México, en Tokyo 2020: El sacrificio, la exitosa estrategia en el beisbol

domingo, 1 de diciembre de 2019 · 10:24
En estos tiempos en los que el beisbol espectacular es sinónimo de batazos, México se impuso a Estados Unidos por el boleto para los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020 con una jugada en peligro de extinción: el toque de pelota. En entrevista con Proceso, Juan Gabriel Castro, el manager que comandó la novena nacional hacia la histórica clasificación, habla de su trayectoria en las Ligas Mayores y de su filosofía de juego, la cual permite más que soñar por una medalla.  CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuando a Jonathan Jones le tocó tomar su turno al bat, con corredores en primera y segunda base sin out en la décima entrada, intercambió una mirada con el manager Juan Gabriel Castro. A los dos se les vino a la mente la charla que habían tenido unos días atrás cuando el jugador le confesó que batalla lo indecible para ejecutar los toques de sacrificio. Con la pizarra 2-2 y hombre en segunda, “el librito” del beisbol, que no es otra cosa que la aplicación de la lógica, indicaba que Jones tenía que tocar la bola, sacrificarse para que Noah Perio llegara a la tercera base y ponerlo en posición de anotar la carrera que le daría a la Selección Mexicana de beisbol el inédito pase a unos Juegos Olímpicos. Jones buscó los ojos de Castro, éste asintió con la cabeza. Ya con la seña del toque de bola el pelotero acomodó el cuerpo, puso el bat al frente, pero la pelota se fue a terreno de foul para el primer strike. Jones sabía que los toques de bola que había estado practicando desde que se confesó con Castro no eran suficientes para que así, de la noche a la mañana, ejecutara una jugada en la que suele fallar. El lanzador ­derecho Brandon Dickson, de Estados ­Unidos, sudaba a mares para evitar que avanzaran los corredores. Aún no se reponía de la sacudida que Matt Clark le había dado en la novena entrada, un jonronazo por el jardín central que empató el juego. Jonathan Jones volvió a cuadrarse para el toque. Volvió a errar. Ya con dos strikes en la cuenta, “el librito” también dice que lo que toca es el bateo libre porque si en un tercer intento la pelota sale de foul el out es automático. Jones había sido el bateador más consistente por México en el Premier 12, el torneo que disputaron las mejores 12 selecciones del mundo por dos pases olímpicos: uno para la región de Asia/Oceanía y otro para América. El jugador tenía un promedio de bateo altísimo: .367, es decir, de cada 10 veces que tomó un turno al bat casi en cuatro conectó un hit. Tenía seis carreras producidas y tres jonrones. La posibilidad de que con un batazo largo resolviera el juego era amplia. Desde el dugout, Castro acomodó sus manos como si empuñara un bat. Golpeó un puño sobre el otro un par de ocasiones, señal que en el mundo del beisbol indica bateo libre. Pero eso no lo vio Jones que tenía de espaldas al manager. Lo vieron los peloteros gringos que estaban en el terreno de juego y los millones de espectadores que siguieron la transmisión del duelo entre Estados Unidos y México que disputaban el tercer lugar del Premier 12 y el codiciado boleto olímpico. “Cuando falló los dos primeros intentos no sabía si dejarle la seña de toque o cambiársela. Dije: ‘No voy a dar seña. Ya es decisión de él’. Yo nunca le quité la seña ni le mandé que bateara. A Martín Arzate (uno de los mejores coaches mexicanos para mandar y robar señas) le dije que era la misma. Y a la vez hice ese movimiento con las manos.  Jones se quedó con la misma seña y asumió el reto. Cuando lo ejecutó dije: ¡wow! Te das cuenta cómo está pensando el jugador. Sabes que está jugando para el equipo. Sé que tenía esa presión de si no lo hago, me van a caer encima. Fue un alivio para él y de ahí se vino el triunfo”, explica Castro. Con hombres en tercera y en segunda, Efrén Navarro conectó un hit hacia el prado de en medio que dejó a la novena de Estados Unidos tendida en el terreno. México se impuso 3-2. Fue la segunda victoria contra Estados Unidos en el mismo torneo, fue la que le dio el pase a los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020 donde sólo competirán seis países. La posibilidad de obtener una medalla es más que