Jorge Semprún y la memoria del mal
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Jorge Semprún murió en París el 7 de junio. Un año antes se despidió del mundo y de la historia con el discurso leído en Buchenwald para conmemorar los 65 años transcurridos desde que el campo de muerte fue liberado por sus propios internos y por las tropas del general Patton.
“Ni resignado a morir ni angustiado por la muerte sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí”, Semprún, quien en 1945 tenía 22 años, lamentó la desaparición cronológica de los sobrevivientes que sufrieron en carne propia la experiencia concentracionaria.
Sin embargo, confió en que la memoria del exterminio queda en manos de los niños que, ya en plena derrota del nazismo, fueron llevados de Polonia a Buchenwald ante el avance incontenible del ejército rojo. Dos de esos niños, Eli Weisel e Imre Kertész, llegarían a obtener con sus testimonios el Premio Nobel.
El dominio de la lengua
En 1988 Felipe González nombra a Semprún ministro de cultura. Le asignan un apartamento que está en el barrio del Retiro en la calle Alfonso XI. Enfrente aún se levanta la casa en que nació a fines de 1923. De ella salió en julio de 1936 a pasar el verano en Lequeitio, en el país vasco. Allí le tocó vivir el cuartelazo de Franco.
Su padre, José María de Semprún, fue ensayista, poeta, profesor de jurisprudencia y católico republicano, fundador con José Bergamín de la revista Cruz y Raya. Diplomático, ministro de la república en el exilio, Semprún padre se relacionó con los intelectuales franceses de la revista Esprit que ayudaron a que él y sus hijos sobrevivieran en el destierro.
Su madre, Susana Maura, murió cuando Jorge Semprún tenía nueve años. Era hija del gran político conservador Antonio Maura, varias veces jefe de gobierno de Alfonso XIII. Parte de los privilegios familiares fue contar con institutrices. Una de ellas, Anette, les enseñó alemán a los niños Semprún Maura. Al poco tiempo se convirtió en su madrastra. En una vida llena de paradojas Semprún debió a esta mujer, a quien detestaba, el dominio de una lengua a la que en gran parte se puede atribuir su sobrevivencia en el campo de exterminio. Cultura y barbarie: Buchenwald fue erigido frente a Weimar, la capital de la admirable literatura alemana, la ciudad de Bach y Goethe. En los campos que después fueron de muerte, Goethe conversó con Schiller y más tarde con Eckermann, el inventor de la entrevista literaria.
En Adios, luz de veranos… (1998) Semprún describió el París de 1939 y su descubrimiento de la cultura francesa. Llegaba de dos años en Bélgica donde había estudiado en una escuela neerlandesa. Para tener a cabalidad la experiencia europea a Semprún le hacía falta saber qué se siente ser refugiado. Era parte de los vencidos, de los rojos que entraban masivamente en Francia y despertaban la xenofobia generalizada. Una panadera a la que pide un croissant se burla de su acento. Semprún se vengará de ese desprecio, esa crueldad gratuita, y se convertirá en uno de los grandes prosistas de esa lengua. Descubre lo que se puede hacer con ella en los libros de André Malraux y en Paludes, un texto hoy poco leído de André Gide.
El olor y el tormento
Estudiante de filosofía en la Sorbona, se inscribe en el Partido Comunista y es miembro de la Resistencia. Capturado por la Gestapo es sometido a tortura. Hay dos cosas que jamás podrá olvidar: el olor a carne quemada de los hornos crematorios y la sensación del tormento que los inquisidores llamaron “la toca”. En México se designa como “el submarino” y se ha vuelto a practicar en Guantánamo: la inmersión total en agua hasta que la víctima siente estallar todo su sistema respiratorio.
Pasarán muchos años antes de que Semprún pueda enfrentarse a sus memorias del horror. En 1963, a los casi 20 años de su salida de Buchenwald, aparece su primera novela, El largo viaje, que describe la vivencia purgatorial (el infierno viene después) del recorrido en tren hacia el campo. En él dos veces se salva de la muerte. La primera cuando lo inscriben como “estucador”, en vez de “estudiante”. Los SS, que regían la “Solución final”, mataban a su llegada a todos los que consideraban intelectuales. La segunda, cuando la Gestapo pide información sobre el prisionero matrícula 44.904 y los comunistas infiltrados en la administración de Buchenwald ocultan al joven español tras la identidad de otro preso muerto. Todo esto se encuentra narrado en Viviré con su nombre, moriré con el mío (2001).
Buchenwald después
La organización clandestina antifascista del campo logró que Semprún trabajara en labores administrativas. Se libró del exterminio y aun en sus precarias condiciones de vida (alimentación casi inexistente, el compartir su litera con otro joven interno, las espantosas condiciones higiénicas) la pasó menos mal que la inmensa mayoría de los prisioneros.
