La furia de la "pacificación"

domingo, 31 de julio de 2016 · 10:42
El gran plan para transformar las comunidades desfavorecidas por medio de una nueva estrategia de seguridad y de la inclusión social naufraga ante los excesos policiales –que frecuentemente llegan al asesinato– y la falta de recursos. De hecho, la llamada “pacificación” ha evidenciado las diferencias de clase y ya desató una ola de resentimiento y resistencia entre los más pobres, que en ella sólo perciben un intento cosmético de ocultar los graves problemas de Brasil de cara a los inminentes Juegos Olímpicos. RÍO DE JANEIRO (Proceso).- La estampa desde la estación de Manguinhos de la Supervía –el tren suburbano de esta ciudad– es una metáfora que resume las causas que han provocado el fracaso del plan para “pacificar” las favelas de la ciudad olímpica: las casuchas se expanden por esta favela construida en horizontal, sin colinas, mientras por las calles de tierra rojiza transitan adolescentes negros con el torso desnudo, autos e incluso algún cerdo que husmea entre la basura acumulada. No hay rastro de mejoras sociales revolucionarias, y el contraste con el cuadro que presentan los barrios de clase media, como Copacabana o Botafogo, a sólo una decena de kilómetros o una hora en transporte público, es abismal. En Manguinhos el centro de la vida social está en una destartalada cancha de futbol rodeada de algunos bares que venden cerveza helada. Los forasteros atraen miradas de desconfianza y, si no fuera porque la residente Ana Paula de Oliveira está allí para recibir a Proceso, nada invitaría a penetrar en esta comunidad teóricamente bajo control de las autoridades tras la llegada de la Unidad de Policía Pacificadora (UPP) en enero de 2013. Una movilización de las fuerzas del orden que no ha detenido el tráfico de drogas. En sus inicios las UPP pretendían ser una policía de proximidad. La idea era abordar el problema del narcotráfico y la endémica violencia por medio del acercamiento a los residentes locales. Pero la pequeña comisaría en el corazón de Manguinhos disipa cualquier duda: media docena de policías militares uniformados, con chalecos antibalas y fusiles, observan con desconfianza a todo el que pasa. Es un fortín. A Ana Paula, conocida en el barrio como Tía Paula, los policías le reservan una mirada a medio paso entre el desafío y el orgullo, sin duda por la playera que luce con la fotografía de su hijo, Jonathan, asesinado en mayo de 2014 por disparos de un policía militar estacionado en esa UPP. Jonathan de Oliveira, de apenas 19 años, muerto cuando se encontraba accidentalmente en medio de una protesta de habitantes de Manguinhos contra la UPP, es una de las tantas víctimas que cada año causa la policía de Río de Janeiro dentro y fuera de las favelas “pacificadas”. Los datos oficiales más recientes del Instituto de Seguridad Pública (ISP) del estado fluminense indican que de enero a mayo hubo 322 civiles muertos en operaciones policiales, 6% más que en el mismo periodo del año pasado, cuando ya se produjo un repunte de casos respecto a los años anteriores. Al actual ritmo, la policía carioca habrá matado este año olímpico a unas 650 personas, un incremento de más de 50% respecto de 2013, según datos del ISP. Una cifra escalofriante, si se tiene en cuenta que en todo Estados Unidos –país donde los abusos policiales contra los negros han sido noticia los últimos meses– las fuerzas de seguridad mataron en 2014 a 444 personas, según el más reciente informe anual del FBI. “En 2015 una de cada cinco personas fallecidas en la ciudad murió como consecuencia de intervenciones policiales. Este número podría ser superior si se tiene en cuenta que algunos casos de personas que murieron durante las operaciones policiales están registrados como homicidios genéricos”, recordó Amnistía Internacional en un informe titulado ¡La violencia no es parte de estos Juegos!, publicado en junio pasado. Impunidad policial “Es rutinario. Todo el tiempo sucede. Es intolerable, pero los policías gozan de impunidad. La gente va a gritarle a quién, si nuestro grito no tiene fuerza: somos pobres, negros, favelados. En este país hay dos pesos y dos medidas en los tribunales”, dice Ana Paula, profesora de un jardín de niños y cuya lucha por obtener justicia se ha convertido en su razón de ser: concede entrevistas, va a todas las manifestaciones contra la violencia policial, apoya a otras madres que han perdido a sus hijos por la brutalidad de las fuerzas de seguridad y articula una acción judicial para tratar de encarcelar al hombre que disparó contra Jonathan por la espalda. “Dicen que la policía viene a las favelas a combatir el tráfico de droga, pero la vida de nosotros no vale nada para ellos. Parece que vienen aquí a exterminar”, asevera, en entrevista en su casa, donde la sala principal está copada de fotografías de Jonathan, que se había alistado en el Ejército y soñaba con ser paracaidista. La violencia y los abusos de la policía militar estacionada en las 37 favelas “pacificadas” acaso sea lo que más ha erosionado la credibilidad de un programa que tenía como ambición integrar paulatinamente a los 1.3 millones de cariocas (22% de la