Beisbol

Esteban Loaiza, una oscura mente del diamante

Para sus maestros, debía recibir educación especial. Para uno de sus psicólogos, el pequeño tenía madera de gran deportista. La historia de una de las figuras del mejor beisbol del mundo es parte del libro Pelotero. Por amor al beisbol de Ediciones Proceso.
viernes, 18 de diciembre de 2020 · 19:33

Para sus maestros, Esteban Loaiza debía recibir educación especial. Pero para uno de sus psicólogos, el pequeño tenía madera de gran deportista. De ser un “retardado mental”, Esteban se convirtió en una de las figuras del mejor beisbol del mundo. Ésta es parte de la biografía del expelotero que desde el 19 de abril de 2019 purga una condena de tres años de cárcel por narcotráfico y cuya historia es parte del libro Pelotero. Por amor al beisbol de Ediciones Proceso.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuando Esteban Loaiza era un niño, su papá le enseñaba la mano derecha con el dedo índice levantado y le preguntaba: ¿cuántos dedos hay aquí? El pequeño respondía sin dudar: “Uno”. El padre repetía la acción con la izquierda y Esteban otra vez contestaba “uno”. 

El juego se convertía en un problema cuando le mostraba al mismo tiempo un dedo de cada mano y la respuesta a “cuántos dedos hay” era “uno y uno”.

Esa era la extraña lógica del pítcher abridor de los Medias Blancas de Chicago. En la cabeza de Loaiza no existía el número dos, como tampoco otras cifras y ni qué decir de las letras. En la primaria, cuando su maestra lo pasaba al pizarrón a sumar uno más uno, el niño no acertaba y escribía “uno”. Aunque las cifras cambiaran, en sus sumas para él todo era “uno”. 

Esteban sólo pensaba en beisbol y en parques de pelota. Era incapaz de decir correctamente el abecedario, pero su oscura mente entendía a la perfección las complejidades de este deporte.

Las autoridades escolares de la primaria en la ciudad de San Diego, donde Loaiza cursó sus primeros años, no se cansaban de mandar llamar a los padres de aquel alumno que se pasaba las clases dibujando en hojas blancas campos de beisbol con los jugadores en sus respectivas posiciones, los ampáyers vigilando el juego y las gradas llenas de fanáticos.

Fueron muchas las sesiones en las que el niño, acompañado por sus padres, se vio rodeado de hasta 10 psicólogos que le lanzaban toda clase de preguntas para intentar comprender su comportamiento.

Para sus maestros, Esteban Loaiza era un enfermo mental que debía recibir educación especial. Todos los días a la puerta de su casa llegaba un camión amarillo que lo llevaba rumbo a su nueva escuela. Fue, precisamente, en esa escuela donde uno de los psicólogos pronosticó que Esteban Loaiza sería un gran deportista.

Con los Piratas de Pittsburgh debutaría 17 años más tarde en las Grandes Ligas. En la temporada 2003, a los 31 años, el pelotero mexicano estuvo como líder de carreras limpias del mejor beisbol del mundo.

Luis Alonso Loaiza Peraza y María del Socorro Veyna se conocieron por casualidad en una iglesia de Tijuana, Baja California, en 1965. Él nació en El Limón de los Peraza, un pequeño ranchito ubicado entre Mazatlán y Culiacán, Sinaloa. Ella vio la primera luz en el pueblo conocido como Morelos, en Zacatecas. Durante cuatro años fueron amigos. Luego tuvieron un noviazgo de dos días y se casaron.

El padre de Esteban, Antonio Loaiza Veyna, se ganaba la vida repartiendo leche. Como ya había nacido su primer hijo, Sabino, el dinero no alcanzaba para mantener a la familia. La pareja emigró a San José, California, con el bebé de cuatro meses en brazos. Era diciembre de 1969.

No tenían papeles ni trabajo ni experiencia. Tampoco sabían hablar inglés. Llegaron a la casa de un hermano de ella donde acostumbraban escuchar el programa radiofónico del conductor latino Wilfrido Elizalde. En este espacio Luis y Socorro ofrecieron sus servicios para planchar ropa.

De lunes a viernes él planchaba las prendas de hombre y ella las de mujer. Los fines de semana entre los dos preparaban tamales que vendían en un baldío donde se llevaban a cabo carreras parejeras de caballos. En ese lugar los hermanos Hernández, quienes años más tarde por sus canciones serían conocidos como Los Tigres del Norte, se encargaban de limpiar los establos.

Para 1970, Luis Loaiza había conseguido un mejor trabajo en una empresa de construcción y jardinería. En 1971, debido a su situación de ilegal, fue sorprendido por oficiales de migración y deportado a México. Su mujer, quien estaba esperando el nacimiento de Esteban, su segundo hijo, se regresó a Tijuana para alcanzarlo. Se establecieron en unos cuartitos que les prestaron en la colonia Alemán. 

El 31 de diciembre de aquel año, cuando preparaba la mesa para hacer los tamales, Socorro sintió los dolores que anunciaban el parto con sólo siete meses de gestación. En cuestión de 10 minutos, con la ayuda de una partera, nació un nenito tan pequeño que cabía en una caja de zapatos. 

En un cuarto con tres paredes de ladrillo y una de madera Esteban Loaiza dio sus primeros pasos. La economía familiar había mejorado un poco gracias a que Luis Loaiza consiguió un empleo como policía bilingüe ayudando a los turistas. Luego fue promovido a la Policía Bancaria.

