CHIHUAHUA, Chih., 26 de julio (apro).- Las historias de terror en el municipio de Guadalupe y Calvo, localizado en plena Sierra Tarahumara, se repiten día a día, sin que las autoridades municipales, estatales y federales tomen cartas en el asunto.
En la comunidad El Ojito, por ejemplo, un comando ejecutó el pasado miércoles 26 a un joven de 27 años de edad. La víctima, Saúl Martínez Rodríguez, fue decapitado frente a sus familiares.
Antes de degollarlo, los asesinos le hicieron una herida en el tórax de aproximadamente 40 centímetros. Un shock hipovolémico fue la causa de su muerte, según la Fiscalía Zona Sur.
En Guadalupe y Calvo la violencia es pan de cada día. La última semana de junio pasado, el grupo armado que domina la cabecera municipal despojó de sus armas a los agentes municipales y les exigió 10 mil pesos para regresárselas.
No conformes con esa acción, el día 29 un comando degolló a un hombre frente al hospital.
En entrevista, el alcalde José Rubén Gutiérrez Lorea reconoció que hay hechos violentos en su localidad, pero nada diferente de lo que sucede en otras partes del país, dijo.
El día de las elecciones, el pasado domingo 1, integrantes de un grupo delictivo amenazaron a funcionarios de una casilla de la comunidad de Tohayana, y casi tres meses antes de que se realizaran los comicios, 34 hombres fueron asesinados en esa región.
Gutiérrez Acosta dice que se enteró de que algo había sucedido en la Tohayana, pero no reconoció los asesinatos.
“Sí, dijeron que hubo una agarre allá, pero hace más de un mes. Ni hay tanta gente allá, la mayoría se ha ido para el otro municipio del otro estado (Sinaloa), ahorita quedan ya como unas dos familias, eso dicen”.
Aseguró que el Ejército hace recorridos y la situación se ha tranquilizado, aunque los pobladores opinan lo contrario.
El miedo ha obligado a la gente de la comunidad a encerrarse todos los días en sus casas y los fines de semana prefieren salir de Guadalupe y Calvo.
En los últimos meses la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) ha insistido en la necesidad de investigar lo que sucede en ese municipio, colindante con el estado de Sinaloa.
En varias ocasiones, el visitador de la CEDH en Parral, Víctor Horta Martínez, ha pedido que los agentes municipales sean equipados con armamento, pero hasta ahora las autoridades del lugar no han dado una respuesta. Son 60 agentes distribuidos en tres turnos en la cabecera municipal y algunos más en los seccionales.
El presidente de la CEDH, José Luis Armendáriz González, admite que la violencia en el municipio ha incrementado la saña y se ha naturalizado.
Los grupos delictivos, dice, tienen enfrentamientos constantes en las poblaciones, pero es difícil registrar los homicidios o desapariciones porque ellos mismos se llevan a las víctimas por diferentes motivos. No quieren llamar la atención de corporaciones policiacas, asegura, para continuar campeando en la impunidad sin que el Ejército o las policías estatal y federal, se vean obligadas a reforzar la vigilancia.
Uno de los militares que ha trabajado en aquella zona ubicada al sur del estado de Chihuahua, asegura que si bien han logrado decomisar droga, armas y aprehender a delincuentes, su trabajo –afirma– es casi igual al de los barrenderos: “has de cuenta que vas barriendo y alguien viene atrás de ti echando más basura”.
Indica que la actividad del narcotráfico es parte de la vida cotidiana de los pobladores. Por ejemplo, detalla, los niños y mujeres indígenas son contratados para trabajar en la siembra y cosecha de amapola, porque son expertos jornaleros para limpiar ese tipo de cultivos, como el de la manzana, chile, cebolla, etcétera.
Los hombres indígenas se dedican a labores más rudas, como la cosecha de mariguana, que para ellos es un trabajo más, ya que no se involucran en la delincuencia organizada porque son “nómadas” y no están acostumbrados a trabajar en empresas establecidas, por lo tanto van de trabajo en trabajo, de temporal en temporal.
Historias de terror
En la cabecera municipal los habitantes han convertido sus casas en “tanquetas” y viven con la incertidumbre de ver en cualquier momento y a cualquier hora la llegada de hombres armados, encapuchados o no, para enfrentarse entre sí o con gente del pueblo.
Los fines de semana, maestros, personal médico y particulares salen del pueblo, porque en esos días se acentúa la violencia.
