Y Rubén Darío no llegó

lunes, 15 de noviembre de 2010 · 01:00

A Rogelio Naranjo, siempre y siempre

Hay manifestaciones populares y estudiantiles. Apedrean el Palacio Nacional. Lanzan mueras a Porfirio Díaz. Sin embargo, la orden prevalece: Rubén Darío no debe llegar como representante de Nicaragua para las Fiestas del Centenario. Tiene que permanecer en Veracruz y reembarcarse cuanto antes. En suma, lo que le dicen los porfirianos al mayor poeta de la lengua española en ese momento es lo mismo que resumió Vicente Fox cuando se cubrió de gloria ante Fidel Castro a fin de que no se encontrase con el segundo Bush en Monterrey: “Comes y te vas”.

La situación es intolerable para Federico Gamboa, el organizador (ahora vemos que insuperable) de la celebración y subsecretario de Relaciones Exteriores encargado del despacho; es decir, para todo efecto práctico, ministro del exterior. Ante las preguntas de la prensa, Gamboa responde, qué más puede hacer, como aquel burócrata contestador que en la televisión interpretaba genialmente Héctor Suárez: “Es una verdad reconocida que todo problema de derecho internacional debe plantearse de la manera que las premisas correspondan exactamente a la realidad de los hechos para que así pueda científicamente asegurarse…”.

La lucha por Centroamérica

José Santos Zelaya tomó el poder en Nicaragua en 1893. Intentó llevar la reforma liberal a su país, así fuera por medios autoritarios. Entró en conflicto con la oligarquía terrateniente, con sus vecinos centroamericanos, y en primer término, con los Estados Unidos que no tardaron en blandir el gran garrote (the big stick) de Theodore Roosevelt. 

En 1909 Zelaya ejecutó a dos corsarios angloamericanos que intentaron volar barcos nicaragüenses. Washington financió una rebelión conservadora y derrocó a Zelaya. Lo salvó de la muerte el Guerrero, un enviado por Díaz cuando la US Navy bloqueaba el puerto de Corinto. El rescate de Zelaya fue un punto más en la cuenta que los Estados Unidos le iban a pasar a su antes predilecto don Porfirio y marcó el inicio de la feroz campaña periodística en contra suya.

Los reaccionarios pusieron como presidente a otro liberal, José Madriz, condíscipulo de Darío. A Madriz le pareció lógico que la mayor figura de Nicaragua fuera su representante en las Fiestas del Centenario. Darío zarpó de Francia rumbo a Veracruz. El nuevo presidente William Taft pidió a los conservadores que echaran a patadas a Madriz. Su caída sorprendió a Darío antes de que atracara en muelles mexicanos.

No era persona grata para la Casa Blanca. Su “Oda a Roosevelt” resultaba una ofensa, aunque en su debilidad característica Darío hubiera tratado de enmendarla con una sumisa aunque vigorosa poéticamente “Salutación al águila”. 

Su amigo Federico Gamboa tampoco le simpatizaba a quienes tomaban decisiones en Washington. Como ministro de Díaz en Centroamérica, Gamboa se había enfrentado a gritos con Mr. Cobbs, el representante de Roosevelt y, con el mismo valor y dignidad que lo caracterizaron, se había opuesto al tiranuelo guatemalteco Manuel Estrada Cabrera (El señor presidente de Miguel Ángel Asturias). 

El momento glorioso del Gamboa diplomático llegaría en su intercambio con John
Lind, enviado de Woodrow Wilson en 1913. Lástima que haya sido como canciller de Victoriano Huerta, quien le correspondió burlándose de su candidatura presidencial por el Partido Católico. Gamboa vio que el racismo era indesarraigable de los Estados Unidos y se empeñó en registrar los linchamientos y otras barbaries para que se desalentasen los imitadores hispanoamericanos de esa nación.

Las advertencias del autor
de “Santa”

Gamboa es al mismo tiempo un contrarrevolucionario y un precursor intelectual de la Revolución. En su obra teatral La venganza de la gleba (1905) advirtió “a los ricos de mi tierra” que cuanto habían hecho con los campesinos no se iba a quedar así. En su novela Reconquista (1909) describió cómo pagan los pobres los privilegios de la minoría, cómo las edades modernas son  “tan crueles para dar de comer a los desheredados”; habló de “nuestros pobres descalzos por fuera y por dentro, sin ideal ni rumbo”; en las fábricas de la modernidad transnacional porfiriana no vio “sino fortalezas o presidios”.

Por su indefensión económica –la imposibilidad de ganarse la vida con su trabajo– el escritor que entra en el circo de la política, si no tiene vocación de mártir, sólo puede ser trapecista o equilibrista. Darío, a pesar de que contaba con La Nación de Buenos Aires y su salario de 200 dólares por crónica, tuvo que arrastrarse ante presidentes y empresarios. Gamboa escapó de la trituradora periodística mediante “la relativa independencia” diplomática. No trapeceó, no renunció a su porfirismo ni siquiera en los años posrevolucionarios cuando ser porfiriano era un estigma como lo fue después haber sido colaboracionista en la Francia ocupada por los nazis.  

