La imposición de la cultura dominante

domingo, 10 de junio de 2018 · 09:29
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La mola es un arte textil característico de la comunidad Kuna o Guna, asentada en el Departamento de Antioquia, Colombia, pero fundamentalmente de las provincias panameñas de Colón y Darién. En él se emplea una técnica manual llamada appliqué inverso, que resulta de una combinación de telas con vistosos y variados colores. Este bordado tiene dos o más capas de telas cortadas, cosidas con diferentes relieves y yuxtapuestas de tal manera que se visualicen las formas y los colores de las telas inferiores. Sus diseños se basan en la cosmovisión del pueblo Kuna o de la naturaleza, con expresiones antropomorfas y zoomorfas de estos pueblos. En sus orígenes la mujer kuna ataviaba su cuerpo desnudo con grabados en los que empleaba colores naturales. En el periodo de colonización los kunas transpusieron su paleta policroma a los telares; de ahí nació este arte. La tradición narra que la mola fue creada en el principio de los tiempos y que desde entonces permaneció en el recinto sagrado Kalu Dugbis. Una profetisa llamada Naguegiryai fue la elegida para visitarlo. Extasiada por la belleza de las telas que decoraban las paredes, las memorizó para llevarlas a sus comunidades. A partir de ahí, la diosa Kabayaí se encargó de enseñarles a las mujeres kunas el oficio de la confección, el cual tenía que dar como resultado prendas siempre diferentes, irrepetibles.  La mola es por lo tanto una perpetuación de la invaluable memoria colectiva visual que ayuda a los hombres a hablar del mundo secreto en palabras, en cantos y en poemas (Michel Perrin). Más aún, a través de este mito los kuna reafirman constantemente en su comunidad la imagen de un pasado perfecto. Condenados a su extinción por los conquistadores, los pueblos Kuna se resistieron a un proceso forzado de asimilación cultural y de abandono de sus tierras ancestrales. En ese contexto, la mola fue consecuencia de un sincretismo cuya nota distintiva es una vasta heteroclisis  cultural. Ahora las comunidades Kuna enfrentan un paradigma de disyunciones cuando interactúan con el mercado. La mola adquirió un prestigio internacional que ha llevado a este tipo de arte textil a cotizarse de manera significativa, lo que supone rendimientos importantes para la comunidad.  Después de sesiones interminables, en el año 2000 se promulgó en Panamá la llamada Ley 20, relativa al régimen especial de la propiedad intelectual sobre los derechos colectivos de los pueblos indígenas, para la protección y defensa de su identidad cultural y de sus conocimientos tradicionales. Su propósito es proteger las invenciones, modelos, gráficos, petroglifos, símbolos, figuras, dibujos, diseños y, en general, todos los detalles indígenas, a través de un sistema especial de registro. La acotación grave respecto de esta ley es que protege exclusivamente las expresiones del patrimonio cultural intangible que tengan relevancia crematística. A partir de entonces los congresos Kuna son los responsables de entregar los permisos de reproducción total o parcial de la mola mediante la expedición de licencias de uso del derecho colectivo indígena, matriculado comercialmente bajo el nombre de Mola (morra) Kuna Panamá. Si bien estas licencias deberían asegurarles a las comunidades mencionadas beneficios o regalías, la ley como tal se halla muy lejos de ser la panacea. Mientras que las damas se encargan de la confección de las prendas, los varones se congregan en un Consejo que tiene la facultad de dirimir aspectos sobre la manufactura conforme a la tradición. Las tensiones eran predecibles, especialmente por lo que respecta al choque entre los derechos culturales individuales de las mujeres y los colectivos de la comunidad, dominados éstos últimos por hombres.  Más aún, algunas mujeres de la etnia han enseñado la técnica del tejido a otras de pueblos ajenos, lo que implica una transgresión de las reglas comunitarias. Otras más venden sus productos en Costa Rica, con lo cual desafían a las autoridades comunitarias que pretenden controlar la calidad y cantidad de la producción. Ante estos conflictos se imponen las siguientes interrogantes: ¿Cuáles son los mecanismos que pueden dirimir los conflictos entre derechos culturales individuales y los colectivos? ¿Cuál deberá ser la jurisdicción competente cuando tenga que resolverse la colisión entre intereses culturales y los pecuniarios?  El sincretismo cultural en los pueblos Kuna, que se manifiesta en la interacción entre los postulados estéticos, cosmogónicos y los del mercado, dista mucho de contener una dosis ideológica. Las decisiones de la etnia se toman con base en intereses económicos que, lamentablemente, terminan por legitimar los afanes de colonización y tornan endeble la resistencia comunitaria a la mediocritas de la globalización. En términos culturales, se observa en este contexto una metamorfosis del pasado como vector temporal privilegiado del mito. Los paradigmas resultantes son inusitados (Adolfo Chaparro Amaya). Otra vertiente inevitable de reflexión atañe a las legislaciones altamente protectoras, que resultan inhibitorias del desarrollo de ideas y de su diseminación; más grave aún, en lo que respecta a la apropiación del patrimonio cultural por un segmento social en detrimento del resto del cuerpo social, ello pudiera provocar un anquilosamiento de la cultura y su consecuente petrificación.  