El anarquista y el cristiano
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Varias veces en que, a causa de los procesos generados por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, se me ha preguntado si aspiro al poder, he respondido: “no”, y he aclarado: “Soy un anarquista y un cristiano. Sin embargo, vivo en una República, y desde la muerte de mi hijo no tuve más remedio que salir a reclamar a los hombres y mujeres que administran el Estado, no su desaparición (como muchos –por malignidad, ignorancia o estupidez– creen), sino su corrupción y, por lo mismo, su abdicación a su función fundamental, la seguridad ciudadana y humana que nos deben”.
El Estado, ese monstruo que Hobbes, con justa razón, llamó Leviatán, y que Nietzsche calificó como “el más frío de los monstruos fríos”, termina por reducir a los hombres y mujeres que lo administran a su inhumana frialdad, y los que amamos a los hombres y su libertad tenemos la obligación de tratar de recuperar sus corazones para salvarlos y salvarnos de la fría inhumanidad del monstruo.
Para muchos, sin embargo, la relación entre cristianismo y anarquismo es una contradicción. Los anarquistas son contrarios a cualquier religión y a cualquier poder. Su divisa “ni Dios ni amo” es tan clara como perentoria. Por su parte, algunos cristianos y quienes creen que el Estado no es una construcción histórica que un día, como toda construcción histórica, tendrá que morir, tienen horror de la anarquía, fuente de desorden y de negación de las autoridades establecidas. Sin embargo, tanto anarquistas como cristianos olvidan el carácter profundamente anarquista de Jesús.
Desde un punto de vista teológico, Cristo es Dios que se encarna en la persona Jesús. Es, por lo tanto, un Dios que se kenotisa, es decir, que renuncia a su poder, a su omnipotencia, a su fuerza y se vuelve debilidad y contingencia humana. Desde un punto de vista humano, Jesús, tentado por el poder que le confiere la fama, se negó a él. Aunque habló con todos los poderes y cumplió con las obligaciones del Estado, los increpó, los aturdió, los vulneró –llamó a Herodes “zorro”, y durante su juicio debió haber mirado a Pilato desde una distancia tan grande que obligó al procurador a decirle: “Sabes que tengo el poder de matarte”–. No porque quería su destrucción, sino porque el poder hace olvidar a los hombres su deber fundamental: el servicio que nace del amor. Jesús, en este sentido, pertenece a la tradición de los profetas hebreos, a esa tradición que fustiga al poder porque traiciona el amor de Dios. Ningún profeta, en este sentido, fue en ayuda del rey. Ninguno fue tampoco su consejero ni se integró al poder. Constituían lo que en términos modernos llamaríamos un “contrapoder” basado, paradójicamente, en la ausencia de poder que es el de Dios expresado en la pobreza de las palabras del profeta.
Aunque el mundo hebreo tuvo reyes –siempre fustigados por los profetas–, aunque las Iglesias se sometieron a los poderes y se asimilaron a ellos, el cristiano sigue siendo su detractor porque el fundamento de la presencia y de la prédica de Jesús es el amor, que es pobre, libre e impotente, y habla verdad. Se trata, para el cristiano, como lo señalaba San Pablo, de “practicar la verdad en el amor”, es decir, de practicar la verdad y no de adoptar un sistema de pensamiento. Por lo tanto, el Dios de Jesús, el Dios cristiano, no es un poder, no es un aparato administrativo celestial y universal que se replica en la Iglesia o el Estado, no es un amo ni una doctrina; es, por el contrario, una pobreza que se da y acoge, un servicio al otro en la libertad del amor; Dios está en cada persona. De allí que el cristianismo, en su profundidad, esté cerca del anarquismo; de allí también que increpe a cualquier poder, cuya existencia malversa la presencia de Dios y la falsifica como fuerza, ley y violencia. Todo poder termina en idolatría, y toda idolatría en la negación del ser humano y de su libertad.
De esa fuente he bebido, y con su nutrimiento, a la muerte de mi hijo, me puse a caminar junto con otros para, a partir del dolor que los poderes –llámense del Estado o de la delincuencia– nos han infligido, unir a la nación en el amor. Aunque me encantaría una sociedad sin Estado, sin poderes, sin organización, sin jerarquía, donde el amor reinara, sé que, fuera de ciertos espacios comunitarios, su realización absoluta es imposible. Es un hermoso horizonte que repentinamente, como ha sucedido en nuestras largas marchas, aparece como una presencia fugaz del Reino. Desde allí increpo al Estado, no para destruirlo, sino para recordar a quienes creen administrarlo que tienen que volver su vista a los seres humanos para amarlos, cuidarlos, respetarlos, acogerlos. Unas palabras de Blumhardt, un cristiano anarquista de fines del XIX, me vienen a la mente: “Estoy orgulloso de estar delante de ustedes –declaró frente a la extrema izquierda que quería conquistar el poder– como un hombre, y si la política no puede tolerar a un hombre tal y como es, entonces que la política sea condenada (…) La verdadera esencia del anarquismo es volverse un hombre. Nunca un político”. Nos hemos plantado delante de los poderes así, como hombres, como seres humanos que reclamamos que se nos trate como tales.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.