Las Indias, un universo sonoro denegado

sábado, 10 de agosto de 2013 · 20:45
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En la columna anterior nos internamos por los fárragos narrativos de Cristóbal Colón en pos de dilucidar algunas claves que nos ayudaran a entender la imposibilidad que tenemos para recrear el paisaje acústico amerindio. Todas las edificaciones en piedra del pasado precolombino han podido, de alguna manera, reconstruirse; en cambio, esto no se ha logrado con las construcciones invisibles como la música. ¿Nos sorprende? Sigamos adelante para desentrañar ulteriores códigos interpretativos. Si lo narrado fue el tenor establecido por nuestro “descubridor”, el que le sigue es consecuente; constatamos que se arma un constructor organizado. En las complicaciones que vivió Europa para darle cabida a un continente desconocido no se contempló su audición como una materia independiente. El problema del “ser de América” volvió a resentir que sus sonoridades no fueran consideradas como un tema digno de estudio; sí lo fue en cuanto las lenguas, pero para intentar desterrarlas. Vendría entonces la reseña que hace Pietro Martire D´Anghiera en sus Décadas donde resuena la carencia de nociones concretas sobre la música que se producía en aquel territorio que denomina Novi orbis. El número de veces que Martire cita sonidos y ruidos de la naturaleza es de 17 en toda su obra, mientras que sólo hay 3 para los instrumentos musicales indígenas y 4 para los bailes; y los 7 registros son meras menciones. Tampoco Núñez de Balboa, el “primero” en avistar el océano Pacífico, ni Cabeza de Vaca, el primer explorador de las cataratas del Iguazú y de los litorales del norte de México, ni Pedro de Valdivia, el fundador de Chile, nos ofrecen datos acústicos de relieve. Ocasionalmente encontramos descripciones más detalladas, ya no por los adelantados de la empresa exploratoria, sino por los cronistas oficiales y los advenedizos pero son, otra vez, producto de una observación filtrada por el desprecio. En el caso de Hernán Cortés, quien se prodigó en sus epístolas a Carlos V, la situación no mejora, pues aunque aluda a diversas manifestaciones audibles como alaridos, “gritas”, los lloros de niños y mujeres y los “aparejos de bullicio”, es abiertamente vago, incluso ofensivo, con la música “precortesiana”. No pasa de considerarla ruido. En su carta de mayo de 1522 declara con desenfado:
Y aunque con harta tristeza de no haber alcanzado victoria, partimos de allí y fuimos aquella noche a dormir cerca del otro peñol, (…) y así nos estuvimos aquella noche oyendo hacer a los enemigos mucho estruendo de atabales y bocinas y gritas.
Y en la de septiembre de 1526 reitera:
(…) sentimos cierto ruido de gente y unos atabales, y pregunté a aquellas mujeres que qué era aquello, y dijéronme que era cierta fiesta…
Sin embargo, la prosa más directa para demostrar el desagrado corre a cuenta de Bernal Díaz del Castillo. Relata sin ambages:
(…) tornó a sonar el atambor muy doloroso del Uichilobos, y otros muchos caracoles y cornetas, y otras como trompetas, y todo el sonido de ellos espantable, y mirábamos al alto cú donde los tañían (…) y tañían su maldíto tambor y otras trompas y atabales y caracoles, y daban muchos gritos y alaridos (…) digo otra vez que era el más maldito sonido y más triste que se podía inventar (…), y sonaba, y tañían otros peores instrumentos y cosas diabólicas y tenían grandes lumbres, y daban grandísimos gritos y silbos…
A partir de la mitad del siglo XVI notaremos una leve mejoría en cuanto al quilate informativo sobre la acústica amerindia, mas será insuficiente. Con dos ejemplos tenemos para captar su poquedad. A raíz del proceso incoado por las acusaciones ante su proceder en las Indias, Diego de Landa confeccionó su Relación de las cosas de Yucatán para argumentar su defensa. Hay que decir que es una tarea ingrata acercarse al trabajo del provincial franciscano, ya que gracias a su enjundia evangelizadora se perdieron incontables documentos mayas –todos los que halló donde se comprobaran sus grandísimas bellaquerías e idolatrías– en el auto de fe del 12 de julio de 1562, pero también a él se debe la cauda de saberes en los que se fundó la mayística. En esta paradoja entablada por el rabioso perseguidor de las creencias indígenas y a la vez el entusiasta observador de las “cosas” mayas, notamos que no ahorra encomios sobre las construcciones en piedra –habla de su hermosura, de haber sido labradas a maravilla, de haberse pintado con muchas galanterías y de su altura y grandeza–, y que en aquellas que moran por los aires intenta, nada más, adjetivarlas. Así, la Relación… reza:
Tienen atabales pequeños que tañen con la mano, y otro atabal de palo hueco, de sonido pesado y triste, que tañen con un palo larguillo con leche de un árbol puesta al cabo; y tienen trompetas largas y delgadas, de palos huecos, y al cabo unas largas y tuertas calabazas; y tienen otro instrumento de la tortuga entera con sus conchas, y sacada la carne táñenlo con la palma de la mano y es su sonido lúgubre y triste. Tienen silbatos de los huesos de cañas de venado y caracoles grandes, y flautas de cañas, y con estos instrumentos hacen son a los bailables. Tienen especialmente dos bailes muy de hombre y de ver. Hay uno en que bailan ochocientos y más indios, con banderas, con son y paso largo de guerra, entre los cuales no hay uno que salga de compás…
