Un hermoso caso de longevidad

sábado, 7 de abril de 2012 · 20:00
Con especial dedicatoria para los nacidos el 7 de abril de 1926 MÉXICO, D.F. (Proceso).- Por razones que la ciencia no acaba de esclarecer, el cultivo de la buena música, en su quehacer práctico, coadyuva a prolongar la vida del ser humano. Y por razones aún menos claras, sobresale entre los gremios de ejecutantes el de los pianistas quienes, casi por norma, alcanzan edades asombrosas en plenitud de facultades. No hay Alzheimer o desmemoria en sus horizontes. El legendario Arthur Rubinstein (1887-1982) se retiró de los escenarios a los 90 años y no porque ya no pudiera tocar, sino por la ceguera. Moriría a los 95 haciendo música para su círculo íntimo. Por no hablar de la trayectoria de Mieczyslaw Horszowski (1892-1993), quien tocó su último concierto a los 100 años, falleciendo unos meses más tarde, después de haber impartido una lección de piano. ¿Dónde reside la explicación de tales proezas? ¿Qué beneficios aporta el ejercicio del arte sonoro y, más en concreto, cuáles son las ventajas de la ejecución del piano sobre el resto de los instrumentos?([1]) Las respuestas más socorridas son que los pianistas mueven en profusión todos los dedos de ambas manos, que desarrollan sus habilidades sentados cómodamente, que usan el peso de sus brazos a favor de la gravedad y que son aquellos que manejan mayor número de notas por segundo que los demás. Podría argumentarse en contra que si esas son las premisas, deberían encontrarse ejemplos análogos de ancianidad en los arpistas o los guitarristas, empero, aunque los tres están obligados a tocar sentados, los primeros no usan los meñiques y los segundos hacen uno muy disparejo de sus dedos: el pulgar de la izquierda prácticamente no lo emplean, como tampoco el meñique de la derecha. Y lo mismo vale para los individuos que tocan instrumentos de aliento, no usan todos sus dedos y aúnan el riesgo de abusar de sus capacidades pulmonares. Para este gremio, el promedio de vida activa es de 72 años, tres menos del promedio deparado a los violinistas, que son los más sacrificados de la familia de las cuerdas frotadas.([2]) Están éstos siempre en vilo contra la gravedad, su postura es un atentado contra la anatomía y es categórica la disparidad en el empleo de sus dedos. Con sólo cuatro de ellos deben urdir sus tejidos melódicos, mientras que los del arco los usan de forma estacionaria.([3]) Mas, ¿dónde nos llevan estas consideraciones? A postular con llaneza que, al mover de forma extensiva y homogénea todos los dedos de ambas manos, se crea y se logra un amplio funcionamiento de las redes neuronales que los coordinan, amén de fungir como un masaje continuo de las miles de terminaciones nerviosas que se sitúan en sus puntas. Recordemos que en las manos se manifiesta la evolución de la inteligencia del hombre y que a ellas se vinculan los órganos del cuerpo. De ahí que al ejercitarlos el organismo entero se beneficie. A propósito de los insignificantes meñiques habría que decir que están conectados, nada menos, que al corazón y al intestino delgado. ¿Nos satisface esta conclusión para entender el fenómeno de la longevidad en los sujetos que se pasan la vida frente a instrumentos de tecla? Digamos, para agotar el discurso que, ciertamente, con el empleo reiterado de los dedos, en concomitancia al desarrollo del oído, se plasman circuitos mentales de tal complejidad que acaban por retardar el envejecimiento de las facultades cognitivas. A eso agreguémosle el uso que hacen los pianistas --y sus afines-- de los pedales y al arduo ordenamiento polifónico a que están obligados por la naturaleza misma de su instrumento, y tendremos una  respuesta, si no satisfactoria, sí enteramente plausible. Dicho esto, es momento de presentar al pianista mexicano que Rubinstein pensó en designar como sucesor. Las palabras de estímulo que el eximio polaco le ofrendó fueron: “He buscado en el mundo, durante muchos años, a un artista que ocupe mi lugar en los escenarios. Este podría ser usted”. Nuestro compatriota nunca se sintió a la altura de esa designación, aunque ha sido merecedor de sendos reconocimientos, no sólo por la calidad de sus ejecuciones, sino por la decidida labor que se ha echado a cuestas para difundir la música de Manuel M. Ponce quien, carente de hijos, lo designó heredero universal. Se trata de Carlos Vázquez (1920, el pianista más longevo en los anales de la música mexicana, como también el maestro más joven --con 14 años de edad-- que ha producido la nación, pero antes de incursionar en su biografía hemos de situarlo en la última hazaña que lo retrata de cuerpo entero.([4]) El domingo pasado se despidió de los escenarios repitiendo íntegro el programa de su debut acaecido 73 años ha, en el mismo foro que otrora llevaba el nombre de Sala de Conferencias del Palacio de Bellas Artes (hoy llamada Sala Manuel M. Ponce). Con 91 años y la memoria sin mella, Vázquez acometió un repertorio que acobardaría a cualquiera. Tocó sin partitura la Partita n° 1 de J. S. Bach, el Preludio y Fugato sobre un tema de Händel de Ponce, la Sonata op. 10 n° 3 de Beethoven, las Papillons de Schumann, el Nocturno XVII y el tercer Scherzo de Chopin, el Preludio y la Marcha de “El amor para las tres naranjas” de Prokofiev, el Estudio IV de Stravinsky, y una Danza del “Amor Brujo” de Manuel de Falla; y por si esas dos horas netas de música no hubieran bastado, se prodigó aún con 5 bises que el público agradeció enhiesto. En ellos refrendó su indisoluble filiación espiritual con Ponce. Nacido en Guadalajara en el seno de un hogar que amaba con temores a la música, Vázquez fue depositario de los sueños paternos que pretendían hacer de él un buen pianista, mas no tanto como para intentar vivir de ello. El hambre como destino ineludible. Con sólo quince minutos de práctica cotidiana permitida, se daba espacio al talento del niño, aunque sin enfilarlo de lleno hacia una profesión más llena de incertidumbre que de esplendores. Su padre lo había experimentado con la carne trémula: había aprendido a tocar varios instrumentos, inclusive fue pionero en la ejecución del serrucho, aunque creía que los melismas no le daban de comer a nadie. Fue así que el azar jugó la carta decisiva. El señor Vázquez viajó a la ciudad de México en su rol de comerciante y le tocó situarse en uno de los primeros actos públicos de Lázaro Cárdenas. Corría el mes de diciembre de 1934. Con la ingenuidad de quien cree en los políticos logró acercarse hasta el mandatario para espetarle que su chamaco era un genio y que no tenía medios para educarlo. La respuesta del general signaría el futuro: “Si es cierto lo que dice, su hijo recibirá apoyo del Estado”. Las diligencias en la metrópoli se aplazaron para devolverse a Guadalajara de inmediato. Una valija a medio hacer fue el equipaje del pianista en ciernes que debía convencer al Presidente de la República. El retorno a la capital presagiaba dificultades, mas la voluntad paterna no cejaría en su intento. Horas vanas de antesala y días enteros de frustración. La audiencia se concretó recién inaugurados Los Pinos: Vázquez padre tocó el serrucho para animar a Vázquez hijo. Al Señor Presidente, cauto y tajante, le vino en mente una petición: ¿Te sabes “Las cuatro milpas”…? Para asombro de los presentes, el muchacho recordó la tonada y la armonizó sin traspiés. Una sonrisa de beneplácito se dibujó en el rostro del militar, no obstante eso era insuficiente. El presidente podía dar una orden y no habría quien la impugnara, pero ¿por qué habría de negarse la opinión de los verdaderos expertos? Carlos fue sometido a un riguroso examen frente a una comisión selecta. Ante la constatación de su enorme talento, a la vuelta de unos días se le concedió una plaza de maestro. Vendrían después los estudios en el Conservatorio, las giras, la docencia y, con la velocidad de un murmullo, el concierto de despedida en la Sala Ponce del Palacio de Bellas Artes.


