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MÉXICO, D.F. (Proceso).- Al terminar la semana trágica, Juanito Olaguíbel, mi inseparable amigo de entonces, y yo, estábamos parados en la calle de las Artes cuando vimos venir una gran manifestación de gente que gritaba: “¿Abajo la nueva era!”. Gente del pueblo en su mayor parte, muchos de ellos desarrapados, la mayoría con aquellos sombreros de carro semiescurridos que entonces se usaban, no podían ser más que maderistas. Y lo que querían aniquilar, o sea la nueva era, no podía ser más que algo malo, algo inconveniente. Entonces Juan Olaguibel y yo, con nuestros agudos gritos de muchachos, nos pusimos a la cabeza de la manifestación, gritando: “¡Abajo la nueva era! ¡“Abajo la nueva era!”. Y así, con toda aquella plebe llegamos hasta una esquina de lo que hoy es Artículo 123 y otra calle que no recuerdo. Pero en la misma esquina había una casa de dos pisos que en una de las dos calles que formaban el ángulo, decía: “La nueva”. Y en el otro, con letras grandes: “Era”. Nos encontrábamos frente al enemigo buscado y naturalmente al final de nuestra marcha.
Esos manifestantes, a la vez que gritaban en tumulto “¡Abajo la nueva era!”, empezaron a lanzar piedras contra las ventanas y casi simultáneamente estopas encendidas. El fuego empezó a propagarse, tremendamente, mientras aquellas gentes aplaudían con frenesí. Y Juan Olaguíbel y yo no solamente aplaudíamos, sino que bailábamos. Muchos otros muchachos se habían mezclado a nuestra euforia y todos formamos el grupo más ruidoso. El edificio ardió totalmente y llegaron los bomberos solamente para impedir que se propagara a las casas vecinas, pero sin impedir para nada que aquella “nueva era” terminara de consumirse.
Todavía con el fuego de la manifestación y del castigo implacable a la “nueva era”, llegué a mi casa. Mi padre y mi hermana Luz estaban en la mesa, cenando. Desde la puerta, levantando la cabeza lo más alto que pude, con enorme orgullo, les dije: “¿A que no saben de dónde vengo?”. “¡De dónde!”, preguntó mi hermana Luz, con cierta voz que me pareció ya sospechosa. Entonces, dando un paso adelante, dije: “De incendiar la nueva era”. Mi hermana Luz pegó un grito espantoso, se me quedó viendo, se le llenaron los ojos de lágrimas y levantándose se lanzó hacia mí, a la vez que gritaba: “Estúpido… animal… idiota…! La Nueva Era es el periódico del señor Madero, y cogiendo vasos y todo lo que encontró me lo arrojó, en una actitud implacable.
Yo, su hermano Pepe, el mejor prosélito de su maderismo, había incendiado La Nueva Era, el periódico de Sánchez Azcona, y prácticamente el único periódico que había defendido al señor Madero contra la jauría reaccionaria durante todos los años que tuvo la oportunidad de aplicar en México la mejor democracia que el país ha conocido. Me salí de la casa, estuve largas horas en la calle sin sospechar todavía la magnitud de mi gran equivocación política, mi primer gran error.
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Muy temprano entró mi hermana Luz corriendo a la casa: “Las tres tropas federales –me gritó– se han sublevado contra el señor Madero y dicen que ese coheterío que se oye es de balazos, porque ya están combatiendo”. Después, con un aire de diosa heroína, me dijo: “Pepe, coge tu bicicleta y ve a cumplir con tu deber”. A mí me habían comprado una bicicleta exactamente el día anterior, con lo que quiero decir que apenas si la habría usado algunas horas y me disponía a usarla por segunda ocasión aquella mañana.
Sin decirle una palabra a mi padre ni a nadie en la casa, poseído del mismo fuego político de mi hermana Luz, salí corriendo hacia el centro de la ciudad, que es de donde provenían las descargas. Al llegar frente a lo que hoy es el hotel Regis vi venir un grupo pequeño de gente del pueblo y de cadetes del Colegio Militar y en medio de aquel pequeño grupo que avanzaba, vi al presidente Madero que montado sobre su caballo tordillo, de muy poca alzada, por cierto, enarbolaba una bandera mexicana. No traía sombrero. Recuerdo que la pequeñez, la insignificancia de aquel grupo era verdaderamente impresionante. Los poquísimos cadetes, basándome solamente en el recuerdo, creo asegurar que no eran más de diez. Y posiblemente en el conjunto de manifestantes que rodeaban al presidente de la república, no habría más de cien.
Al llegar a donde empiezas la Alameda, alguien indicó al señor Madero y a los cadetes que lo protegían que no deberían continuar por la avenida Juárez, sino que dieran la vuelta hacia la izquierda, es decir, en dirección a Hidalgo, para avanzar hacia el Zócalo por ese costado de la Alameda.