En otros pasajes nos topamos con que califica a los bailes de “solemnes”, de haber sido bailados con “mucho concierto y devoción”, y en el caso del llamado Naual, de “no muy honesto”. También nos enteramos de un cierto Xibalbaokot, sobre el que apunta su traducción, es decir, baile del demonio. ¿Le hubiera costado mucho salirse de su postura observadora para decirnos algo más sobre los “sones”, algo más allá de que tenían compás? Pese a todo lo que podamos anhelar, nos estrellaremos con nuestra propia impotencia. Landa hizo lo que pudo, como destruir y reprimir, pero en el caso del paisaje sonoro se estrelló él también contra su ignorancia musical. Pasemos, por último, al observador más acucioso que se afincó en Indias quien, dados sus estudios en la Universidad de Salamanca, por fuerza hubo de recibir una enseñanza musical que le hubiera consentido tomar el dictado de los “sones” indígenas que todavía alcanzó a escuchar. Se trata de Bernardino de Sahagún. Como sabemos, en el proyecto antropológico-lingüístico del franciscano se condensan 19 años de actividad –van estos desde el 1558 con sus apuntes preparatorios, concluyendo en 1577 con el Códice florentino, su obra cumbre– para describir las cosas de la Nueva España; y en esa descomunal “cosificación” hallamos elementos que nos conciernen. Nos ilustra los bailes, como el nematlaxo, y aquel que se hacía en honor a Huitzilopochtli en la fiesta de tlaxochimaco al que califica de “muy pomposo”. Nos ofrece también una catalogación de los instrumentos musicales y llega al extremo de proporcionarnos el nombre de los árboles con cuya madera se fabricaban los teponaztles, tamburiles y vihuelas, es decir, los tlacuilocuahuitl, a los que describe con aceptable precisión. Asimismo, proporciona datos útiles sobre los estratos jerárquicos del quehacer musical: nos habla del ometochtzin que era el maestro que dirigía y coordinaba a los cantantes; del tlapizcatzin, que era una suerte de tañedor y chantre, y del sitio privilegiado para el oficio, o sea, la mixcoacalli, donde se juntaban todos los cantores de mexico, y tlatelulco; aguardando a lo que les mandase el señor, si qujsiesse baile, o probar, o oyr algunos cantares de nuevo compuestos; y tenjan a la mano aparejados, todos los atavjos del areyto, atambor, y tamboril, con sus instrumentos, para tañer el atambor, y unas sonajas, que se llaman ayacachtli, y tetzilacatl y omjchicaoaztli. Pero pese a todo ese aparente interés en los artificios del arte sonoro autóctono, es muy cauto para no emitir ninguna palabra comprometedora. No descalifica e intenta no calificar, sólo consigna, como haría un buen etnomusicólogo, aunque notamos que con respecto a las sonoridades emitidas por la fauna nativa se explaya. Y aquí tenemos un elemento de peso para comenzar el alegato contra su distanciamiento con respecto a la música. Mas tornemos a su relación sobre la actividad de la mixcoacalli. En ella nos aporta un hecho relevante para contraponer la relación despreocupada de los europeos con la música, al menos en comparación con la de los indígenas, quienes podían perder la vida si su manera de hacerla no era impecable. Esto escribe: Y andando el baile, si alguno de los cantores hazian falta en el canto, o si los que tañjan el teponaztli y atambor faltavan en el tañer, o si los que gujan erravan en los meneos, y contenencias del bayle, luego el señor les mandava prender, y otro día los mandava matar. Para engrosar el dossier contra el franciscano que sí tenía conocimientos musicales pero que no se atrevió a ejercerlos, anotemos lo que reporta de aquellos seres vivos sobre los que no pesaba ninguna condena. Sobre el ocotochtli o “conejo del pino” dice: tiene el aullido delgado como tiple; sobre la techalotl o ardilla: el chillido deste animalejo es delgado, y bivo, y para las aves no hay contención alguna. Lo conmueven y, además de verlas con fruición, las escucha con deleite. Son las criaturas aladas que transmiten el mensaje divino que captó el santo de Asís, fundador de su orden. Hay descripciones sobre 73 variedades de las cuales reproduce, para 15 de ellas, la forma fónica de sus gorjeos. Los pájaros cohuixin cantan couixi, couix; los cochtli dicen coco, coco; los huactli oac, oac; los tlatuicicitli hacen ci-ci; los cuitlacochtotol tarati, tarati, tatatati, y un melodioso etcétera, donde el inacabable trinar plasmó la santidad que había de reinar en los cielos de Indias. ¿Nos queda claro el veredicto? …Creemos que sí. Al indígena lo habitaban los demonios y a éstos había que acallarlos. En la voz de los animales no podía haber maldad alguna; en cambio, en la música se colaban las idolatrías siniestras. ¡Que recaiga desde esta orilla de la historia una acusación contra Bernardino de Sahagún! A nombre de nuestro gremio se le imputa la omisión de un testimonio que ahora se antoja ineludible. Si hubiera querido habría podido disponer de los pentagramas para transcribir las sonoridades del mundo musical indígena… Gracias a su prevención nos quedamos anclados al silencio.

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