([1]) Aquí habría que incluir a directores de orquesta y compositores pues, por lo general, desarrollan la mayor parte de su oficio a través del piano.
([2]) Datos obtenidos de un estudio realizado a fines de los 90 en Alemania entre los músicos de varias orquestas sinfónicas.
([3]) Aún así, sin importar la posición contro natura  del instrumento, son de citar algunos casos sobresalientes: Jascha Heifetz tocó hasta los 86, Nathan Milstein hasta los 89, y todavía están activos los violinistas  Fredell Lack con 90 y Ruggiero Ricci con 94 (a quienes habrían de agregarse otros ejemplos de músicos eminentes que estuvieron activos hasta el final de su vida: Telemann, Saint-Saëns y Horowitz con 86, Verdi y Klemperer con 88, Stravinsky con 89, Toscanini y Copland con 90, Sibelius con 91, Segovia con 94, Charpentier con 95 y Casals con 97).
([4])Se recomienda la audición del Vals n°1 op. 64 (“Minuto”) de Fryderyk Chopin y de la Consolation n° 3 de Franz Liszt en la interpretación que hace Carlos Vázquez a los 86 años de edad en su último disco comercial.  (WOHLTEMPERIERTE PRODUKTIONEN, 2006)Disponible en la página proceso.com.mx

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