un simple sueño. El triunfo de la Selección Mexicana de beisbol parece el guion de una película: ganarle dos veces en el mismo torneo al país donde se juega el mejor beisbol del mundo, viniendo de atrás en tres ocasiones ante una novena plagada de peloteros prospectos de los clubes de Grandes Ligas. A la trama hay que agregarle que es la primera vez que Juan Castro está en un equipo como manager y que contó con los jugadores que estuvieron disponibles porque las reglas no permitieron llevar a ­peloteros que estuvieran en los rosters de 40 de los equipos ligamayoristas ni los clubes de la Liga Mexicana del Pacífico quisieron prestar a sus mejores hombres porque están a media temporada invernal. El toque de pelota es una jugada en peligro de extinción.  En la época del beisbol espectacular, el de los cañonazos, los bateadores no quieren sólo chocar la pelota ni embasarse a como dé lugar, mucho menos ejecutar un toque de sacrificio. Anhelan volarse la barda y trotar por las bases mientras el público los baña de aplausos. Sin decepción A Juan Gabriel Castro el toque de pelota lo mantuvo jugando 17 años en Grandes Ligas. Nacido en Los Mochis, Sinaloa, en 1972, es el pelotero mexicano de posición con la carrera más longeva en el beisbol de Estados Unidos. Sus estadísticas no son impresionantes, su labor fue sacrificarse, ayudar a que su equipo gane. Eso se lo aprendió a Glen Hoffman, el actual coach de tercera base de los Padres de San Diego, quien fue su manager con los Albuquerque Dukes, el equipo Triple A de los Dodgers de Los Ángeles donde el mexicano jugó en las Ligas Menores. El pelotero ya había jugado en Grandes Ligas 81 encuentros entre 1995 y 1996, pero su promedio de bateo no lo sostenía como jugador titular. A la defensiva tenía un guante envidiable, podía cubrir la segunda y la tercera base, además del short stop que era su posición natural, pero enfrente había monstruos del diamante como José Offerman y Delino DeShields, después llegaron Mark Grudzielanek y Greg Gagne. Un día le abrió la puerta de la oficina a Hoffman y le soltó sin más qué tenía que hacer para consolidar una carrera en Grandes Ligas. “Aprende a jugar beisbol: tienes que mover a los corredores de segunda a tercera, tocar la bola, hacer hit and run, a batear hacia el otro lado del campo. Así vas a jugar muchos años”, le dijo Hoffman al muchacho. “Se me quedó muy grabado”, recuerda Castro. “En lugar de aprender a batear por promedio me dediqué a aprender a jugar el beisbol de esa manera, a embasarme como sea, regalar mi out para avanzar a un corredor, a jugar para el equipo y no para el lucimiento personal”. En lugar de frustrarse porque no jugaba todos los días y no podía entrar en ritmo para mejorar su porcentaje de bateo, Castro también aprendió a observar el juego. Cuando la situación indicaba que le tocaría entrar a tocar la bola se iba a la jaula de bateo a practicar. Tenía que ser un experto. “Si el manager me pone a tocar la bola, tengo que hacerlo. Si lo hago bien, me va a poner otra vez, y si fallo me va a sacar”, pensaba. Los pelotazos que se llevó por la velocidad con la cual la máquina lanza las bolas le curtieron las manos. Todos los días era el primero en llegar a entrenar. Intentaba 10 toques hacia la izquierda y otros 10 a la derecha. Luego daba unos pasos hacia la máquina y repetía el ejercicio hasta quedar a medio camino de distancia para que las pelotas llegaran con más fuerza. A Juan Castro le tocó la transición en la cual los pitchers cerradores dejaron de tirar a 91 millas por hora y empezaron a hacerlo a 95 y 98. No era sencillo lograr un toque fino para matarle el efecto a la pelota y cayera lo más lejos posible de un jugador rival. “A veces en un juego nomás entraba a eso y si me salía bien, me iba contento porque decía ‘nomás por tocar la bola ya me gané mi dinero’. Me hubiera ido mejor si hubiera jugado todos los días, pero es difícil batear sin jugar y no había chance. Nunca bajé la guardia, entendía cuál era mi trabajo. ‘Algún día llegará mi oportunidad’, pero nunca llegó con los Dodgers. Después me cambiaron a Cincinnati (en 2000). Estaba Barry Larkin en el short stop, el futuro Salón de la Fama, fue peor. No estoy molesto por cómo fue mi carrera porque aprendí mucho beisbol. Estando en la banca