La conclusión de este análisis es necesariamente provisional, toda vez que la confrontación entre dos órdenes jurídicos, el de la propiedad intelectual –con pretensiones de dominación– y el de la protección del conocimiento tradicional –de naturaleza más endeble– está muy lejos de quedar resuelta, máxime que ambos obedecen a racionalidades excluyentes. Los desafíos Los planteamientos anteriores conducen necesariamente a reflexionar sobre la forma en la que se ha introducido el multiculturalismo y el interculturalismo en América Latina. Aquella puede ser analizada desde múltiples vertientes; una de ellas revela que la legislación en la zona es altamente dependiente de la composición étnica y de la organización política de cada sociedad; otra supone tomar en consideración que durante la fase inicial de los procesos independentistas, la política de asimilación fue la constante. El argumento cardinal consistió en que a las élites que sucedieron a los españoles y portugueses les resultaba contrario a sus intereses el cambio del status quo ante, lo que las indujo a desestimar el multiculturalismo y a consolidar su negativa a ponderar elementos de diversidad cultural. Ello explica en gran medida el perfil de las legislaciones de la región en el siglo XIX.  Más aún, para las élites dominantes era indispensable la consecución de la homogeneidad y unidad culturales, necesarias para la edificación del Estado nacional. Si se analizan con detenimiento las legislaciones de Latinoamérica en esa época, prevalece la idea de unidad e indivisibilidad, así como la de la igualdad formal frente a la ley. En la ideología de los países de la zona, en suma, era una conditio sine qua non la uniformidad y unidad de la sociedad para la formación del Estado nacional. Este argumento, que legitimaba la independencia de los Estados nacionales, buscaba evitar la fragmentación territorial y se convirtió en el basamento de una identidad nacional única, que exigía absoluta y formalista igualdad frente a la ley. En el transcurso del tiempo pervivió este status quo social, armónico con los intereses de la élite, que la indujo a negarse a compartir el poder.  Este segmento de la sociedad ha sido confrontado en nuestra época por su negligencia secular en cuanto a la defensa de los intereses indígenas. En respuesta a ello, introdujo la legislación que reconocía el multiculturalismo, pero lo subordinó a un objetivo político mayor: la estabilidad social, especialmente en las sociedades multiétnicas. El patrimonio cultural intangible se transfiguró por lo tanto en el vehículo idóneo para la consecución de este propósito.  Nuestra época Muchos de los análisis se han concentrado en los cambios constitucionales; si bien son importantes, dan una perspectiva muy limitada para la cabal comprensión de este esquema evolutivo. La legislación secundaria, los precedentes jurisdiccionales, y sobre todo los procesos sociales, son los únicos que pueden contribuir a delinear este paradigma. En este contexto las respuestas legislativas en América Latina a la cause indigène se han dado en forma por demás variada; unas, las menos, propician todavía la política de asimilación; otras, la mayoría, promueven la protección de la diversidad cultural en diferentes vertientes, como el desarrollo de regímenes de excepción, cuya consecuencia es el aislamiento de las comunidades respecto de la sociedad mainstream o la incorporación plena de éstas a la sociedad que les confieren derechos políticos específicos o les otorgan diferentes grados de autonomía y de autogobierno. Las legislaciones en este ámbito han sido expansivas; alcanzan a minorías étnicas que en estricto sentido no son pueblos autóctonos sino, al contrario, que comparten un pasado europeo colonial, pues fueron precisamente los europeos quienes los implantaron forzadamente en tierras americanas. Tal ha sido el caso de los afrocolombianos, los afroecuatorianos, los quilombolas en Brasil o los garífunas en Honduras, por mencionar algunos (Lucas Lixinski). Otra clara constatación de este proceso es la función de la sociedad civil, que ha sido determinante, en especial en aquellas sociedades donde no ha habido un reconocimiento expreso del multiculturalismo o del interculturalismo y que aún se encuentran dominadas por grupos compuestos en gran medida por descendientes de élites económicas, políticas y culturales europeas. En la región los procesos constitucionales han cobrado ímpetu después de largos periodos de dictadura. Guatemala, por su composición multiétnica, es en este entorno un caso emblemático: su Constitución de 1946 reconocía la composición multicultural de su sociedad y garantizaba espacios para la autonomía de las comunidades indígenas, pero años más tarde fue abolida por los regímenes militares, que pregonaban la uniformidad social.  Tras una larga guerra civil y copiosas resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en mayo de 1985 pudo restablecerse el orden constitucional en aquel país, aun cuando las resoluciones continúan sucediéndose. Reformada en noviembre de 1993, dentro del rubro de derechos humanos la Constitución de Guatemala desarrolla el régimen de la cultura y el de las comunidades indígenas.  