico y paciente se practicaba, aunque en menor medida. Pero con el rápido desarrollo de la tecnología, el vínculo comenzó a romperse. Las enfermedades desplazaron al médico y al paciente para, dice Jean Robert, “volverse entidades conceptuales autónomas capaces de afectar a todos los cuerpos de la misma forma”. Los pacientes se convirtieron así en entidades patológicas hechas de mapas anatómicos, gráficas, pruebas clínicas y estadística, y los médicos en gestores de esas entidades que debían seguir protocolos establecidos, a partir de diagnósticos generales, supervisados por un comité de expertos que elaboran las políticas de la salud pública. Con ello, las relaciones éticas entre médico y paciente se socavaron en función de procedimientos técnicos que deben aplicarse sobre cuerpos reducidos a paquetes etiquetados con diagnósticos. Médicos y pacientes se han ido convirtiendo así en subsistemas de un sistema médico mediado por los resultados de los últimos exámenes aplicado al paciente y su posibilidad estadística de vida. Sólo bajo esta reducción del ser humano a procesos técnicos y conceptos derivados de la gestión de los sistemas de empresas, se explica que el Consejo de Salubridad General, garante del sistema médico, haya creado en un momento crítico, como el que se vive con el covid-19, una Guía Bioética, y que esa guía –prescindiendo, curiosamente, de la ética, que siempre es desinteresada– haya decidido tasar a los pacientes con los criterios económicos de una empresa: “la mayor cantidad de vida por completarse”, es decir, “la mayor cantidad de productos utilizables”. Aun cuando en la nueva guía se haya quitado esa disposición escandalosa, la guía misma sigue siendo un escándalo: refuerza lo inhumano, la abdicación de las relaciones éticas y sus duras responsabilidades en aras de un autoritarismo sistémico que, disfrazado con el eufemismo de guía, determina, mediante normas, la conducta que seres reducidos a una cadena de producción de la salud deben seguir. Es imposible que en un mundo absolutamente­ sistémico, donde todos somos tratados como recursos económicos, como instrumentalidades, como seres gestionables bajo la lógica del biopoder –técnicas que permiten controlar los cuerpos–, un grupo de expertos, elevado al rango de dioses por el sistema y sin más herramientas que un conjunto de ideas, no produzca una guía normativa en el momento en el que el sistema de producción de salud está a punto de colapsar. Pero es posible que, al margen de la guía, los vestigios de humanidad y de ética, que siempre perviven, permitan a algunos médicos y pacientes volver a la tradición galénica y juntos tomar responsabilidades personales y humanas frente a la vida y la muerte. Ha habido casos que abrigan la esperanza: el de las enfermeras que, ante la imposibilidad de que pacientes y familiares puedan entrar en contacto, han ideado un sistema de comunicación mediante breves comunicados, o el de Giuseppe Berardelli, que en Bérgamo cedió su respirador a un joven, o el de algunos médicos que, comprometidos con su juramento y el saber de la facies hipocrática, obran como un buen amigo que te dice la verdad y permanece contigo hasta el fin. No son actos heroicos, sino profundamente éticos, actos del que un mundo sistémico nos ha amputado en nombre de una salud abstracta y gestionada, actos que sostienen lo humano en medio de un sistema que finge serlo. Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos. Este análisis forma parte del número 2270 de la edición impresa de Proceso, publicado el 3 de mayo de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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