Una sutil venganza

sábado, 22 de octubre de 2011 · 23:06
Cuando Harry Houdini visitó la Llanada Villa en las afueras de la ciudad de San José en California, la prensa local esperó alguna opinión suya con respecto a los fenómenos paranormales que se decía que ahí ocurrían y que habían sido difundidos por una infinidad de testigos que aseguraban haberlos presenciado. Sin embargo, en contra de lo que hubiera querido desmentir, el escapista concluyó su permanencia dentro de la extraña mansión con la mirada perdida. Tal como lo consignó un reportero del Evening Post de Sausalito en aquel otoño de 1924, Houdini se limitó a decir que sólo una psiquis sometida a tormentos inimaginables habría podido concebir algo así. Llanada Villa fue el nombre que su única dueña le asignó desde el momento en que empezó a construirla y jamás ha habido consenso en cuanto a su significado -La residencia es hoy sede de un museo. Algunos sostienen que es un arcaísmo empleado para denotar la llanura que ocupa dentro del valle de Santa Clara (El actual Silicon Valley); para otros es producto de una ortografía errónea de aquello que su propietaria quiso, en realidad, evidenciar: Ya nada, es decir, un sitio donde ya nada podía hacerse para mitigar el desconsuelo y conjurar la tragedia; como quiera que sea, la desproporcionada villa de estilo victoriano ha dado mucho de qué hablar desde que su artífice adquirió los 640 mil mts.² de terreno que tuvo en su origen. Tanto lo referido por vecinos como lo relatado por el ejército de sirvientes que la habitaron a lo largo de 38 extenuantes años -distan aún de desvelarse los misterios- son coincidentes en las patológicas excentricidades que acusó la patrona y, sobre todo, en la fenomenología acústica que pervive y amedrenta a quienes pretenden encontrarle alguna explicación racional. Una música de órgano plagada de acordes aumentados es emitida a media noche por un instrumento que ya nadie toca y que su enigmática poseedora rara vez ejecutó en vida; una fantasmagórica campanada repta por los aires a las dos de la mañana en punto, hora en que se cree que se suceden los arribos y partidas de espíritus; un percutir incesante de martillos y un resollar de serruchos aunado a las blasfemias de los carpinteros que fueron contratados para trabajar sin tregua. Además de eso, algunos psíquicos con nociones musicales afirman haber reconocido ciertas frases distorsionadas del movimiento lento del trío “espectral” de Beethoven1 que emergen desde el subsuelo. Sobre este particular, un mayordomo confirmó que la dama, una pianista educada en su natal Connecticut, solía encerrarse durante horas para tocar obsesivamente la parte de piano de dicho trío -El sujeto recordó haber leído el título en la partitura- junto a otras obras que Schumann compuso, ya loco, por dictado de los fantasmas que lo acosaban en sueños.2 Las peculiaridades arquitectónicas de la propiedad desafían cualquier intento de análisis y van anexadas a los delirios de persecución que Lady Sarah padeció en su atormentada soledad. Pasillos serpenteantes conectados con pasadizos secretos, uno de los cuales conduce, previo accionarse de un botón, hacia un arsenal con toda suerte de armas de fuego, desde pistolas hasta rifles de repetición; escaleras que descienden para volver a subir topándose con la nada; puertas que desde las alturas se abren al vacío, otras que desembocan en muros ciegos. Un total de 160 habitaciones, todas ellas pavimentadas con maderas preciosas e, incluso, con incrustaciones de madre perla aunque, según cálculos austeros de los enterados, la furia constructiva de la mujer pudo alcanzar una cifra que rondó las 500. A menudo, los carpinteros eran obligados a derribar y rehacer varias veces un mismo cuarto hasta que la señora sentía que era digno de sus inaprensibles huéspedes. Tres elevadores que nunca se utilizaron, uno de ellos falso, 47 chimeneas, 10 mil ventanas decoradas con vitrales