Pedaleando suavemente yo seguía al grupo de manifestantes. Mi fervor político en embrión no era tanto como para dejar aquel maravilloso juguete que apenas acababa de estrenar. Pero yo seguía delante. Al llegar al Correo, por los movimientos que hacía, creo que el señor Madero exigió que el grupo girara de nuevo hacia la derecha para entrar por Plateros, en la marcha hacia el Zócalo. Ya entre Tacuba y Plateros, los cadetes y algunas de las personas que parecían dirigir la manifestación, muchos de ellos con tipo de obreros y otros con tipo de poetas, se ve que trataban de convencer al señor Madero de que no continuara, porque en efecto, yo las escuché, las balas empezaban a silvar ya por Plateros y se decía que habían caído ya algunos heridos.
Pero Madero no hizo caso. Recuerdo claramente cuando le metió espuelas a su caballo y con un pequeño galope avanzó hacia lo que hoy es Madero y lentamente siguió avanzando hacia el sur. Ya para ese momento la manifestación había engrosado. Y yo con mucha dificultad seguía con mi bicicleta, obligado en muchas ocasiones a poner el pie en el suelo para que no me tumbaran. Pero seguí con la manifestación hasta el Zócalo, que allí creció poderosamente. Y de esa manera fui quedando un poco atrás, pero ya dentro del mismo Zócalo. Sin embargo, pude ver claramente cómo Madero se levantó hasta colocarse frente a la puerta central del Palacio Nacional. Pero seguramente en el momento en que él consiguió la fidelidad total de las tropas federales que estaban en el Palacio (estaba el general Del Villar adentro) y penetró en el edificio, entonces los cadetes de la Escuela de Aspirantes, antimaderistas, que habían sido dominados totalmente por el “felicismo” (Félix Díaz) empezaron a disparar contra la multitud, que huyendo fue a refugiarse a los portales, donde, insensato de mí, me metí yo con todo y bicicleta.
Pude ver cómo a una mujer muy gorda, muy gruesa, le dieron un balazo en el vientre y arrojaba verdaderos torrentes de sangre. Ya en los portales, la multitud me arrolló, obligándome a tirar la bicicleta al suelo. Pero entonces aquel maravilloso y flamante juguete se convirtió en un obstáculo atroz para toda la multitud, que al enredarse entre las ruedas de mi bicicleta le mentaban la madre al propietario. Y yo vi cómo la pulverizaban. De ninguna manera quise retirarme de sus restos y esperé ahí enérgicamente, no tanto por fervor político maderista, sino por el entrañable amor a mi bicicleta, que había que recuperar fuera como fuera, cuando los millones de piernas se desalojaran un poco. Mientras tanto, las descargas cerradas continuaban afuera y los heridos seguían apretujándose dentro del portal, que con las pisadas de la gente se llenó materialmente de sangre. Por fin, cuando pude recoger mi retorcida y más que retorcida bicicleta, la levanté en alto y así, con la multitud que huía, pude salir del Zócalo por la avenida 16 de Septiembre para avanzar después por la calle que hoy se llama Victoria.
Pero cuál sería nuestra desgracia, cuando oímos silbar balas en sentido contrario. No venían del este al oeste, sino al contrario. Y es que los felicistas estaban atacando la Ciudadela. Entonces nosotros quedamos encerrados entre el peligro del lado del Zócalo y el de los soldados del “cuartelazo”, que iban avanzando con artillería y todo, pues se oía el ruido de los carros de guerra, por Bucareli. Pegados a las paredes y yo con mi bicicleta en el aire, alcanzamos a meternos en un estanquillo a donde nos precipitamos una enorme cantidad de gente, y ésta insultando a mi bicicleta. Cuando la Ciudadela fue tomada, la multitud, que se había metido en todas las casas de por aquellos rumbos, pudo salir y yo con ella para seguir a pie hasta Altamirano Número 101, donde era mi casa.
Ahí me encontré a mi hermana Luz en un verdadero mitin de muchachas y cuando me vio llegar con la bicicleta toda retorcida, recuerdo que me dijo: “Qué importancia tiene una desgraciada bicicleta. Pero a mí me gustaría saber qué hiciste por el señor Madero”. Le dije que si le parecía poco haber perdido mi bicicleta y regresado con ella convertida en verdadera charamusca; después le relaté todo lo que había visto en el Zócalo y estaba muy orgullosa de saber que yo había seguido la columna.
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* De las memorias de David Alfaro Siqueiros (1896-1974), Me llamaban el coronelazo (capítulo III, “Páginas de adolescencia”), Grijalbo, México, 1977, 2a. edición, 615 p.