Por amor al ruido

lunes, 21 de noviembre de 2011 · 12:41
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En los números 1827 y 1828 de este semanario se incursionó en el tema de la agresión acústica, estableciéndose que es un asunto de salud pública rodeado de vaguedades al que no se le confiere la atención que merece. A lo aseverado en esta columna se sumó lo expuesto por Marta Lamas, quien recurrió a la demoledora sentencia del doctor Eduardo Muscar de la Universidad Complutense para titular así su certera contribución: El ruido nos mata en silencio. ¿Puede agregarse algo más? ¿No es la frase lo suficientemente explícita para caer en la cuenta de su gravedad? Dada la magnitud del problema habría que insistir a gritos --valga la paradoja-- sobre los daños que ocasiona la contaminación sónica, a sabiendas que repetirlos nunca será suficiente, pues la patológica apatía gubernamental --llamémosla también ineptitud y corrupción endémica--, aunada a la inconciencia y desinformación ciudadanas, se han traducido en una sordera colectiva que desde hace lustros dejó de ser metafórica. Es una problemática acuciante que, sin lugar a dudas, sólo es percibida por aquellos que aún conservan intacta su salud auditiva, y aquí es donde supura la llaga: ¿Cómo podemos mantener incólume nuestro sentido del oído si nuestra vida entera se articula en torno a fuentes sonoras que generan ruidos continuos, cada vez de mayor intensidad? Tanto el ámbito familiar y laboral como los ambientes educativos, las vías públicas y los centros de recreación registran un incremento alarmante en sus índices de polución sonora. ¿Lo dudamos? ¿Estamos seguros de entender cuân delicado es el mecanismo que nos capacita para escuchar? ¿Nos enseñaron alguna vez en la escuela las lesiones que provoca el ruido? Hagamos un repaso somero de lo que la ciencia ha determinado hasta ahora. Además de ser un factor de alto riesgo para la hipertensión arterial, el ruido genera fatiga crónica, cardiopatías, alteraciones de los sistemas hormonales y vegetativos junto a perturbaciones del sueño y de la química sanguínea, amén de la referida hipoacusia. Todo en un mismo paquete. Tengamos presente que cuando las señales sonoras tienen un volumen muy fuerte arriban hasta el hipotálamo, haciendo que se activen nuestros sistemas de alerta y defensa. En otras palabras, los ruidos agudos nos hacen secretar adrenalina([1]) --súmanse glucosa y lípidos en el torrente sanguíneo-- para llevarnos a un estrés fisiológico apto para garantizar la supervivencia. Se nos obliga a vivir con la tensión propia de sabernos amenazados por un enemigo invisible que no podemos controlar. Acorde con la Organización Mundial de la Salud, a partir de los 65 decibelios los ruidos tienen efectos nocivos para los seres vivos dependiendo, naturalmente, del tiempo de exposición y de la distancia a la que se los perciba, aunque está comprobado que es igual de dañino estar sometido a un ruido muy intenso por pocos segundos que a sonoridades no tan altas durante largos periodos. Dicha medida estipulada en dB es más baja de lo que podríamos suponer. Examinemos las siguientes cifras: entre los umbrales de la audición y el dolor hay solamente 120 dB[2], y en medio se sitúa la gama ordinaria que convive con nosotros minuto tras minuto. Una conversación normal puede rondar los 50 dB, que son sólo 5 decibelios más de los que se requieren para que el sueño deje de ser apacible; una sirena de policía produce 100, un “concierto” de rock 115, un motor de aéreo a reacción 120, un cohete espacial 160 y una explosión atómica por encima de los 180. Lo relevante de los datos es que los ruidos de mayor intensidad no han estado nunca sujetos a control, es decir, siempre que nos topamos con su inmunidad significa que están respaldados por un centro de poder. Ciertamente el nexo entre ruido y poder no se ha quebrantado jamás; se transfirió de Dios a la Iglesia, de ésta a la industria y en nuestros tiempos al imperio de las comunicaciones y a la aviación comercial. Intocable por principio la milicia. (Si las bombas o los cañones se hubieran concebido silenciosos nunca habrían servido para ganar en la guerra.) Viene a cuento citar un cartel situado en la Acrópolis de Atenas: Este es un lugar sagrado. Está prohibido cantar o hacer ruidos de cualquier tipo. ¿Cómo bregan los griegos