de Tiffany, 6 cocinas y 13 baños. Salta a la vista que el número trece se repite con obstinación: Percheros de 13 ganchos, lavabos con 13 orificios, candeleros y candelabros de oro macizo con 13 brazos. De acuerdo con un testimonio, cada viernes 13, las 13 campanas de la torre debían repicar 13 veces a las 13:00 horas. El testamento de la interfecta fue redactado en 13 secciones que ella firmó 13 veces; en una de sus cláusulas se hace una angustiosa invitación para que la caja fuerte en ningún tiempo llegara a profanarse. Resalta también la ausencia de espejos, pues es un hecho asumido que los moradores de otras dimensiones detestan verse reflejados. Mención aparte merecen los banquetes que nunca tuvieron lugar, pese a que la anfitriona se acicalaba para recibir con sus mejores joyas a los impredecibles comensales. Trufas, codornices y langostas permanecían intactas durante días; sin faltar las botellas de champagne y las copas de vino de cosechas extintas que, poco a poco, los meseros disminuían apelando a una supuesta evaporación natural. Asimismo, es de agregar la existencia de dos salones de baile que nadie, o al menos así se presume, frecuentó. Ante la reticencia para contratar músicos mediocres, Sarah, la viuda inconsolable, desempolvaba su repertorio para ofrendarlo a un auditorio esquivo. Sus caravanas se diluían en un enjambre de ausencias. Hubo quien insistió en reconocer la particular generosidad que la matrona mostraba con los niños. Podía quedarse tardes enteras aguardando a que algún infante distraído se asomara por las verjas perimetrales. De inmediato, se despojaba de su velo negro y corría a la cocina más próxima para tomar el helado con que intentaría congraciárselo. Disuelta la desconfianza, para el pequeño visitante habría sonatas de Mozart y la inextinguible promesa de juguetes que se materializarían con sólo imaginarlos. Ciertamente el problema de Sarah no era el dinero, al contrario, su abundancia y flujo creciente ampliaban los linderos de su desasosiego. De especial interés es el relato de un ama de llaves con quien la perturbada madre sin hijos logró cierta intimidad. Avizorado el crepúsculo, la existencia se tornaba quebradiza. Con la idea de despistar a probables entes malignos, la patrona no dormía dos noches seguidas en un mismo dormitorio. Pero lo peor eran las pesadillas; gritos que erizaban la piel confirmaban la recurrente visión en la que ella, inerme, había estado a punto de ahogarse en un lago de sangre del que no lograba divisar la orilla. Para referirse a los jardines y a las aficiones por el cultivo de plantas exóticas, serían necesarias varias cuartillas; baste referir que una de las pistas para entender los desequilibrios de la potentada reside en la predilección que manifestó por un par de esculturas perennemente rodeadas de flores. Un siervo en bronce de tamaño natural era objeto de vehementes caricias. Con su arco depuesto y sus flechas trozadas, un jefe apache era la figura que obtenía más atenciones. Sarah se tendía a sus pies implorante. Para completar el retrato será necesario trasladarse a la ciudad de New Haven, en la costa Este de la Unión Americana. El año puede definirse con exactitud: 1859. Sarah Lockwood Pardee tiene 20 años y se perfila como una gran concertista, empero, durante un recital es aplaudida por un joven millonario que se confiesa su admirador. Para los Lockwood se aclara el horizonte presintiéndose en encumbrados círculos sociales. No dudan que la fortuna del prometido sirva para afianzar la carrera musical de la hija. Cómo no iba a ser el caso, si el consuegro estaba ascendiendo con vertiginosa facilidad los nauseabundos peldaños de la política. De haber sido un burdo comerciante estaba por lanzar su candidatura presidencial con el cohecho del Partido Republicano. Por desgracia, su verborrea no estaría a la par de sus millones y habría de contentarse con la gobernatura de su Estado. Con