La entrevista Díaz-Creelman. ¿O Gamboa-Creelman?

En 1908 Gamboa volvió a México y en premio a su actuación centroamericana fue nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores. Publicó Reconquista y el primer tomo de Mi diario. El Pearson’s  Magazine dio a conocer aquel mismo año la célebre entrevista de Porfirio Díaz con James Creelman, texto que se considera un detonador de la revolución, pues abrió paso al reyismo y en seguida al maderismo. Hay una admirable edición actual de Javier García Diego.

Creelman dice que Díaz es “el héroe de las Américas hispánicas y anglosajona” y “el hombre más grande que los últimos tiempos han conocido”. Él, por su parte, afirma que 1910, al fin de su periodo presidencial y al cumplir 80 años dejará el poder. Reconoce que ha gobernado con absolutismo pero a ello lo impulsó su sentimiento patriótico. México “está preparado para entrar en la vida libre” y Díaz “mirará como una bendición, no como un mal, un partido de oposición”.

Pero ¿qué era y de quién era el Pearson´s Magazine? ¿De Frederick Stark Pearson, introductor de los tranvías en los Estados Unidos y, en México, presidente de los Ferrocarriles Nacionales y de la Mexican Light and Power, constructor de la hidroeléctrica de Necaxa, muerto en l9l5 al ser torpedeado el trasatlático Lusitania? 

¿Era de Weetman Pearson, constructor del puerto moderno de Veracruz, el Canal del Desagüe, el Hospital Inglés y el Ferrocarril de Tehuantepec, quien en l908 fundó la compañía petrolera El Águila y que más tarde fue obligado a salir de México por presiones de la Standard Oil?

De ninguno de los dos: su director fue el periodista inglés C. Arthur Pearson. Se trataba de una revista mensual que duró de l896 a l939 y estuvo inclinada hacia el socialismo. H. G. Wells publicó aquí La guerra de los mundos entre otras novelas. En l922 el Pearson´s Magazine dio a conocer el primer crucigrama de la historia. 

El canadiense James Creelman (1859-1915) es uno de los grandes reporteros de su tiempo. Cubrió la guerra de Cuba y la guerra chino-japonesa. Díaz lo contrató para hacer un libro que respondiera al México Bárbaro de John Kenneth Turner. Hasta donde sabemos, esta obra no llegó a publicarse. Durante la Primera Guerra Mundial lo enviaron a Alemania y murió en Berlín.  

La entrevista en el Castillo de Chapultepec fue un texto de publicidad pagada hecho para afianzar el prestigio de Díaz en Europa y los Estados Unidos. No se destinaba al consumo interno, pero la tradujo un diario colombiano y de allí la tomó El Imparcial para difundirla en México.

En El verdadero Díaz y la Revolución (1920) Francisco Bulnes afirma que la entrevista nunca existió y fue redactada por Ignacio Mariscal. De ser así es muy posible, aunque no probable, que el subsecretario Gamboa (había estudiado en Nueva York y hablaba y escribía perfecto inglés) sea, con ideas de Ignacio Mariscal, el verdadero autor de esta página desencadenadora, en una misión confidencial de la que por supuesto no dice una palabra en su Diario.   

En el Palacio de la Moneda 

Nadie sabe por qué razón a finales del siglo XIX la poesía mexicana tuvo un prestigio jamás recuperado. El adolescente Darío escribió una obra teatral hoy perdida sobre Manuel Acuña y declaró a Salvador Díaz Mirón uno de sus maestros al mismo título que los franceses (“Tu cuarteto es cuadriga de águilas bravas…”). El poeta niño había asimilado en la Biblioteca de Managua toda la poesía en lengua castellana y era capaz de escribir en cualquiera de sus estilos. Se consideró que debía continuar su formación fuera de Nicaragua.  

Era natural enviarlo a México. No obstante, lo que hizo que lo mandaran a Valparaíso y a Santiago fue el prestigio de gran potencia obtenido a sangre y fuego por Chile a raíz de la guerra del Pacífico, la guerra de la caca pues se libró por el valiosísimo guano: los depósitos de mierda que dejaban las aves marinas y eran indispensables para la agricultura antes de que se inventaran los fertilizantes.  

Gracias a su amistad con Pedro Balmaceda Toro, hijo del presidente, en el Palacio de la Moneda Darío pudo leer a los nuevos poetas franceses, imposibles de conseguir en Managua. De allí nació la poesía del Modernismo. La prosa la habían iniciado en la Ciudad de México José Martí y Manuel Gutiérrez Nájera. La Moneda fue para Darío lo que el Palacio Virreinal había sido para Sor Juana: su escuela, su taller y su biblioteca. El edén chileno se acabó para Darío con el allendazo que culminó con el derrocamiento y asesinato por suicidio inducido del presidente Balmaceda. La poesía siempre mancillada por la violencia. 

