Escuchar

domingo, 9 de febrero de 2020 · 10:39
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Unos 300 años antes de nuestra era, Zeno escribió: “La razón por la que tenemos dos oídos y una sola boca es que debemos escuchar el doble de lo que hablamos”.  Hablamos mucho del derecho a decir, publicar, expresarnos, pero la otra parte de la ecuación comunicativa parece borrada. ¿Hay un derecho a escuchar? Más que nunca somos culturas en las que se habla para convencer, conmover, engañar, vender, seducir; todo eso está muy estudiado por los lingüistas, lógicos, retóricos, dialécticos, publicistas. Pero no tenemos una idea social de lo que significa escuchar. La libertad de expresión –que ahora incluye mentiras, insultos, motes– se defiende al grado de reivindicar el derecho de cualquiera a gritar “¡fuego!” en un cine a salvo. El dueño de Facebook, ante un tribunal, no tuvo rubor alguno al aceptar que su plataforma publica mentiras pagadas. Su argumento: la libertad de expresión. Pero, ¿qué papel social puede tener el escuchar cuando todo mundo reivindica su derecho a hablar?  Escuchar tuvo una larga historia en el paso de una cultura oral hasta la escrita. Dos mil 400 años antes de Cristo, el egipcio Ptah-Hotep nos dejó varios consejos sobre ello:   “Aquel que lidera, debe escuchar con calma el discurso de alguien que suplica. No podrá concederle todo lo que se pide, pero un buen escucha le aliviará el corazón”. O, éste: “En cuanto al tonto que no escuchará, no hay nadie que pueda hacer nada por él. Considera el conocimiento como ignorancia y lo que es beneficioso como algo dañino; él hace todo odioso, de modo que los hombres están enojados con él todos los días. Él vive de eso por lo que los hombres mueren, y distorsionar lo dicho es su comida”. Hay, por supuesto, una diferencia entre oír y escuchar que tiene implicaciones para la disposición con que lo hacemos. Escuchar es la postura moral de quien espera para hablar, no su turno en una charla, sino entender a quién está haciendo uso de la palabra. Como decían los hebreos, la primera estación de la sabiduría es el silencio; la segunda, escuchar. “El que habla, siembra. El que escucha, cosecha”, dice los proverbios de la Biblia. Se trata no sólo de oír, que sería una condición anatómica, sino de escuchar, lo que involucra, según Heráclito, al corazón. Escuchar es abrir el adentro y dejar que las palabras del otro lo inunden a uno, reunirlas según nuestros conocimientos, y darles un sentido.  Plutarco escribió el primer ensayo completo sobre el escuchar. Lo redactó para sus alumnos a los que, incluso, pidió respetar la postura del oyente: “sentarse erguidos, mirar directamente al hablante, mantener una actitud de atención activa y una serenidad de semblante libre de cualquier expresión, no sólo arrogancia o disgusto, sino incluso de otros pensamientos y preocupaciones”. Pidió, también, respetar los turnos para no interrumpir al hablante:  “Es como cuando un invitado bien educado en la cena tiene una función que desempeñar, mucho más un oyente; porque él es un participante en el discurso y un compañero de trabajo con el hablante, y no debe examinar rigurosamente los pequeños resbalones del orador, aplicando su crítica a cada palabra y acción, mientras que él mismo, sin estar sujeto a ninguna crítica, actúa despiadadamente y comete muchas irregularidades en la forma de escuchar”. Un mal orador cometerá errores al conjugar, dar una fecha, contar una historia. Un mal oyente lo hará si interrumpe a su interlocutor para señalarle los errores antes de que él mismo pueda aclararse el sentido de lo que dice.  Aristóteles, un ferviente de que la sabiduría provenía del diálogo y no del simple intercambio de prejuicios, en el final de Tópicos, advierte sobre no discutir con un mal oyente: “No hay que disputar de buenas a primeras con cualesquiera individuos: pues necesariamente resultará en una mala conversación; y, en efecto, los que se ejercitan así son incapaces de evitar el discutir contenciosamente”. Así, la disposición a comprender al que habla es indispensable para escuchar. En nuestro actual espacio público parece que escuchar ya no importa: sólo es tomar turnos para reiterar lo que creíamos antes de comenzar el diálogo. Lo problemático de no escuchar es que se llega más rápido al insulto que al argumento y que el diálogo que consiste en la construcción de un sentido en común se pierde por las ansias de tener de antemano la razón, la verdad. La idea de hablar para conquistar no requiere de un escucha. Si lo necesita el diálogo como una disposición a aceptar no sólo los argumentos del interlocutor sino la forma en que lo expresa, tratando en todo momento de entender desde dónde habla, el mundo cultural que supone lo que habla, la emoción desde la que parte, y no sólo lo que dice.  