con las aeronaves que desacralizan su monumento más preciado al surcar su cielo adyacente a razón de 28 jets por hora? Imitando la hipocresía de las compañías aéreas, como si Jesucristo hubiera sido piloto. En lugar de encarar los daños optan por destinar enormes sumas de dinero en publicidad para demostrar que el problema no existe. Aquí tenemos un par de ejemplos: Eastern Airlines: “su servicio de jets es un susurro”. United Airlines: “vuele por sus amigables cielos”… ¿Con qué nos quedamos? ¿Está en nuestras manos impedir que nuestro entorno auditivo siga siendo una cloaca de sonidos indeseables? ¿Qué se hace en un país ensordecido gobernado por sordos? Confiar en los métodos que emplea la Secretaria de Salud para atender los asuntos que le competen equivaldría a creer en la castidad de los curas; ya sabemos los años que se tardó en obligar a los consorcios tabacaleros y a las fábricas de bebidas alcohólicas a que incorporaran en sus productos las leyendas sobre su nocividad. Pretender que nuestro sistema educativo tome medidas para alertar a sus inscritos sobre la necesidad de proteger sus oídos es igual de fútil; basta con testimoniar cómo acallan la gritería de su alumnado: utilizando micrófonos para someterla. Esperar que los medios de comunicación hagan algo concreto en mérito al asunto resultaría tan descabellado como pedirles que elevaran la calidad de sus contenidos. ¿Nos resta apelar al compromiso de la sociedad civil para que reduzca sus emisiones de ruidos? Eso sería todavía más aleatorio ya que, precisamente, el principal deterioro de nuestros paisajes sonoros deriva de su incivilidad. ¿Queda entonces la resignación como recurso ante lo inevitable? Se nos ocurre como instancia inicial plantear dos escenarios plausibles: hablar primero de los millones que generan en otros países las sanciones por alterar el sosiego ciudadano con ruidos. No es de excluir que la avidez de nuestros gobiernos los conmine a parar la oreja. En España, que es la nación más ruidosa de Europa, destacan los casos de Valencia y Barcelona, donde sus ayuntamientos a duras penas se dan abasto para cumplir con sus ordenanzas sobre la contaminación acústica. En la primera, en lo que va del año, se han impuesto 591 multas que han variado de 600 a 6 mil euros para personas físicas y 216 para entes morales que han oscilado entre 20 y 35 mil €. (Transitar con un auto estéreo cuyo volumen sobrepase los 70 dB, por ejemplo, es causal de una multa de 4750 €.) En la segunda, las sanciones son más severas por recomendación de la ACCCA (Associació catalana contra la contaminació acústica) contemplando cárcel para los agresores del medio ambiente en el plano sonoro y multas onerosísimas que, inclusive, pueden aplicarse aún cuando los acusados pudieran eximirse. Para muestra enterémonos del vecino de Banyoles que hubo de desembolsar 5271 € por los ladridos que fue incapaz de enmudecerle a su perro… ¿Tenemos idea de lo que podría recaudarse en territorio nacional nada más con las fiestas de nuestros congéneres, los comercios que encallan sus bocinas en la acera y los “antros”? Como segundo escenario se plantea la opción de imbuirse del arte sonoro contemporáneo por sus insospechados atractivos. Subiéndole amorosamente al volumen podremos nulificar el ruido exterior que nos enferma. Al fin y al cabo el aforismo que dice “mis sonidos son música, los de mi vecino son ruidos” nos concede libertades sin confín. Quedarnos sordos oyendo lo que nos gusta justifica las agresiones a terceros, cuartos y quintos. Para no contravenir demasiado la vocación de esta columna se sugiere la escucha de una obra señera de Karl Heinz Stockhausen, galardonada por los editores alemanes de música, que está a muy a tono. Se trata de su cuarteto para cuerdas y helicópteros…([3])


[1] Además de cortisol, noradrenalina y catecolamina.
[2] Es de notar que el umbral del dolor promedio ha ido en aumento. Ya hay indicadores que lo han expandido a 140 dB deduciéndose que no es que haya más resistencia sino mayor sordera.
[3] Particularmente disfrutable es la interpenetración entre el ruido de las aspas y las disonancias de las cuerdas. Gócelo en el sitio proceso.com.mx (Transmisión en vivo desde Salzburgo a cargo del Cuarteto Arditi y de 4 helicópteros de la fuerza aérea austriaca)    

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