Los poetas en la república del poder

En 1910 Darío era el autor de Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza y El canto errante, cumbres del modernismo. Al año siguiente publicó Poema del otoño y, como celebración del Centenario, aceptó escribir para un número especial de La Nación su Canto a la Argentina, poema inmenso por su longitud no por su grandeza poética, a cambio de diez mil francos. Se los gastó en buenos trajes, en comida de lujo, en whisky (sólo tomaba el alcohol de los potentados, no el ajenjo de los bohemios) y en burdeles. A los 43 años Darío se veía y se sentía como si tuviera 70. Todos lo daban por acabado  

Para el l910 mexicano no hubo ningún homenaje poético semejante. Al ser inaugurada la Columna de la Independencia, Díaz Mirón declamó “A un profeta” con el verso premonitorio: “Santa la poesía/ que a los parias anuncia el nuevo día…”. El año anterior José Juan Tablada se adelantó con La epopeya nacional: Porfirio Díaz.  Sumiso y ambicioso pero inteligente y astuto, Tablada no dijo una palabra sobre el dictador y se limitó a elogiar la trayectoria impecable del gran guerrillero chinaco que contribuyó decisivamente a la derrota de los conservadores y de Maximiliano. 

El poema a México

Buenos Aires y México fueron las capitales del Modernismo hispanoamericano, pero los extremos de América sólo se tocaron en esa época cuando Darío y Gamboa coincidieron en Argentina. En l892, al despedir al joven novelista, Darío le entregó el poema “A México” que no está íntegro en ninguna de sus Poesías completas y sólo figura con todos sus versos en la excelente edición de Mi diario hecha en siete volúmenes por Luis Rojo y Álvaro Uribe (1995), no como suele repetirse por JEP, autor nada más de una selección aparecida en 1977: “Patria de héroes y de vates,/ cenáculo de áureas liras,/ terrible y brava en tus iras,/ victoriosa en los combates;/ si contraria frente abates,/ coronas gloriosa frente,/ y te levantas potente/ y alada, a la luz del día,/ como tu águila bravía/ que destroza la serpiente”.

Tribulaciones y quebrantos

No llegar a la capital mexicana fue un gran desengaño para Darío. Lo resintió como una humillación que ahogó en licor en La Habana. Respecto a Gamboa su propia apoteosis como organizador se vio enturbiada por el fracaso de la visita de su amigo, amigo también de Justo Sierra, que prologó su libro Peregrinaciones, y, a la distancia, de Díaz Mirón, que no estaba en Xalapa cuando acudió a visitarlo Darío, a quien había acogido el gobernador Teodoro Dehesa. 

También la pasó mal Gamboa cuando una manifestación antirreleccionista irrumpió en el Zócalo con grandes retratos de Madero e injurias a Díaz. En el balcón central, Gamboa tuvo que decirle al ministro de Alemania: “Son porfiristas. Llevan efigies del caudillo que en su juventud tenía barba”. Así mismo fue espantoso cuando, en la cena del l5, el presidente le ordenó que cruzara ante todo el mundo el patio central del palacio para callar al ancianísimo historiador Agustín Rivera, quien ya había dormido a todos los asistentes con un discurso de cien páginas narcóticas y sádicas para quienes desconocían el español. El último sobresalto del Centenario se lo llevó Gamboa en noviembre: al irrumpir en la casa de Aquiles Serdán en Puebla, la policía después de asesinarlo halló sobre su escritorio un ejemplar de Reconquista. 

Con Santa en Chimalistac

Este episodio menor pero significativo del viaje fracasado espera aún a su cronista. Hasta ahora es posible reconstruirlo gracias a un singular aunque desvaído diario de viaje que llevó Darío, a unas breves páginas de su Vida, a la biografía de Edilberto Torres y sobre todo por obra de  “Rubén Darío en México” (1916) de Alfonso Reyes,  en Simpatías y diferencias (1921) y en el cuarto tomo de sus Obras Completas (1956).  

Un siglo después ya nadie discute el lugar de Darío entre los clásicos. Gamboa ha derrotado hasta la saciedad a todos los que tratamos de abatirlo con buenas o malas razones pero con increíble torpeza. Tiene, único entre los novelistas mexicanos, el privilegio de ser a su vez personaje de novelas actuales de Sealtiel Alatriste, Cristina Rivera Garza y Álvaro Uribe (El atentado es también una película de Jorge Fons y Uribe ha escrito un espléndido Recordatorio de Federico Gamboa). La nueva crítica universitaria le hace justicia en el volumen Santa, Santa nuestra, coordinado por Rafael Olea Franco. Las ediciones de Santa no dejan de aparecer (una de Adriana Sandoval, otra de Francisco Javier Ordiz en España y dos de Cristina Pacheco, para hablar sólo de las que hemos visto). Pero sobre todo, en las plazas y calles de Chimalistac el novelista y sus imaginarios personajes tienen un santuario más real que la realidad y hasta quizá más vivo que la vida. (JEP)    

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