ves todo el juego, no sólo te fijas en lo que te toca hacer”, dice Castro. El propio Larkin lo consultaba. “Asere, ¿qué hago en mi próximo turno? ¿Le hago swing o dejo pasar el primer strike?” Castro no podía creer que el cinco veces Jugador Más Valioso, el Bat de Plata, el 11 veces llamado al Juego de Estrellas lo consultara a él. “Es que tu te fijas en el juego, sabes qué está pasando”, insistía Larkin. La banca fue su escuelita de manager. Castro se volvió inteligente, un hombre capaz de jugar al ajedrez del beisbol. Aprendió cómo interactuar con los coaches, a hacer los cambios, cómo y por qué se toman las decisiones. “La verdad aproveché. Siempre estaba viendo lo que se hacía y muchos jugadores me preguntaban qué hacer. Me creían capaz de analizar el juego. Con los coaches de todos los equipos donde jugué tuve muchas pláticas sobre beisbol y eso me ayudó. Yo no sabía que un día iba a ser manager, quería seguir aprendiendo de quien tenía años en el beisbol”, detalla el mexicano. Con Chico Fernández El beisbol estaba pintado en la vida de Juan Gabriel Castro desde antes de que cumpliera un año. Sus papás le cuentan que mientras estaba sentado en su sillita alta de madera hacía esferitas con las tortillas y las bateaba con la cuchara.  Dejaba el comedor hecho un cochinero. Lo de ser pelotero se lo pegó su papá, quien jugó beisbol amateur toda la vida. Juanguaguel, como lo llamaba uno de sus primos que no podía pronunciar bien su nombre, se crio en las gradas de los parques donde su papá jugaba los fines de semana. Su mamá, otra adoradora del beisbol, se cargaba al bebito para que viera a su padre. Como esponjita absorbió esa cosa maravillosa de bats y pelotas hasta que a los siete años su papá lo metió a la Liga de Ahome. Lo que más le gustó a Guaguel fue el olor de su uniforme nuevo. En una bolsa de plástico le dieron aquellas piezas de color blanco con vivos amarillos y negros que, en el pecho, del lado del corazón, tenía una “p” y una “s” de Ponys, su primer equipo. Y cada año que estrenaba uniforme se lo acercaba a la nariz con el mismo gusto porque ese olor lo trae tatuado en la memoria. Tanto le gustaba el beisbol a Juan que cuando no había quien lo llevara a la práctica, él solito caminaba la más de media hora que le tomaba llegar al campo. Era un niño bien corajudo, no le gustaba perder. Se enchilaba tanto si no ganaba que no le quería hablar a nadie porque el beisbol se le metió bien hondo. Lo amó desde niño. Lo adoró aún más las pocas veces que en casa hubo dinero para ir al estadio Emilio Ibarra Almada a ver jugar a Los Cañeros, donde la entonces estrella de los Tigres de Detroit, Aurelio Rodríguez, jugaba la tercera base. Con nueve años, Juan Castro vio a los Dodgers ganar la Serie Mundial de 1981 en la que enfrentaron a los Yankees de Nueva York. Dos sonorenses jugaron aquel año, Fernando Valenzuela como lanzador y Aurelio Rodríguez vestido con el uniforme a rayas. Los Mochis era un lugar tan chiquito y las familias tan de pocos recursos que sólo unos cuantos se daban el lujo de tener el sistema Cablevisión donde se podían ver los juegos de las Grandes Ligas. Castro y su papá –y media ciudad– se arrimaban a la casa de un vecino que sacaba una televisioncita a su terraza que daba a la calle para que todos vieran al Toro y a Aurelio, ídolo de los mochitenses. Juan Castro decretó que él iba a jugar ahí, en las Grandes Ligas. Nada sabía del sistema por el cual hay que pasar. Creía que era cosa nomás de que llegara un equipo y le dijera vente. Por eso le dolió horrores el día que su papá no lo dejó irse con Aurelio Rodríguez a hacer un try out con los Tigres de Detroit. Contaba con 15 años y acababa de hacer un pacto de no involucrarse en el beisbol profesional en tanto no acabara la prepa. Pero luego fue su propio padre el que lo fue a sonsacar. Se acuerda que estaba en un salón del Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos (CECyT) en su tercer año de bachillerato cuando llegó su papá a hablar con el profesor. Se imaginó que algo malo estaba pasando. Mientras veía a los señores hablar empezó a guardar los libros y cuadernos en la mochila para aprestarse a salir. “‘Vamos a un try out de beisbol’, me dijo. ‘Apá, ¿usted me está sacando de la escuela para eso? Sí, ya pedí permiso en la dirección, están los Dodgers’. Ya hasta traía mis cosas en el carro. Fuimos al estadio de Los Cañeros y había como 500 o 600 muchachos. ‘Ámonos, apá, aquí ni chanza hay’. ‘Trátale, ya te saliste de la escuela. Ándale, cámbiate’. Nos escogieron a 50 para regresar al siguiente día y quedé seleccionado para ir a la Academia de Pastejé con los Tigres de México.  