“Cuando regresamos, nos encontramos con que hubo muertos, levantados, secuestros. Los rescates allá se piden en millones, por lo general son 5 millones. La gente se mueve para conseguirlos, es muy común que trabajen la goma, la venden y la revenden y sale el dinero”, explica uno de los maestros del pueblo.
Las reuniones para festejar los cumpleaños son a puerta cerrada y a temprana hora. “Es tanta la psicosis que cierras la puerta, y si tocan no abres ni preguntas quien es, hasta que escuchas la voz de quien toca, o si te visitan tienen que hablarte antes por teléfono para avisarte. Las escuelas están cerradas siempre, los niños salen al recreo solamente y no se entregan hasta que lleguen los papás. Sólo unos están autorizados para irse solos porque viven cerca”, subraya.
Según el profesor, más de la mitad de los alumnos de una de las primarias son niños huérfanos de padre o de madre. Incluso hay grupos en los que de 23 alumnos, 18 son huérfanos, debido a que las mujeres por lo general son asesinadas por ser pareja de hombres que están involucrados con grupos delictivos, apunta.
En Guadalupe y Calvo la comunidad indígena es de la etnia tepehuana, casi la mitad de la población. Hay un albergue católico al que llegan muchos de esos indígenas y también comunidad mestiza. En ese albergue atienden a niñas que han sido violadas, abusadas, abandonadas o maltratadas y que tienen fuertes secuelas psicológicas.
El albergue cuenta con esquema de tiempo completo y es financiado por un patronato y por la Fundación del Empresariado Chihuahuense, pero los esfuerzos efectivos son de la misma comunidad, maestros y médicos.
“Vale la pena permanecer porque ves que sí haces el cambio, que se puede hacer algo con los niños”, asegura el profesor entrevistado.
“Todos saben quién vende y quién consume (mariguana). El problema ahorita es que se supone que gente que estaba desde siempre era de El Chapo. Hace como un año y medio o dos años detuvieron a un señor que le decían El Mochomo, todavía está en la cárcel, y como no lo han sacado su gente se les volteó y andan matando a la gente de El Chapo (Joaquín Guzmán Loera)”, dice.
Recuerda la masacre de hace tres meses en Tohayana, que por cierto, afirma, no trascendió a los medios de comunicación. Luego de que los mataron, añade, enviaron el aviso al pueblo: si no se calman habrá más muertos. El pasado domingo 22 mataron a seis y el miércoles 25 a cinco, también en la cabecera municipal.
“Son muy sanguinarias las muertes, los torturan, decapitan, cercenan. Los balazos que se escuchan son por arriba de los cien disparos, a veces no duran mucho tiempo en horas, pero sí son más seguidas. Para ir a El Vergel, por ejemplo, Guadalupe y Calvo es paso obligado para llegar, y allá la gente es de otro grupo delictivo, y cuando pasan para allá se arma la balacera”.
El coordinador del Instituto Chihuahuense de Educación para Adultos en esa región, Héctor Jáurgui, atropelló a un hombre hace un mes en la cabecera municipal. El mismo profesor llevó al herido al hospital, pero horas más tarde falleció.
El hombre atropellado era papá de uno de los sicarios del pueblo, quien obligó a la policía a detener al conductor y entregárselo.
“Es tanto el descaro que lo mataron delante de muchos testigos que escucharon que cuando lo iban a matar, él decía que no lo hicieran porque tenía familia”, cuenta el maestro.
La CEDH recibió la queja del caso y el visitador Víctor Manuel Horta dio a conocer que por orden de la Fiscalía, todo funcionario que viaje a Guadalupe y Calvo deberá hacerlo con seguridad, ya que varios han sido asesinados durante los últimos meses.
El fiscal de la Zona Sur, David Flores Carrete, señaló que la actuación de la Dirección de Seguridad Pública Municipal en Guadalupe y Calvo puso en duda su propio trabajo con su actuación.
En la cabecera municipal, tres camionetas que con frecuencia recorren el lugar son identificadas por la gente del poblado como un grupo que llegó de Sinaloa desde hace poco tiempo. Viajan encapuchados, con vestimenta militar y cuernos de chivo.
“Son jóvenes, otros andan con el rostro descubierto, a toda hora. Antes tú sabías quienes eran los malvivientes, sabes quien vende droga y quien la consume, pero ahora no respetan a nadie, se ha vuelto más sanguinario todo”, subraya el entrevistado.
Huyen por inseguridad
Decenas de médicos y enfermeras del municipio han huido en el último un año y medio debido a que fueron dañados por la violencia directamente.
Desde 2010, los médicos del hospital Regional de la Secretaría de Salud del gobierno del estado han vivido momentos de terror cuando les ha tocado atender a heridos por proyectiles de arma de fuego que pertenecen a uno u otro grupo.