Gwynn. Inspiración. Foto: AP

El deseo de regresar a vivir a Estados Unidos seguía latente en la pareja que buscaba que uno de sus hijos naciera del otro lado de la frontera para regularizar su situación migratoria. Eso ocurrió en 1974 con el nacimiento de María Luisa. La madrugada del 15 de agosto el matrimonio partió rumbo a San Diego. En el primer hospital que encontraron pidieron ayuda para que ahí naciera la niña. 

En 1978 los Loaiza Veyna por fin obtuvieron la residencia americana. Para entonces Esteban tenía ya siete años y sus dientes frontales eran más grandes que lo normal, largos y delgados como los de un conejo. Su hermano lo bautizó como El Cone. 

“De niño, uno de sus primos lo golpeó en la boca con un bat y le tiró los dos dientes frontales. Le tardaron en salir. Cuando por fin le salieron estaban muy raros. Desde ahí Sabino lo apodó El Cone y pues se le quedó así hasta la fecha”, cuenta, entre risas, Luis Loaiza. 

Mientras el jefe de la familia continuaba con su empleo en la empresa de construcción y jardinería Valley Crest, Socorro se encargaba del cuidado de la casa de los adinerados señores Virginia y Lee White. Por aquellos años los ratos de diversión los pasaban en las ligas de beisbol amateur en donde Luis Loaiza jugaba los fines de semana. Sabino y Esteban iban con su papá a los juegos. Los niños aprendieron a hacer de todo: lanzar, batear y fildear. 

Esteban era el más inquieto de los dos. No era para nada buen estudiante, pero a los ocho años, cuando se integró por primera vez a una novena, los Pummers de Presidio Park, le entregó su vida al juego. 

“A mis hijos les hacían el ‘fuchi’ porque eran mexicanos, no hablaban bien inglés y además no teníamos los casi 100 dólares que costaba inscribirlos en la liga infantil. Esteban lloraba porque quería jugar y lo despreciaban porque lo veían chico, flaquito, insignificante. 

“Cuando por fin pudo jugar, gracias a que un ampáyer y una señora pagaron su inscripción, mi hijo fue el niño más feliz. Se puso su primer uniforme, uno blanco con azul, y se fue a dormir así, con la gorra y los spikes puestos. En tres días no quiso bañarse para no quitárselos”, narra Luis Loaiza.

Los hermanos Loaiza tuvieron un inicio de temporada fantástico. Jugaban tan bien que después de cinco juegos los cambiaron a un equipo con niños más grandes. “Es que estaban bien cascareados conmigo”, presume el señor Loaiza. 

Los padres de los hermanos Loaiza no se conformaron con que sus hijos jugaran en las ligas infantiles de San Diego. Los fines de semana los llevaban a Tijuana a participar en torneos locales. El buscador de los Diablos Rojos del México, Alberto Joachín, no le quitó la mirada de encima a Esteban y convenció a los señores para que firmara con la novena roja. 

No acababa de ponerse el uniforme de los Diablos cuando el scout de los Piratas de Pittsburgh se fijó en él. Ángel Figueroa se lo llevó a los entrenamientos de primavera en Bradenton, Florida. Dos meses después, el 29 de abril de 1995, debutó en Grandes Ligas con un triunfo ante los Filis de Filadelfia en labor de cinco entradas, cinco hits y dos ponches. 

“De ser un ‘retardado mental’, Esteban se convirtió en mi más grande orgullo. Yo creo que ese desorden que tenía en la mente se debía a su obsesión por darme el gusto de ser pelotero, porque fue algo que yo nunca pude llegar a ser. Él muchas veces me ha preguntado: ‘Apá, si yo no hubiera jugado beisbol, ¿qué hubiera hecho en la vida?’.”

Pese a que sólo tenía cabeza para el beisbol, Esteban Loaiza se graduó en aquella escuela y cursó la preparatoria en Mar Vista High School, en Imperial Beach, California. 

“Mi esposo le escribía en las manos o en papelitos, que Esteban se guardaba en las bolsas de los pantalones, toda la información de sus clases que se tenía que aprender”, narra la madre del pelotero. “Mi hijo salió graduado con 10 de la escuela esa de retardados mentales. Él es extraño y lo calificaron como dañado. Nosotros como familia nos reímos y, cuando lo vemos, unos a otros nos comentamos: ‘¡Mira dónde está jugando el retardado!’”.

En 2003, con los Medias Blancas de Chicago, Esteban Loaiza tuvo su mejor temporada en las Grandes Ligas con marca de 21-9 y 2.90 de efectividad. Quedó segundo lugar en las votaciones para acreditarse el Trofeo Cy Young, que reciben el mejor pítcher de la Liga Nacional y el de la Liga Americana. 

Esteban Loaiza es un hombre cariñoso, que adora a los animales y le encanta montar a caballo. Le gusta surfear y enfrentar situaciones peligrosas. Sus padres le enseñaron a ser un hombre humilde y educado, que no mienta y confíe en sí mismo. 

“Cuando Esteban era pequeño se admiraba de sí mismo por lo que podía hacer en el beisbol. Decía que quería ser como él. No tenía un jugador preferido, aunque después confesó que admiraba al toletero de San Diego Tony Gwynn. Le tocó lanzarle en su primer año y lo ponchó dos veces.

“Yo le digo que estar en el beisbol es ser como un animalito que sabe dónde comer. Le digo que hay que atender el ‘bisne’ para que le siga dando. Él ha entendido que la vida tiene muchas infancias que nunca se acaban, sólo las tenemos que buscar. ¿Hoy te fue mal, mi’jo? Seguro que mañana te irá bien”, comparte el papá del pelotero.   

Loaiza. Estrella en desgracia. Foto: Cuartoscuro

 

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