'El lugar donde crece la hierba”, de Luisa Josefina Hernández

miércoles, 5 de febrero de 2020 · 23:21
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La extraordinaria habilidad dramática que Luisa Josefina Hernández (Ciudad de México, 1928) muestra en sus obras de teatro, adquiere en la novela una dimensión distinta. La muy querida autora nacional ha expresado: “Cuando escribo novela soy libre en el tiempo y en el espacio. Nada de productores, directores, actores… Solo el texto y yo.” El lugar donde crece la hierba, novela que la Universidad Veracruzana publicó por primera vez en 1956 (cuando la aún hoy infatigable maestra Luisa Josefina tenía 28 años de edad), es rescatada ahora por la Colección Vindictas de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, 154 páginas). La escritora, traductora y editora Ave Barrera (Guadalajara, 1980), Premio Lipp 2018 por “Restauración”, es quien presenta --con el texto que si bien no en su totalidad, sí en su contenido sustancial ofrecemos enseguida-- esta apasionante y maravillosa novela que emerge desde un inexplicable olvido para revivir con una actualidad literaria sorprendente. “Prólogo” por Ave Barrera Todo comenzó una mañana de sábado de finales de marzo. Hacía calor y llevaba puesto un vestido corto a pesar de que caminaba por la parte fea del centro, metro Lagunilla (vaya intrepidez). Brenda Ríos y Verónica Bujeiro me habían invitado a su taller, en la terraza de El Hijo del Ahuizote. Fue ahí, al final del taller, cuando Verónica Bujeiro me recomendó “El lugar donde crece la hierba”, de Luisa Josefina Hernández. “Es difícil de conseguir –dijo--, la publicó hace muchos años la Universidad Veracruzana”. Me pareció natural que fuera un libro inconseguible y sentí curiosidad… Me decidí a buscarla. Esa misma mañana de finales de marzo estallaba en redes sociales el hashtag #MeTooEscritoresMexicanos bajo el cual cientos de mujeres hicieron público el acoso, los abusos o agresiones que sufrieron por parte de escritores. Más tarde el movimiento se extendió a los dominios de las artes plásticas, la música, la academia y las editoriales. Las opiniones se polarizaron entre aquellas que daban su apoyo total a las víctimas y las que cuestionaban la veracidad o legitimidad de los señalamientos. Algunos de los casos tuvieron consecuencias graves, fatales incluso; pocos pudieron ser llevados a instancias legales, algunos tuvieron repercusiones de carácter social y la mayoría se han ido conciliando con el paso del tiempo en una suerte de olvido provisorio… Por esos días tuve oportunidad de asistir a la FILU de Xalapa, donde fue anfitriona la Universidad Veracruzana, de modo que aproveché para buscar la novela de Luisa Josefina Hernández, pero ni en la Editorial de la UV, ni en saldos, ni en las librerías de viejo pude encontrar “El lugar donde crece la hierba”. Por fin vine a dar con ella en un fondo reservado en la biblioteca de la Ibero. Se trataba de la edición de 1956 y el libro jamás había sido abierto… Debo decir que me acerqué a la novela desde un cuestionamiento muy concreto: la identidad del personaje femenino, ¿cómo se configura? Y ¿cómo se plantea su conflicto?, sobre todo en contraste con el tratamiento que recibe en obras de otros autores de medio siglo, que suelen asignar a estos personajes un papel ornamental, funciones básicas, un carácter monocromático, o bien, en los casos en que se adivina una psicología compleja, el personaje masculino o el narrador se descubren incapaces de comprenderla, de modo que acaban por representarla o calificarla de insondable, le adjudican un halo de misterio o de frases sin razón. En ese sentido, me cautivó desde las primeras páginas la sutileza de los gestos y lo minucioso de los rasgos con que la narración va tejiendo los efectos anímicos de los personajes, tanto masculinos como femeninos. Por ejemplo, el modo como se plantea la progresiva disminución de la protagonista, una mujer joven, acusada de robo, impedida de toda agencia e incapaz de ejercer su voluntad. Me asombró que esa misma degradación se pusiera en contrapunto con el arrojo confesional y el ánimo indócil con que la voz registra los hechos y reflexiona su conflicto, mediante una ‘falsa’ escritura epistolar, que llega mucho más allá (o más acá) de la segunda persona. Otro aspecto que me parece muy destacable y que se encuentra estrechamente ligado al desarrollo de los personajes es la dimensión filosófica de la novela. El personaje de Eutifrón, el dueño de la casa donde se refugia la protagonista, alude al diálogo de Platón en el que se cuestionan las nociones de piedad e impiedad, aquello que la justicia habrá de perdonar o castigar, y que en el caso de esta novela adquiere un carácter específico: la protagonista es una mujer despojada de su libertad, circunscrita a la voluntad de tres hombres más uno. Eutifrón, quien además de ser el cuarto muro de su encierro, es también la puerta de entrada y de salida, el interlocutor ante quien encara las aporías de la piedad, la justicia, el libre albedrío. La paradoja que la novela nos plantea, más que señalar la culpa, exculpar o esgrimir una defensa, parece cuestionar ¿en dónde realmente se encuentra la transgresión del personaje?: ¿en el crimen del que se le acusa o en el intento de aspirar a un privilegio que socialmente no le corresponde? ¿Puede una mujer –una mujer pobre-- ser dueña de sí misma? ¿Puede una mujer pobre aspirar a ser dueña de su propio deseo? La historia que se narra en estas páginas da cuenta del modo lento e implacable en que se enzarza la hiedra que va recluyendo al personaje en una prisión hecha de miedo, precariedad, nulificación, desamor y abandono; de impiedad. Un par de semanas después de leer la novela, me encontré con Socorro Venegas para tomar un café; quería invitarme a trabajar con ella, para Publicaciones de la UNAM, en una colección de rescate de novelas que no han vuelto a ser reeditadas en mucho tiempo, escritas en español por mujeres. Fue así como nos dimos a la tarea de crear la presente colección, para dar respuesta a lo que la misma Luisa Josefina Hernández declara en sus “Memorias” (de David Gaitán, Ediciones El Milagro y Universidad Autónoma de Nuevo León, edición digital, 2018): “Pienso que en ciertos países el verdadero peligro es el olvido, por descuido de editoriales y de universidades. Con esto quiero decir que existe la obligación de proteger la cultura nacional, y esto significa hacerla llegar al prójimo y al mundo. Se hace con estudios y con ediciones cuando los libros se agotan.” El canon literario, ese ambiguo tamiz que decide lo que prevalece y lo que no, ha estado regido por un criterio tremendamente reducido y parcial: el de los hombres, sobre todo el de los hombres de pensamiento blanco (occidental, colonialista, capitalista). Necesitábamos un nombre combativo, que diera cuenta de esta lucha contra el olvido mediático y la invisibilización de la escritura de las mujeres, contra la extensa serie de obstáculos, prejuicios y reparos con que se ha topado a lo largo de la historia, entre ellos, la normalización de su borradura. No queríamos seguir haciendo énfasis en la omisión que ya de por sí han padecido, queríamos un nombre que atendiera más al sentido de compensación que al de venganza, más al amor con que reconocemos y enarbolamos el valioso trabajo de las autoras que nos precedieron. Es así como nace Colección Vindictas. Es muy necesario replantear el canon literario con un criterio más incluyente, tanto de las y los que leemos, como de la forma en que nos aproximamos a los textos. Me parece que la mejor manera de lograrlo es poner estos libros al alcance de las nuevas generaciones y dejar que sean ellos, ustedes, quienes den el veredicto. (AVE BARRERA)

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