En 1923, el austriaco Martin Buber publica Yo y Tú, un ensayo sobre la relación que debe producirse entre dos seres interactuando y no, como en el caso de los amos y esclavos, con uno de ellos convertido en una cosa. Como admirador de Hermann Broch y erudito en temas religiosos, Buber propuso sustituir el culto a uno mismo por el culto al prójimo. Ese otro de la ecuación de la convivencia es mi interlocutor porque tenemos algo en común: somos vulnerables. La realidad, según Buber, era lo que existía entre dos dialogantes, no cada uno por separado. De hecho, cuando se fue a vivir a Israel en 1938, se puso del lado de los árabes y se opuso a que fueran despojados de sus tierras. “Lo que hay en medio de nosotros es una herida –escribió–, sólo curándola puede decirse que hicimos un lugar para Dios”. La idea del oyente abierto de Buber sirvió a Freud para plantear la escucha como herramienta de sus terapias.  Ferdinand Ebner, otro vienés, tomó esa misma lucha contra el Yo aislado: “la preponderancia de un sujeto que sólo habla consigo mismo engendra el antisemitismo y la misoginia”, sentenció en La palabra y las realidades inmateriales (1923). Para Ebner, un católico conservador, Dios había otorgado el habla al hombre porque era un eterno oyente: “la comunión no es otra cosa que escribirle a un tú”. Así como otros filósofos habían tratado de encontrar a Dios en el silencio, Ebner, que fue tan sólo un maestro de primaria, trató de hallarlo en el lenguaje humano, más exactamente, en el habla cara a cara, “ahí donde se abre el corazón”. De lo que hablamos cuando hablamos de escuchar es de la disposición a construir un sentido con el otro a partir de estar dispuesto a recibir sus mensajes. Entre los terapeutas, esa disposición es a escuchar sin juzgar. Entre los hablantes usuales hay dos formas de escuchar: hacerlo para recibir hechos, cifras, verdades, cantidades. Y la llamada “escucha creativa”, que no es más que una conversación de esas, entre amigos, que va llevando de un tema a otro, por la diversión y el placer de divagar. En cualquiera de las dos formas de escuchar, hay talento en ello, como lo hay en la oratoria: atención al orador, a sus movimientos, a no interrumpirlo hasta que haya terminado su idea o historia, a hacerle preguntas en una forma no contenciosa, a reflejarse en lo dicho o hacer un resumen, no responderle con prejuicios ni con interpretaciones a lo que no dijo. La falta de atención o el desdén por el orador significan que no se le escucha, sino que se le está juzgando antes de que alcance a expresarse. Al que escucha nuestra cultura visual le ve como débil porque, por una parte, no está haciendo algo, sino quieto y asertivo, y por otro lado, no está buscando el control sobre la lógica, los argumentos y la expresión emotiva. El que escucha está tendiendo un puente para crear ese “entre” que decía Buber del Yo y el Tú. No busca tener la razón ni la verdad. Busca entender y, en el mejor de los casos, poder juzgar, sopesar. Atender, escuchar, comprender y, sólo entonces, responder.  Freud retomó esas ideas para elaborar su técnica de “atención flotante”, en la que no es necesario tomar notas o tratar de interpretar todo del hablante, sino dejarse llevar por la escucha como en una charla. Escribió: “Si nos dejamos llevar por nuestras esperanzas correremos el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos; y si nos guiamos por nuestras tendencias, falsearemos seguramente la posible percepción. No debemos olvidar que en la mayoría de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a posteriori descubrimos”. Así deberíamos de aprender a escuchar como cultura: sin buscar en el otro nuestros propios prejuicios, sino encontrarnos con ellos en el medio.   Este texto se publicó el 2 de febrero de 2020 en la edición 2257 de la revista Proceso

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