previsible derroche, se celebra la boda que sirve de comidilla para envidiosos. Qué más podía anhelarse. Una doncella hermosa, artista por añadidura, corona sus dotes maridándose con el heredero de la fábrica más próspera de la región. Nueve meses después, los mismos resentidos son convidados al bautizo de una nena que es recibida entre sedas y los felices arpegios que su madre le toca desde el piano. El concertismo debe aplazarse en pos de la lactancia. ¿Podían compararse los reconocimientos públicos frente a la dicha de una maternidad plena? Sólo una desnaturalizada podía preferir los espasmos del escenario antes que estrechar a su cría sin prisas ni afanes. Muchos abrazos se condensan en una oda a la creación, mas el destino de esa criatura se escribe con tinta salitrosa. Una rara afección la consume y a las cinco semanas un cortejo fúnebre escolta el minúsculo ataúd. Coros monumentales entonan un réquiem que los padres escuchan con oídos inundados de escombros. Se multiplican entonces recriminaciones que se precipitan en los barrancos del desamor.    Viajes y regalos suntuosos naufragan dentro de la depresión que adormece a la millonaria. Con el llanto escurriendo en sábanas rotas hay reconciliaciones pasajeras. Ya no tarda en definirse el curso de aquello que comienza a intuirse como una maldición. A la vuelta de unos años se hilvana la herrumbre mortuoria para enterrar al detestable suegro acrecentándose el caudal de dinero hacia la endeble armonía conyugal. De la tesorería de la fábrica aviene la presidencia. Euforias vanas silban en noches de insomnio. Tres meses después, acontece otro funeral, esta vez para sepultar al consorte que iba a cumplir 43 años. Las razones médicas no satisfacen a la viuda que se aferra a la versión de una conjura urdida por miles de almas en pena. Para ahondar el dramatismo, Sarah recibe en 1881 la parte proporcional del maldecido emporio que consiste en 20 millones y medio de dólares, más un dividendo diario que hoy podría traducirse en 650 mil pesos mexicanos. La cantidad la embiste por la constatación de su infinitud. Con el rostro túrbido y las vísceras en llagas busca respuestas para los muertos que engendra el exitoso negocio familiar. Son muchos, la persiguen, y en el borde de sus ojeras las ráfagas de humo emparedan sus espantos. Como corolario, una médium vengativa despeja las brumas que envuelven a los difuntos. Es cierto. Bocas descarnadas vociferan los cargos en contra de los dueños de la fábrica de armas que no han tenido empacho en publicitar su fabulosa mercancía como The rifle that won the West. Sin escatimar un céntimo, Sarah ha de encaminarse hacia el océano pacifico para darles casa a las huestes de fantasmas que se reproducen por minuto. No podrá haber pausas en su construcción y, aún así y sin importar la desproporción que alcanzara, la vivienda siempre resultará insuficiente… Cuando a Houdini le fue mostrado el contenido de la inexpugnable caja fuerte se le cosieron los párpados. Dentro de un cofre forrado de terciopelo púrpura había un recorte de obituarios del New Haven Newspaper que custodiaba un mechoncito de cabello. Podía leerse: In this city, July 24, 1866. Annie, born June 15, 1866, infant daughter of William and Sarah Winchester. Rápida y furiosamente, el mago se descosió los ojos para observar con asombro cómo los cipreses de la Llanada Villa alteraban sus copas para trocarse en pinos. Una música atroz emerge en las noches sin luna de esta nueva residencia. 1 Se sugiere su audición (Geister Trio para violín, violonchelo y piano en Re Mayor op. 70 ? 1) Pulse el audio 1. 2 Se recomienda escuchar las Geistervariationen en Mi bemol Mayor Wo0 24 que comenzó Robert Schumann poco antes de su fallido suicido (Se tiró al río Rhin pero unos pescadores lo rescataron) y que concluyó al tiempo que suplicaba que lo recluyeran en el manicomio. Pulse el audio 2.

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