El hecho de salir vivo de Buchenwald provocó una feroz corriente difamatoria encabezada por su propio hermano. Semprún no pudo haber sido colaboracionista sin que lo impugnaran los demás sobrevivientes del lager. No se conciben discursos como el de 2010 o el de años atrás en el Teatro Nacional de Weimar sin que las otras víctimas de Buchenwald se hubieran levantado a increparlo. Imposible salvarse de la furia anticolaboracionista francesa ni de la depuración antinazi alemana. Con todo, el odio de la derecha española llegó al grado de escribir en los titulares de los periódicos “un kapo nazi, ministro de cultura español.”
No ha habido en la historia una derrota comparable a la catástrofe hitleriana. Cuando los orgullosos ejércitos que en 1940 se habían adueñado de Europa fueron deshechos por la doble ofensiva soviética y aliada, los jerarcas nazis buscaron la paz por separado, abandonaron a Hitler casi moribundo en su búnker y las ciudades alemanas quedaron destruidas por bombardeos no menos salvajes que los de la Luftwaffe. Entonces los prisioneros de Buchenwald se levantaron contra sus verdugos y los despojaron de su última arma: el panzerfaust, es decir el cañón individual antitanque que en los demás idiomas se llama bazuka. Uno de los que se sublevaron en Buchenwald y avanzaron sobre Weimar armados de bazukas fue Jorge Semprún.
Para siempre el mañana
El principio de esperanza que rige nuestras vidas dicta que tras el infierno no puede haber otro infierno. La victoria total sobre el nazismo era el alba de un nuevo día, la promesa de un mundo en que aquellos horrores nunca iban a repetirse y todo estaría bajo el dominio de las aspiraciones que sintetizó la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.
Semprún se entregó en cuerpo y alma a la causa que incluía la veneración sin límites al Padre de los Pueblos. Stalinista fervoroso, pasó por alto la tragedia de que los sobrevivientes rusos de los campos fueran por ese hecho mismo internados en el Gulag. El presente sombrío no bastaba a ocultar que la URSS era el mañana radiante, la aurora de los pueblos. La creencia general de la época la sintetizó más tarde un muy querido y admirado escritor hispanoamericano: “Los países capitalistas cometen crímenes; los países socialistas sólo tienen accidentes de viaje.” Ser de izquierda significaba callar en aras del mañana ante todo lo que parecía y estaba mal. La consigna interiorizada resultaba: “No se puede dar armas al enemigo.” La lucidez doliente de José Revueltas respondió tras padecer también su calvario stalinista: “Quien da armas al enemigo es el que comete las atrocidades, no el que protesta contra ellas.”
Desde su base en París, llegó a ser un alto dirigente del Partido Comunista español. Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y Santiago Carrillo confiaron en él al punto de encargarle la coordinación de la lucha antifranquista en España. Con el seudónimo de Federico Sánchez y varios otros, Semprún vivió la zozobra de la clandestinidad. Minuto a minuto estuvo en peligro de muerte como demuestra el hecho de que Julián Grimau, quien lo sustituyó en esa responsabilidad, al caer prisionero en 1963, fue de inmediato fusilado por Franco.
La crónica íntima y pública de estos años se explaya en la Autobiografía de Federico Sánchez (1977), la novela sin ficción que encuentra su continuidad en Federico Sánchez se despide de ustedes (1993) y en muchas otras obras, incluso en novelas como La montaña blanca (1986) y Veinte años y un día (1993) en que Semprún, en tanto Federico Sánchez, es una presencia espectral que nunca llega a corporizarse.
Nunca más y ¡otra vez!
De esta inmensa obra memorialística y autobiográfica que recorre casi todo el siglo XX, la pieza central es La escritura o la vida (1995). Semprún escribe cuanto había olvidado o querido olvidar hasta aquel momento. Enseguida se da cuenta de que ese día, 11 de abril es el aniversario de la liberación de Buchenwald y, lo sabrá la mañana siguiente, la fecha en que Primo Levi se ha suicidado, muchos años después de haber salido de Auschwitz.
Por las víctimas silenciadas, por Levi y por otros suicidas como Walter Benjamin y Paul Celan, Semprún siente la obligación de escribir este libro sin el cual no podremos entender lo que sucedió durante esos años en Europa y en el mundo.
La vastedad e importancia de esta obra exige cuando menos una segunda nota. No se trata de juzgar ni definir sino de atraer más lectores hacia los libros de Semprún. Él negó la idea según la cual es imposible escribir después del Holocausto. Lo que perturba es la certeza de que lo que creímos iba a ser el “nunca más” se ha convertido y sigue transformándose en el “¡otra vez!”.
Este año mismo la imagen de los niños gitanos deportados de Francia devuelve a las fotos de los niños judíos que los nazis concentraron en el Velódromo de Invierno en París y de allí embarcaron en trenes de ganado con destino a las cámaras y los hornos de Auschwitz. Creímos por una parte que esos horrores estaban en el pasado y, por otra, que su lejanía nunca iba a alcanzarnos. En el México de las narcofosas, la fiesta de las balas y las decapitaciones parece más necesario que nunca leer a Jorge Semprún.