En el caso mexicano, la protección a los pueblos originarios, derivada de la legislación tutelar colonial de los Habsburgo, fue eliminada. Al inicio del periodo independentista, y conforme al axioma de la Ilustración, las comunidades indígenas mexicanas y sus integrantes estuvieron sometidos al postulado de la igualdad formal frente a la ley. Así transcurrió el siglo XIX. A fines del siglo XX, la insurgencia del zapatismo y la obligada adecuación de la legislación mexicana conforme a las reglas del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) obligaron al Estado mexicano a conferirles a las comunidades indígenas cierto margen de autonomía. Otro caso emblemático es Brasil. Su Constitución de 1988 prevé el reconocimiento de la organización social indígena y su derecho a la tierra. En ese país, empero, para articular este principio constitucional se requiere de una legislación secundaria. Así, el Estatuto do Indio dispone que los indígenas son individuos incapaces (incapazes) en el sentido jurídico del término; condición que puede ser superada si demuestran que pueden integrarse exitosamente a la comunidad nacional. Entre tanto, sus intereses son representados por la Fundación Nacional del Indio (Funai por sus siglas en portugués), una agencia del gobierno federal. La incorporación de los indígenas brasileños obedece a la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (precedente sobre la etnia Yanomami); esto es, la enmienda constitucional en Brasil responde más a las exigencias de la comunidad internacional que a un reclamo de la sociedad civil o a una ruptura con un régimen dictatorial cuya hostilidad hacia los pueblos originarios era proverbial.  El régimen de ese país perpetuó el modelo que sostenía que las comunidades indígenas únicamente podían pervivir como súbditas de la Colonia, aun cuando la sociedad brasileña tiene un alto componente étnico. Es claro que en Brasil no se fomenta un modelo multiculturalista conforme al cual los diferentes segmentos de la sociedad puedan interactuar.  La incapacidad jurídica, junto con el confinamiento de las comunidades indígenas en reservas, es la quintaesencia de este modelo. Ello no hace más que perpetuar el modelo colonialista. En Brasil se mantiene la forma de vida de las comunidades indígenas autónomas, pero al costo de desproveerlas de los beneficios de los que goza el resto de la sociedad. La alternativa es clara para esos pueblos y sus integrantes: o demuestran que son capaces de integrarse a la sociedad mainstream o quedan en total aislamiento. En el otro extremo se encuentra Bolivia, cuya Constitución de 2009 propicia un modelo de reconocimiento incluyente que posibilita a las etnias tener una importante participación en el trazo de políticas públicas a través de los órganos legislativos o la administración, como es el caso de los cabildos, entre otras instancias de representación. La delimitación de distritos electorales con base en criterios étnicos resulta fundamental en la consecución de este propósito.  Con su Constitución de 2008, Ecuador entraña un precedente singular, pues desarrolla un sistema de administración de justicia indígena y la atribución de derechos culturales colectivos.  Epílogo   La salvaguarda del patrimonio cultural se ha transfigurado en un elemento sustantivo que se significa por la construcción de entornos en donde las expresiones culturales puedan florecer, lo que resulta trascendente porque se evita la fosilización de éstas. Uno de los cometidos del Estado mexicano es garantizar la identidad de sus comunidades y grupos culturales, pero en conjunción con ellas, para lo cual los mecanismos de democracia cultural tienen que ser necesariamente observados. Por lo tanto, el sistema de legalidad debe ser a la vez preventivo, impulsar los entornos y facilitar asimismo el acceso a la justicia cultural, como sería la redimensión de la personalidad jurídica antropológica. Tal es el caso de la Ley de los Derechos Culturales de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México (enero de 2018).  La culturalización de los derechos humanos es instrumental para la protección de la cultura, de la identidad y, finalmente, de la dignidad, en tanto que la preservación de las expresiones culturales hace viable la elección de formas de vida.  La consecuencia de lo anterior es el desplazamiento de la noción de propiedad cultural, que no es reconocida por muchos como una alternativa social, a una nueva categoría, la de legado cultural; con ello la herencia cultural adquiere una dimensión holística y relacional entre los sitios, objetos y artefactos, y las comunidades, grupos culturales y seres humanos.  La dicotomía entre patrimonio cultural material e intangible ha probado ser totalmente artificial. Ahora se impulsa una noción simbiótica que incorpora elementos tanto materiales como intangibles, lo cual permite reconstruir el significado de la herencia cultural, la identidad y la memoria colectiva, y asegurar la transmisión del conocimiento. Esta noción permite asimismo considerar a la herencia cultural como una experiencia. El desplazamiento de esta noción a la vida cultural debe entenderse como una expresión de la vida humana y no como un rechazo.  Este ensayo se publicó el 3 de junio de 2018 en la edición 2170 de la revista Proceso.

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