Corte Penal Internacional

La justicia penal y los bienes culturales

La cultura tiene un vínculo indisoluble con las poblaciones locales; más aún, es parte de la existencia de los pueblos. Por ello el genocidio cultural adquiere, junto con el étnico, una gran relevancia
sábado, 20 de febrero de 2021 · 00:20

CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- Mostar es una ciudad asentada en el río Neretva, en Bosnia Herzegovina; su desarrollo se inició desde los siglos XV y XVI. En el XIX e inicios del XX perteneció al imperio austrohúngaro, en la frontera con el imperio otomano; una ubicación castrense de importancia cardinal en los Balcanes.

Está circundada por casas preotomanas, otomanas, orientales, mediterráneas, turcas y occidentales, lo que es indicativo de su configuración multicultural. Islámicos, católicos romanos, serbios ortodoxos y judíos sefarditas, con sus mezquitas, iglesias y sinagogas, pudieron convivir en esa localidad más de cuatro siglos.

En su composición urbana predominaba notablemente el barrio del Puente Viejo (Stari Most), símbolo de la época otomana. El centro histórico y el Stari Most fueron diseñados en 1565 por el conspicuo Mimar Hajrudding (c. 1500-c. 1570) conforme al modelo del célebre arquitecto otomano Sinan Agha (1488/1490-1588). Ambos acabaron siendo destruidos irremisiblemente como consecuencia de la guerra de los Balcanes (1992-1995) en la década de los noventa del siglo XX; un conflicto que abrió la polémica internacional en diferentes perspectivas.

Una de esas vertientes es la relativa a los afanes de limpieza o profilaxis cultural, que está entreverada con la étnica. De esta premisa se infiere que la figura del genocidio se trasponga al ámbito cultural.

La cultura tiene un vínculo indisoluble con las poblaciones locales; más aún, es parte de la existencia de los pueblos. Por ello el genocidio cultural adquiere, junto con el étnico, una gran relevancia.

Otra de las ópticas de la destrucción del Stari Most es la ponderación de la necesidad militar como excluyente de la responsabilidad criminal.

El andamiaje jurídico

En 1954, en pleno periodo de la Guerra Fría, se aprobó la primera Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado y su Primer Protocolo (Convención de La Haya), que ante la bipolaridad internacional prevaleciente entonces asignó a cada uno de los Estados parte la responsabilidad de la salvaguarda del patrimonio cultural, sin que se hubiera podido prever alguna autoridad internacional que supervisara su cumplimiento, lo que incontestablemente supuso una gran debilidad. 

El celo soberano permeó todo el texto de esta convención, pues en la época resultaba inviable cualquier apostilla que lo menguara. De esta manera, su operatividad se hizo depender de la implementación doméstica, lo que empero contradice su pretendida vocación universalista. 

Otra de sus cortapisas concierne a edificaciones religiosas, circunscrita a aquellas que sean monumentos arquitectónicos, de arte o historia, lo que deja en franco estado de indefensión a mezquitas, iglesias y sinagogas que no califican como tales, como se ha podido testimoniar en nuestro tiempo.

El fin del siglo XX se singulariza por acontecimientos como la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, seguidos de una nueva reordenación política caracterizada por la activación de fuerzas centrífugas que, en el caso de los Balcanes, contribuyeron en gran medida a la detonación de la cruenta guerra en la zona. 

Este evento bélico evidenció la insuficiencia normativa de la Convención de La Haya y obligó a la consecuente aprobación del Segundo Protocolo, en el que se buscó precisar nociones elusivas, que surcaban en la ambigüedad, como la referida a la responsabilidad penal adscrita específicamente a las fuerzas armadas, a la imperativa necesidad militar como uno de sus factores excluyentes y a la aplicabilidad restrictiva de la convención cuando se encuentra presente el elemento de internacionalidad. 

La mayor puntualidad conceptual del Segundo Protocolo ha derivado empero en un número decreciente de ratificaciones, lo que no es de sorprender. Para contrabalancear esta adversa realidad, la literatura especializada ha especulado sobre si este protocolo forma parte del derecho internacional consuetudinario.

En octubre de 2003, ante el arrasamiento ominoso de los Budas de Bamiyán, la UNESCO emitió una declaración relativa a la destrucción intencional del patrimonio cultural, que enriquece el marco normativo internacional y que la literatura especializada considera ya como parte del derecho internacional consuetudinario.

La claridad obliga: esta declaración debe ser analizada como una reiteración de los fundamentos del derecho internacional; su peso específico legal es incierto y permanece como una alegoría de la impotencia de la comunidad internacional en lo concerniente a la prevención de la destrucción del patrimonio cultural.

Tres son las perspectivas que deben ser consideradas en cualquier análisis sobre el tema: la destrucción intencional del patrimonio cultural como un recurso de la profilaxis cultural, como daño colateral en los conflictos bélicos o como efecto derivado de diversos géneros de daño.

Las controversias

Para juzgar los cruentos crímenes en los Balcanes, entre ellos los de Bosnia-Herzegovina, el Consejo de Seguridad de la ONU creó en 1993 un Tribunal Internacional Penal para la antigua Yugoslavia (ICTY, por sus siglas en inglés); su antecedente es el Tribunal Internacional Militar de Núremberg que sentenció a los nazis después de la Segunda Guerra Mundial. 

