Los últimos días de Primo Levi

domingo, 11 de agosto de 2019 · 20:05
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El suicidio del químico italiano Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz –nacido hace 100 años– no tendría nada de extraño salvo porque él mismo lo había descartado en sus textos como solución. La cauda de suicidios debida a los nazis: de Stefan Zweig y Walter Benjamin a Paul Celan, Bruno Bettelheim, pero sobre todo a Jean Améry –cuya muerte el propio Levi trató de explicar–, fue tomada por el testigo de Auschwitz como insólita: “El -campo de concentración nazi no me quitó el deseo de vivir; al contrario; le dio un propósito a mi vida, la de ser testigo de algo que no debe suceder otra vez. Desde que nací tengo confianza en la humanidad, de forma intuitiva. Esto no quiere decir que les tenga confianza a todos, pero prefiero ese principio al de la desesperación y el pesimismo. Esa es mi apuesta. Me parece que el optimismo, irracional como es toda apuesta, es la forma de levantarse con el pie derecho, aunque, a la larga, a lo mejor te equivoques”. Jean Améry, quien se había suicidado en Salzburgo el 17 de octubre de 1978, le llamó a Primo Levi “el perdonador”, por su negativa a aceptar que todos los alemanes, como pueblo, habían sido responsables del Holocausto. Con puntualidad, Levi le respondió: “No perdono a mis enemigos de ese momento porque sé que ningún acto humano puede borrar un crimen”. Su perspectiva moral, en efecto, no era la venganza, sino contar con la vergüenza del acto cometido por parte del victimario. Así lo escribió en un poema, “Para Eichmann”: Oh hijo de la muerte, no te deseamos la muerte. Que vivas mucho como nunca nadie ha vivido: Que vivas sin dormir durante cinco millones de noches, Y cada noche seas visitado por el dolor de todos los que vieron. La puerta que cerró el camino de regreso hace clic, la oscuridad a su alrededor se levanta, el aire se agolpa con la muerte. La idea de aceptar el mundo siempre ayudó a Levi. En noviembre 1944, mientras cavaba un hoyo en el lodo de Auschwitz, empezó a lloverle encima. “Por lo menos, no hace viento”, se dijo. De regreso a las barracas del campo de concentración, Levi tuvo todavía la presencia de ánimo para reconfortar a un judío húngaro que planeaba aventarse contra la reja electrificada para terminar con su sufrimiento. –Anoche tuve una premonición sobre ti en un sueño –le dijo Levi–. Estabas sano, fuerte y sonriendo ante una mesa repleta de comida. Aunque el sueño era una mentira, impidió que el húngaro se suicidara. Al día siguiente, empezó a nevar. Los presos del campo no tenían, no se diga abrigos, sino ni siquiera calcetines. Levi recordó al Job de la Biblia. Veinte años después, publicó un libro extraño, hecho sólo de citas de otros. En la primera página Levi hizo un esquema de lo que consideraba su propia tradición intelectual: en un polo superior pone el Libro de Job, en el inferior, a -Auschwitz (“el hoyo negro”). Entre ambos hay varios husos a los que describe como maneras de salvación: por la risa (Rabelais); por la indignación (Isaak Bábel y Paul Celan); por la dignidad (Joseph Conrad), y por el entendimiento (Lucrecio y Charles Darwin). En ningún momento reivindica el sacrificio. Después de 40 años de servir como el testigo de los campos de exterminio nazis, Primo Levi vivía en combate para que los demás entendieran que el Holocausto no era comparable con las demás matanzas. La nueva derecha, con Robert -Faurisson y Ernst Nolte como voceros, cuando no negaban de plano la existencia del genocidio, tendían a generalizar el nazismo comparándolo con el estalinismo o la guerra de Vietnam. Levi se opuso a la difuminación de lo específico del nazismo: “El gulag ruso no tuvo bases raciales ni asumió la división de la humanidad entre superhombres y subhombres exterminables por un sistema tecnológico concebido para tal efecto. No tatuó a sus víctimas con números de serie ni usó a los cadáveres como materias primas de la economía: el gas de las cámaras de la muerte era producido por la industria química, el complejo armamentista se beneficiaba del trabajo esclavo de mujeres, niños y hombres, los bancos valuaban los dientes de oro extraídos a los cadáveres”. Pero, del otro lado de su combate, Levi luchaba para que el Holocausto no se banalizara: se indignaba cuando “sobre todo los jóvenes” le pedían autógrafos, como si ser sobreviviente pudiera equipararse a algún tipo de celebridad consumible. “Soy un tipo normal”, les instruía, “equipado con una buena memoria, que fue atrapado por un huracán del que escapó más por suerte que por virtud, y que tiene una especial curiosidad por todo tipo de huracanes, reales y metafóricos”. Cuando volvió a Auschwitz por un acto luctuoso del gobierno polaco, Levi se quejó del exceso de discursos de políticos, del ruido de los que transmitían para los medios de comunicación, de la falta de “unos cuantos minutos para meditar”. En algunas entrevistas, se quejó también del carácter de víctimas de los sobrevivientes, cuando los verdaderos testigos eran, sin duda, los que no salieron nunca de las cámaras de gas, los que “se cavaron una tumba en el aire”. Con este pesar por haber sobrevivido, Levi inundó de sentidos múltiples, contradictorios, literarios, lo que no era fácilmente publicitable: de un lado no había sólo víctimas, sino también colaboradores, y del otro, no sólo había criminales de guerra, sino una maquinaria de la que no era factible escapar ni resistir. Pero, además de testigo, Primo Levi era un escritor que había sido químico durante cuatro décadas. Sus libros, como el que Saul Bellow calificó de “obra maestra”: La tabla periódica, donde cada elemento químico sirve para contar una historia, o La llave estrella, sobre un obrero que deambula por Italia con su llave de tuercas, no tienen como trasfondo la Alemania nazi. Como científico, encabezó las iniciativas para que, tras la invención de la bomba nuclear, los técnicos tuvieran un compromiso con la sociedad, a través de una especie de Juramento hipocrático, en el que velaran por el interés de la humanidad y no sólo del conocimiento. “No existe la neutralidad –escribió célebremente–, uno sabe qué saldrá del huevo que estamos quebrando, si un monstruo o una quimera. El científico no puede -desentenderse de la criatura, a menos que sea sólo humo”. En sus últimos días, este sobreviviente, testigo, poeta, novelista y químico tuvo el combate que lo derrotó definitivamente. No se trataba del recuerdo de -Auschwitz, sino de una depresión por lo que siempre nos abate: la vejez. Unos meses antes del 11 de abril de 1987, en que se arrojó desde la escalera de su casa, Primo Levi tenía que vivir atrapado por la “introyección de culpas” de cuidar de su madre senil de 92 años y de su suegra ciega. No encontraba la calma para escribir, pues su casa, en Corso Re Umberto, en La Crocetta de Turín, se inundaba con el ajetreo de los turnos de las enfermeras, los gritos de angustia de su madre, el replicar del teléfono con invitaciones a dar conferencias que Levi rechazaba con sistematicidad. Ya no salía de su estudio y, sabiendo que tenía una depresión, no confiaba en los psicólogos. De hecho, había sido muy crítico de la posibilidad de que un sobreviviente de Auschwitz entrara en el esquema freudiano propuesto por Bettelheim antes de suicidarse: “La figura paterna no son los nazis. Ninguna metáfora de la infancia se equipara a un padre que te lleve, agónico, a una -cámara de gas”. Aunque él mismo había tratado de establecer una narrativa psicoanalítica de la fobia que le tenía a las arañas. Levi estaba convencido de que al hilar, las arañas representaban el peligro de la madre llevándote de regreso al útero. Pero esto lo escribió una vez que se le manifestó la senilidad a su propia madre. Levi sufría las complicaciones y angustias de una operación de próstata que le puso, de nuevo, ante lo que había vivido como una insuficiencia en la secundaria: el hecho de que las niñas pensaran que la circuncisión era una castración. Ahora tenía terror que se le desatara un cáncer de próstata que invadiera los huesos de la cadera. Pero se negó a ir al psicólogo. En su lugar, le escribió una larga carta de quejas y pánicos a Ruth Feldman, su traductora en Estados Unidos: “Mi situación en esta casa, la misma desde mi infancia, es peor que Auschwitz porque ya no soy joven ni tengo la fuerza para reaccionar”. La traductora le contestó la carta, que no llegó antes del fatídico 11 de abril. Levi estaba prisionero, no por los guardias de la SS, sino por el cuidado de unas ancianas que lo arrastraban en su larga y destemplada agonía. No podía escribir ni salir y quizá lo más terrible fue que empezaba a perder la memoria. Les confesó a varios amigos, entre ellos, a su vecino el abogado Norberto Bobbio, que tenía que releer sus propios testimonios publicados antes de ir a una entrevista. La memoria se estaba perdiendo en otros ámbitos. Primo Levi se daba cuenta que la nueva generación ya no entendía el Holocausto, que empezaba a reivindicar el nazismo, que “sólo entienden lo que les toca vivir, no lo que tienen antes”. Unos días antes de su suicidio, Primo Levi fue visitado en su casa por el gran novelista Philip Roth. De ese encuentro en Turín hay una imagen que Roth usa para sintetizar a ese hombre: al lado de un pedazo oxidado de la alambrada de -Auschwitz, pegada a la pared de su estudio casi como un perpetuo recordatorio, Primo Levi ha puesto distintos móviles que él mismo fabricó con alambres. Uno de ellos es un mono que parece levantar algo como una espada. Cuando Roth le preguntó qué era, Levi dijo: “Eso no es una espada, es una aguja de tejer”. Esta columna se publicó el 4 de agosto de 2019 en la edición 2231 de la revista Proceso

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