Los Dodgers tenían con ellos un convenio para firmar peloteros”. La primera odisea de Juan Castro comenzó con pedir el permiso en la escuela para irse. Faltaban tres meses para acabar el ciclo escolar. El scout de los Dodgers, Mike Brito, fue a negociarlo con el mismo director del CECyT, otro fanático de beisbol que era manager en la liga local. Acordaron ponerle una calificación promedio para que obtuviera su certificado. La maestra de química se rehusaba a regalarle la calificación, pero como resultó ser familiar del director, no tuvo más remedio que ceder. A los campos de Pastejé, en el Estado de México, llegó Castro con 18 años. Junto con él había otros que en el futuro serían ligamayoristas, como Antonio El Cañón Osuna e Ismael El Rocket Valdez. En su posición de short stop había un montón: Heriberto García, Saúl Borbón, Felipe Durán. Pasados cinco meses ya estaba desesperado. Sentía que no progresaba. Extrañaba a su familia y pasaba hambre. Aún recuerda cómo en una servilleta guardaba el pan de dulce que le daban en la cena y que se comía en medio de la oscuridad cuando las tripas le rugían en la madrugada. Un día después de entrenar fue a preparar su maleta. Dejó todo listo para al día siguiente despedirse y regresar a Los Mochis. “Arturo Félix, un short stop de Culiacán que dormía ahí a un ladito, me preguntó qué estaba haciendo. ‘Me voy a mi casa. Por más que le echo ganas no veo mejoría. Estás loco.  Aguántate o qué, ¿te vas a rajar?’. Me picó el orgullo. Toda esa noche no dormí. Fue la primera vez que vi cómo pasaban las ratotas por arriba en ese galerón de pura madera donde dormíamos. Vi amanecer. Decidí quedarme con la mentalidad de ser el mejor short stop de esa academia”. Por un bono de 75 mil dólares, de los cuales le tocó 25% y al club Tigres lo demás, lo firmaron los Dodgers como prospecto en 1991. Ahí conoció a Glen Hoffman, quien lo mandó a la Liga Rookie con los Great Falls de Montana. No hablaba nada de inglés. Se sentía sordo y mudo porque no entendía ni lo que tenía que hacer en los entrenamientos. Trataba de imitar lo que hacían los demás. La pasó tan mal que le dieron ganas de regresar a su casa. Tampoco se rajó y aguantó porque se emperró en llegar a Grandes Ligas, no quería jugar en la Liga Mexicana para luego andar batallando sin dinero como muchos peloteros retirados. El coach cubano Chico Fernández fue un acicate. En su primer entrenamiento de ­primavera no le entendió ni media palabra –sólo hablaba en inglés– de lo que tenía qué hacer cuando estaban practicando las situaciones que se presentan en la defensiva en los toques de bola. Juan Castro no se sabía las señas. El jugador de tercera base las mandó y él no entendió que tenía que tirar hacia tercera y lo hizo hacia segunda. “Paró la práctica y me dijo en español: ‘Mijito, ¿qué tienes en la cabeza? ¿Mierda? ¿No piensas?’ Por respeto no dije nada. Después se volteó y les dijo a todos en inglés: ‘Él tiene mierda en la cabeza, no está pensando’. Yo nomás me le quedé viendo y decía por dentro: ‘¡Pinche viejo!’. Lo empecé a odiar. Cuando terminó la práctica ya me había bañado, estaba cambiándome, y lo veo que viene hacia mí. ‘No sabía que no te sabes las señas. Discúlpame’. “Al siguiente día, ya en el locker, yo todo cansado después del entrenamiento, llegó y se paró con una bolsa llena de pelotas. Me gritó: ‘México, vámonos’. Y yo decía a este pinche viejo no lo puedo tragar. Me llevó a practicar tiempo extra puras jugadas de infield, a darme rolas, a corregirme. Por una semana lo hizo así. No sé si vio que tenía facultades o se sintió mal. Él me pulió como jugador. Después fue alguien muy querido para mí. Cuando llegué a Estados Unidos yo pensé que sabía, pero estaba en pañales. Ahí llegué a aprender a jugar beisbol.” Este reportaje se publicó el 24 de noviembre de 2019 en la edición 2247 de la revista Proceso

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