Trece mil indígenas desplazados

martes, 8 de octubre de 2013 · 11:38
La tormenta que se ensañó con los municipios de La Montaña guerrerense no se contentó con despojar a sus habitantes de sus casas, los escasos muebles, ropa y trastes, sino que arrancó los cultivos y aplastó bajo toneladas de lodo aquello que, pese a todo, permanecía en pie. Las personas que lograron salvar su vida buscan regresar aunque sea a su miseria anterior, pero no podrán: el suelo donde crecieron ya no sirve ni para pararse sobre él. SAN MIGUEL AMOLTEPEC VIEJO, Gro. (Proceso).- Humberto Rojas Vázquez tiene ocho meses y su única posesión es la camiseta que lleva puesta, tiesa por tanta mugre. En 10 días no lo han cambiado de ropa. No tiene otra, ni cobija. Este día es el niño más pobre del mundo. Está resfriado y molesto. Forcejea en los brazos de su mamá, en una mezcla de hartazgo, frío, incomodidad y hambre. Las últimas 10 noches ha dormido entre sus padres, sus hermanitos y sus abuelos sobre un tendido de hojas que hacen que cale menos la tierra húmeda, bajo un plástico blanco que no detiene la terca lluvia. Todos duermen en el cerro, en un paisaje de nubes estacionadas. A unos pasos está el precipicio. Enseguida, el panteón. Abajo, su casa sepultada por el cerro. Este es uno de los 49 campamentos improvisados en La Montaña de Guerrero, la región más pobre del país, el sótano de la miseria mexicana, donde viven algunos de los 13 mil 200 indígenas damnificados por el aplastamiento de sus pueblos bajo toneladas de lodo desgajadas por la tormenta tropical Manuel. Humberto, aunque no se da cuenta, ya pasó a ser uno de los miles de desplazados de La Montaña, de los Jacintos Cenobios expulsados de sus paraísos, a punto de convertirse en nómadas. “Llora mucho, no tiene cobija, no tiene huarache. Necesita Minsa, masa. No hay nada, se va todo, también ropa, tiene gripa de una semana”, lamenta su madre, Natalia Vázquez Martínez, una de las niñas-madres que pueblan esta zona. No ha podido lavarle la ropa al bebé, dice, y muestra la bolsa de detergente vacía. Un par de ancianas cocinan chayotes y ejotes en una lata de chile adaptada como sartén, arriba de una fogata. Las rodean niños semidesnudos. Humberto no es el único niño desnudo y con hambre. Hay otro, de dos años y con la panza inflada, sin mechas de pelo, la piel marchita, cubierto sólo por una camisa casi transparente de tanto uso. Tres niñas tiritan. Traen el pelo mojado. Están recién bañadas aunque no tuvieron jabón para lavarse. Encogidas, tronando los dientes, se secan bajo este sol que no calienta, entre nubes que empañan la vista... Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1927 de la revista Proceso, actualmente en circulación.

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