Por ejemplo, un matrimonio de médicos –él pediatra y ella internista– tuvo que irse del hospital hace tres meses porque atentaron contra uno de ellos en el camino a El Ocote, y a su hija de ocho años la sacaron del lugar porque fue amenazada de secuestro. Pidieron su cambio por la situación de su hija, pero sólo les dieron un permiso de seis meses para arreglar su situación.
La mayoría de los médicos que arriban al lugar lo hacen por su servicio social o internado, y cuando concluyen deciden quedarse ahí porque ven las necesidades y la bondad de la gente que los necesita. Sin embargo, la situación de violencia los ha obligado a irse, incluso con su antigüedad de 10 a 20 años. Son médicos originarios de Puebla, Guerrero, Baja California, Distrito Federal, Sonora y Chiapas, Jalisco y Chihuahua.
“No hay quien quiera irse ya a la sierra”, dicen dos médicos que salieron de la comunidad. Uno dejó el hospital hace un año y medio y el otro hace unos meses.
Según los galenos, por lo menos en tres ocasiones han ingresado al hospital grupos armados para ir por un paciente y asesinarlo.
En diciembre de 2010, a la una de la mañana, llegaron personas a preguntar a una enfermera por un paciente. Cuando les indicó dónde se encontraba, lo acuchillaron. Cuando los sicarios salieron de la habitación, la enfermera se encontró frente a frente con ellos. Eran jóvenes entre 18 y 20 años, quienes la amenazaron con un cuchillo.
Una semana después, en fin de año, un grupo armado ingresó al hospital. Una de las enfermeras que estaba de guardia fue interceptada y amenazada por los “familiares” de la víctima de un paciente para que les dijera dónde se encontraba éste. Se llevaron al herido y lo asesinaron a un kilómetro del nosocomio.
La enfermera fue trasladada por seis meses a un hospital de la capital, para recibir tratamiento por estrés postraumático. Al vencer ese periodo, solicitó un permiso para no regresar, debido a que está amenazada.
El Sindicato de Trabajadores de Salud le pidió no presentar denuncias.
En otra ocasión, al iniciar 2011, llegó un herido por arma de fuego al hospital y la esposa pidió protección porque no lo podían trasladar. En el nosocomio le indicaron que no podían darle seguridad.
“La familia llevó a mucha gente armada, estuvieron en el hospital como 36 horas. El ambiente estaba muy tenso. Eran como ocho personas en los pasillos y había más en el estacionamiento y en la barda”, relata una de las doctoras.
Médicos y enfermeras tuvieron que hacer frente a la situación todo ese tiempo. El director llegó luego de varias horas “y les dijo a los hombres armados: ‘pórtense bien muchachos, porque luego los doctores no van a querer atenderlos”.
El Ejército llegó cuando los hombres ya se habían ido. Los militares interrogaron a los médicos, pidieron hablar con el paciente y con el director. “El problema es que hubo un rumor de que los médicos habíamos avisado a los militares y temíamos que tomaran represalias”, dice.
El 12 de septiembre de 2011 ingresó al hospital otro comando y ejecutó a un hombre de 33 años que apenas había ingresado, herido por arma de fuego.
Los hombres armados lo siguieron hasta el área de urgencias, lo mataron y se marcharon. El personal quedó en shock, pero tampoco hubo cambios de plazas.
Policías desamparados
El 19 de mayo último asesinaron al director de Seguridad Pública de Guadalupe y Calvo, Eleazar Salas Martínez. Esa tarde salió con uno de los agentes policiacos hacia un lugar al que lo habían citado, según la declaración del policía que sobrevivió.
Cuando llegaron a una hacienda, varios hombres armados y encapuchados los ‘levantaron’, les vendaron los ojos con cinta y se los llevaron a un lugar despoblado. El agente escuchó varios disparos y luego de unos minutos se destapó los ojos y vio que ya no había nadie, declaró.
El comandante tenía 36 años y dejó niños pequeños. No tenía seguro de vida ni seguridad social, tampoco firmaba recibos de nómina y estaba registrado con un subsueldo ante el Ayuntamiento. La esposa recibirá el apoyo del Fideicomiso para la Atención de Víctimas de la Delincuencia. Nada más.
La semana pasada asesinaron al policía que sobrevivió en aquel atentado. Iba acompañado de su hermano y su sobrino, quienes también fueron ejecutados.
Para los habitantes de Guadalupe y Calvo, el mismo agente fue quien “puso” a su jefe para que lo asesinaran.