En el umbral del siglo XXI se creó la Corte Penal Internacional (CPI) con el propósito de evitar la constante creación de tribunales ad hoc para dirimir las responsabilidades en torno de eventos bélicos cuyas atrocidades se han vuelto recurrentes. Con ello se evitó que la instalación de la jurisdicción ad hoc dependiera de las condiciones políticas prevalecientes. 

La CPI tiene facultad empero para juzgar sólo a personas, no a Estados parte. Su jurisdicción se extiende para abordar crímenes contra la humanidad y los relativos a la guerra; puede, asimismo, juzgar exclusivamente a individuos nacionales de los Estados que han ratificado sus estatutos. 

Los precedentes del ICTY son de gran relevancia para el análisis de la legislación internacional protectora del legado cultural en tiempos de conflictos bélicos. Conforme a sus estatutos, la ICTY era competente para conocer de la requisa, destrucción o daños deliberados a instituciones dedicadas a la religión, filantropía, educación, ciencias y artes, así como a monumentos históricos y obras de arte y de ciencia; hechos que se subsumen en la noción general de transgresiones de las costumbres bélicas.

En Bosnia Herzegovina confluyeron diversas partes beligerantes: croatas católicos, islámicos y serbios ortodoxos. Si bien los bosnios católicos eran residentes, estaban subvencionados por Croacia, Estado independiente que pretendía una homogeneización cultural. Ello le dio al conflicto un carácter internacional incontestable, colmado de acciones enfocadas a la profilaxis étnica, que posibilitó la aplicación de la Convención de La Haya. No obstante, la mayor destrucción fue perpetrada por los bosnios ortodoxos.

La historia es conocida: los católicos habían sitiado el barrio antiguo, refugio de los islámicos; el punto de paso era el puente histórico. En sus diferentes resoluciones, el ICTY había dejado en claro que la destrucción de los sitios religiosos y culturales era un crimen de guerra in se, y de inmediato surgió la interrogante de si la destrucción del Stari Most calificaría como tal. 

En su alegato los católicos croatas sostuvieron que sus actos deliberados de destrucción obedecieron a que el puente histórico era un punto estratégico militar. La perspectiva cultural es diferente, puesto que la destrucción conllevó un claro propósito de limpieza a efecto de obliterar la memoria colectiva y condenarla a un silencio eterno; más grave aún, la aniquilación de todo vestigio de legado cultural colectivo hacía inviable cualquier coexistencia pacífica.

Sin embargo, el ICTY determinó que el Stari Most constituía un objetivo militar válido, dado que los bosnios islámicos sitiados lo empleaban como paso natural para proveerse de víveres. Este argumento legitimó la exención de responsabilidad en cuanto a la destrucción del puente, motivada por la imperiosa necesidad castrense. 

El énfasis es necesario: el tribunal terminó condenando a los croatas católicos, mas no por consideraciones culturales, sino exclusivamente en lo que atañe a la destrucción de objetivos civiles que no se legitiman por una ingente necesidad militar. Este criterio no hace más que evidenciar la enorme dificultad de diferenciar los crímenes en contra del patrimonio cultural respecto de otros crímenes de guerra. 

El grado de punibilidad por actos de destrucción del patrimonio cultural ha ido in crescendo. El caso Al-Mahdi es uno de los precedentes emblemáticos al respecto ya bajo la autoridad de la CPI, que hizo punible la profanación y destrucción de las tumbas islámicas de Tombuctú, Mali. 

Al-Mahdi es el primer individuo condenado por la destrucción del patrimonio cultural. La CPI razonó que, si bien un atentado de esta naturaleza es de menor gravedad que uno perpetrado contra civiles, es empero de gravedad significativa (The Prosecutor v. Ahmad Al Faqi Al Mahdi ICC-01/12-01/15).

Se ha cuestionado el hecho de que si Al-Mahdi no fuera uno de los líderes de mayor jerarquía en su organización yihadista, eso inexorablemente le hubiera aminorado legitimidad al proceso. Si bien este argumento es debatible, el precedente hace factible la condena de dirigentes destacados.

Epílogo

Los diferentes veredictos han derivado en considerar la destrucción del patrimonio cultural y religioso como un crimen de guerra o contra la humanidad. En este último caso, los atentados de este tipo se significan por ser in se un crimen contra la humanidad. 

El trayecto que se debe franquear para el procesamiento de estos casos es azaroso. El principio R2P (responsability to protect) –introducido en el Consejo de Seguridad de la ONU en 2001 e invocado en 2011 en la crisis libia–, consistente en que la comunidad internacional debe replicar cuando un Estado es incapaz de hacer prevalecer el orden en crisis humanitarias, crímenes de guerra, genocidios o intentos de limpieza étnico-cultural, permanece ad calendas graecas.

Uno de los grandes debates aún irresueltos es el relativo a la aplicación de este orden normativo a la destrucción del patrimonio cultural con total abstracción del elemento de internacionalidad; argumento que haría aplicable el orden internacional en eventos como el de los Budas de Bamiyán. La narrativa de la culturalización de los derechos humanos es el basamento de esta argumentación. 

Existe sin duda una gran heterogeneidad en este nuevo orden internacional en materia de cultura. La dicotomía del análisis, determinada por la especificidad del orden normativo in pace o pendante bello, se ha estimado como totalmente artificial y requiere de una disquisición in toto. 

La destrucción de monumentos está íntimamente vinculada a convicciones ideológicas y su propósito es más que obvio: privar a la población de sus derechos culturales primarios y desproveerla de su identidad cultural… Un signo de nuestro tiempo.

*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

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