población) que vive en favelas. El plan lanzado en 2008 por el todavía secretario de Seguridad del estado de Río, José María Beltrame, padre del programa de pacificación, era que las UPP expulsaran a los traficantes, dueños de las comunidades desfavorecidas. Con la instauración de la seguridad estatal se crearían las condiciones para que llegaran en cascada los servicios sociales de los que carecen buena parte de las más de 700 favelas en todo el estado: saneamiento, educación, salud, correos, abastecimiento eléctrico y de agua, comercios, restaurantes, lugares de ocio… Una oportunidad no sólo para llevar el desarrollo económico y la inclusión a áreas desfavorecidas, sino también para abrir nuevos mercados a empresas que no podían operar en estas peligrosas zonas bajo el yugo de los narcotraficantes. “Entre 2009 y 2012 se lograron datos alentadores”, explica Ignacio Cano, profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro y miembro del Laboratorio de Análisis de la Violencia. Sin embargo, el proyecto anda a la deriva como consecuencia de la falta de los servicios sociales prometidos: la policía ha llegado y se ha instalado, pero la pacificación ha consistido en muchas ocasiones en apenas una presencia permanente de los órganos represores del Estado, sin la contrapartida de los beneficios sociales. Se afianza la sospecha de que la UPP apenas ha sido utilizada para reducir la criminalidad en los barrios ricos y turísticos durante el periodo de megaeventos: visita del Papa de 2013, Copa del Mundo de 2014, Juegos Olímpicos de 2016. “Las UPP iban a resolver todos los problemas y al final han fracasado”, señala Cano, que puntualiza que durante los Juegos la ciudad estará segura a causa de los 85 mil policías y militares desplegados por el gobierno federal. El problema vendrá cuando el evento termine y se replieguen esas fuerzas. “Kit bandido” En algunas favelas la presunta pacificación ha supuesto apenas un “cambio de régimen”: el poder ha pasado de manos de los traficantes a los policías, que actúan como si la favela fuera un territorio donde imperan el estado de excepción y la impunidad. Decenas de residentes de favelas y activistas entrevistados por Proceso denuncian que los policías militares los insultan, los amenazan, los extorsionan e incluso los agreden, sin que puedan hacer nada contra ello. Sus voces, como explicaba Ana Paula, quedan silenciadas por un halo de impunidad que envuelve las operaciones armadas en las áreas desfavorecidas: fiscales, jueces y la sociedad en general toleran una violencia contra el pobre y el negro, a quien la etiqueta de “criminal” es atribuida sin la debida presunción de inocencia que sí le otorgan al blanco residente en áreas de clase media. En ese escenario proliferan las ejecuciones de criminales y de civiles inocentes por parte de policías. La arbitrariedad contra el “favelado” es tan notable que cuando no existen elementos para justificar una muerte a manos de la policía, se inventan hechos, se manipula la escena del crimen, se tergiversa por completo lo ocurrido colocando un arma sin numeración o una bolsa de droga junto al asesinado, con el objetivo de inventar un pasado problemático. A eso lo llaman “kit bandido” y es práctica común de la policía militar, según los minuciosos informes de las organizaciones Human Rights Watch (Fuerza letal, 2009; Los buenos policías tienen miedo, 2016) y Amnistía Internacional (Usted mató a mi hijo, 2015). La prensa local, que cubre con un sensacionalismo pavoroso estas tragedias, se limita a reproducir las informaciones procedentes de las fuerzas del orden o, en el mejor de los casos, dan voz a las víctimas, aunque no inquieren. Que la propia corporación –es decir, la policía civil– se encargue de llevar a cabo las investigaciones de esos crímenes cometidos por la policía militar es la paradoja que cierra el círculo de la impunidad. Con todo, los residentes de las favelas “pacificadas” se muestran divididos. El Estado no ha logrado convertir sus barrios en panaceas de seguridad y servicios sociales, pero acaso sea mejor un policía corrupto y autoritario que un criminal con un arma semiautomática que actúa a su antojo. Un sondeo realizado en 20 favelas “pacificadas” publicado el pasado 21 de junio por la Fundación Getulio Vargas –uno de los centros de estudios más respetados de América Latina– indica que 75% de los habitantes rechaza que las UPP abandonen sus favelas tras los Olímpicos, y 35.5% de los 2 mil entrevistados en 20 favelas dice “desconfiar mucho” de los policías de la UPP, pero el programa es aprobado por la mayoría, con un 5.25 sobre 10 de votación. Las favelas pacificadas entre 2008 y 2010 son las mejor valoradas, probablemente porque fue donde más caló el espíritu transformador entre las fuerzas de seguridad allí desplegadas. Con todo, la supervivencia del plan de “pacificación” está seriamente amenazada. Ante la falta de recursos económicos de Río, entidad que se declaró en junio en estado de “calamidad” financiera, el programa de expansión de las UPP fue interrumpido en 2014. Y no hay garantías de que tras la verbena olímpica siga adelante.

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