Proceso con el Nobel de la Paz: la violación sexual como arma de guerra

viernes, 5 de octubre de 2018 · 20:23
BUKAVU, Congo (apro).- Al este del río Rusizi se encuentra Ruanda, la tierra de las mil colinas que el mundo conoció a partir del genocidio de hutus contra tutsis en 1994. Y del lado oeste empieza el Congo, el corazón de la oscuridad, un país famoso por leyendas del pasado, pero que pocos recuerdan por su trágica historia reciente. Trágica en dimensiones superlativas, y consecuencia directa, además, del conflicto ya apagado del país vecino y de las malas decisiones tomadas por Francia y otras potencias: en Ruanda murieron unas 800 mil personas; en el Congo Oriental van alrededor de 6 millones. A sólo 500 pasos del río Rusizi, en la ribera congolesa, uno halla el mayor baluarte de esperanza del Congo y quizás de toda África Central, en unas instalaciones de una sola planta, sencillas pero coloreadas por las vestimentas de las mujeres: el Hospital de Panzi, en la ciudad de Bukavu, sobre el Lago Kivu. Aunque este centro médico atiende las dolencias y enfermedades típicas de esta región, se especializa en lidiar con una de las mayores afrentas contra la humanidad, que trágicamente ha adquirido un carácter endémico en estas guerras: el uso de la violación y la agresión sexual como arma de combate. La brutalidad, la magnitud del daño provocado sobre el cuerpo de la mujer y las consecuencias físicas y psicológicas son tan grandes que pocas personas en los países occidentales, México incluido, serán capaces de imaginarlo. Aun así, el esforzado personal se ha dado a la tarea de recibir a las víctimas, atenderlas con los primeros auxilios indispensables para salvar sus vidas, intervenirlas posteriormente para reparar en lo posible sus órganos sexuales y otras partes del cuerpo, y además proveerles ayuda psicológica e instrucción en oficios y atención para sus hijos. Bajo letras azules sobre fondo amarillo que rezan “Hospital de Panzi”, el reportero de Proceso encontró en enero de 2010 al héroe que encabeza este gran proyecto, el doctor Denis Mukwege, un ginecólogo congolés de 63 años cuyo trabajo, junto con el de la activista yazidí Nadia Murad, fue reconocido este viernes 5 con el Premio Nobel de la Paz. Fístulas En el momento de esta visita, cada día llegaban -caminando, en lancha, en desvencijados camiones de redilas, arrastrándose- alrededor de 15 mujeres en busca de ayuda médica inmediata. La situación se agravó tanto que un año después, según otros reportes, el centro tenía que atender de 250 a 300 casos diarios. “Ellos violan a una mujer, cinco o seis al mismo tiempo. Pero no es suficiente. Después le disparan una bala en la vagina”, afirmó el doctor Mukwege. “Ver a tantas mujeres violadas me estremece. Lo que me estremece más es la forma en que las violan”. Un ejemplo típico es aquél en que los agresores dispararon contra la vagina de la víctima o le introdujeron palos, tubos o navajas. Y “con frecuencia lo hacen con cierto cuidado para asegurarse de que la mujer no muera”, precisó el doctor Mukwege a Proceso, en un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con dibujos y mensajes enviados desde todo el mundo. ¿Por qué querrían ser precavidos? “Los perpetradores”, continuó, “están tratando de provocar tanto daño como puedan, porque usan (la violación) como un arma de guerra, como una forma de terrorismo”. En las pequeñas comunidades rurales africanas, las mujeres son el vínculo básico del grupo social. La tradición, sin embargo, impone el rechazo general hacia una mujer que ha sido violada, desde cualquier vecino hasta el marido y los hijos. “Esto provoca que la mayoría de los abusos sexuales no se denuncien si las huellas no son evidentes”, explicó Loran Hollander, médica voluntaria en HealAfrica, una ONG congolesa que otorga servicios médicos gratuitos en la cercana ciudad de Goma, “ya que es poco probable que el atacante sea castigado y, en cualquier caso, la mujer sufrirá graves consecuencias”. Cuando muchas mujeres de la comunidad han sido agredidas (frente a su familia o, a veces, forzando a sus parientes más inmediatos a violarlas), su expulsión significa el rompimiento de estos lazos de unidad y la cohesión social se pierde. Una banda armada puede echar a una población de su lugar de residencia, pero la gente tratará de volver. En cambio, cuando además de ser arrojados fuera de su hogar, los pobladores carecen del vínculo de unión que son sus mujeres, el grupo tiende a disolverse y muchos de los hombres terminan siendo reclutados por los agresores. La violación no es sólo un instrumento táctico, claro está, ni es algo nuevo. Lo que ocurre es que los niveles de violencia son casi siempre extremos. A Ruth, una adolescente que tenía 13 años cuando llegó al Hospital Panzi, milicianos hutus ruandeses la ataron un árbol, donde todo el que pasaba podía violarla, varias veces al día. Esto duró meses hasta que la soltaron y ella, destrozada y embarazada, pudo acogerse al cuidado del doctor Mukwege. “Fue trágico”, dijo él. “El bebé nació prematuramente. Pero sus heridas internas (de la joven) eran demasiado graves”. La mayoría de estas mujeres sufren de algo que se ve pocas veces en el mundo desarrollado: fístulas, es decir, la destrucción de la barrera de tejido que separa la vagina de la vejiga y el ano. Esto provoca que sean incapaces de controlar el flujo de orina y heces. “Pude restablecer su continencia urinaria y realizar una colostomía”, sigue el médico congolés, “pero no tiene vagina, jamás le llegará la regla. Ante sus propios ojos, ya no es una mujer”. Los daños pueden ser mucho peores. Al hospital han llegado menores de hasta dos años de edad, y en las más pequeñas, “cuando intento realizar una reconstrucción, no queda nada sobre lo cual trabajar... esto no es una violación como se conoce en Occidente”, lamentó el doctor Mukwege. Decidirse a sobrevivir Ya es una hazaña que las mujeres logren sobrevivir y que además rescaten a sus hijos. Pensar en un futuro, sin embargo, se hace también posible una vez que llegaron a Panzi y comprenden que lo peor quedó atrás. Al recuperarse físicamente, una de cada dos pacientes sale del área de internas para ingresar en otra instalación, la Maison Dorcas, que dirige Zawadi Nabintu. Es el sitio donde cuidan a sus niños mientras ellas se encuentran en el hospital. Hay juegos y juguetes que tal vez no entusiasmarían a alguien crecido en la abundancia, pero que fascinan a estos pequeños y son vitales para que superen las situaciones que han vivido. Además, en las dos simples residencias de la Maison encuentran albergue, clases para aprender a leer, escribir y hacer cuentas; oficios, planificación familiar y prevención del sida, así como terapias para ayudarlas a superar el trauma. Mamá Zawadi, como la llaman, hizo notar que “la mayor parte de ellas nunca ha ido a la escuela”. Al principio, limitaban la estancia de las mujeres a tres meses, pero “no funcionó”, por lo que “ahora algunas se van a las tres semanas y otras se quedan con nosotros por años. Algunas no tienen ganas de vivir. Se sientan por ahí y no quieren hacer nada. No pueden empezar a educarse hasta que no se hayan decidido a sobrevivir”.

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