La piel que habito, de Almodóvar

jueves, 15 de diciembre de 2011 · 21:15
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas), eminente cirujano plástico, perdió a su mujer en un accidente 12 años atrás; ahora vive obsesionado por fabricar una piel indestructible, para ello mantiene secuestrada a Vera (Elena Anaya), su conejillo de Indias; Marilia (Marisa Paredes), la mujer que se hizo cargo de él desde la infancia, es su cómplice y ama de llaves. En términos convencionales, se trata de una adaptación libre de la novela policíaca Mygale (también conocida como Tarántula); pero en manos de Pedro Almodóvar, esta obra del recién desaparecido Thierry Jonquet, de la generación del néo-polard, se convierte en el caldo de cultivo propicio para implantar los temas que bullen a lo largo de toda obra del director: oscuros secretos de familia, filiación a la madre, voyeurismo, conflictos de identidad, transexualimo y sadomasoquismo. La piel que habito (España, 2011) es una magna telaraña de imágenes y de relaciones tortuosas en la que cada hilo trepida con la música de Alberto Iglesias, el Bernard Herrmann de Almodóvar. El verdadero material con el que este director manchego teje su telaraña es, sin embargo, el cine mismo; en La piel que habito se inscriben Hitchcock, Georges Franju (Los ojos sin rostro), Douglas Sirk, Hiroshi Teshigahara (Tanin no Kao, El rostro de otro) y todas las películas que Almodóvar haya visto, fusionadas, para siempre, a sus propios genes. El tema de la aleación importa, no porque Almodóvar se complazca solamente en citar o en “homenajear” a directores importantes, sino porque identificar sus referencias cinematográficas permite entender el lenguaje y el sentido de los excesos y extravagancias del director de Matador. Tan amalgamadas se hallan las películas de otros directores, grandes o pequeños, en La piel que habito, que mencionarlos equivale a revelar la trama; más seguro resulta hablar del juego, cada vez más conciso, de los géneros por los que transita; desde el suspenso de Hitchcock, donde el peligro inminente se anuncia con pistolas elegantemente acomodadas en un cajón o en un bolso de mujer, o el horror del bisturí, de la asepsia de la bata blanca y del frío de la plancha metálica. Claro que a estas alturas Almodóvar se cita a sí mismo más que a cualquier otro, de La ley del deseo y Matador a Volver. Algunos lamentan la pérdida de desenfado y la risa explosiva que provocaban las primeras películas, critican que ahora la comicidad se hunda bajo un academicismo cada vez más formal; mucho hay de esto, pero Almodóvar nunca ha hecho comedias, sino farsas, y la farsa no es más que un disfraz para decir cosas muy serias, como lo hacía Aristófanes sobre la política de su polis. Almodóvar creció bajo el régimen de Franco, sofocado por la censura y la homofobia; cada una de sus películas es un destape más, una forma de transgresión sexual donde un género se injerta en otro para acceder a un objeto de deseo, como el de la hija con la madre en Tacones lejanos. El lenguaje visual y los temas de La piel que habito son hiperbólicos, producto de una mente obsesionada como la de Ledgar espiando a su prisionera con monitores gigantes, o los enormes cuadros en los muros de su villa en Toledo; pero la exageración misma es el lenguaje de este director cuyo nombre es ya sinónimo de hinchar la imaginación hasta el delirio. En la mejor tradición del barroco español y latinoamericano.

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